Black Bird: conversaciones con el diablo

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La conversación con el diablo es un tema que tiene honda tradición en el arte. En la pintura, abundan las versiones de San Antonio luchando contra sus tentaciones encarnadas en diablitos. En la literatura, es célebre el debate que Iván Karamazov mantiene con un demonio librepensador. En el cine, el diablo aparece en The Exorcist (William Friedkin, 1973) como una criatura sobrenatural y poderosa que confronta a la endeble fe humana. Sin embargo, en su remota secuela, The Exorcist III (William Peter Blatty, 1990), el diablo asume la locuacidad socarrona, cruel y arrogante de un asesino en serie que pone a prueba la moralidad de su interlocutor. Es decir, toma distancia del modelo religioso de San Antonio para aproximarse a la perspectiva psicológica y filosófica de Iván Karamazov. Quizá no nos vendría mal elegir estos dos casos como los puntos extremos entre los que varía nuestro tema. Es decir, en un extremo, el misterio de lo sobrenatural y la fe religiosa; en el otro, la moral y los oscuros entresijos del alma humana. En función de esto, podríamos afirmar que, en los últimos años, cada vez que se ha tocado el tema de la conversación con el diablo en el cine, la mayoría de los cineastas se ha inclinado por adoptar el segundo estilo.
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La prueba más clara de esta aseveración lo constituye El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991). El diablo asume aquí la figura prolija y erudita de Hannibal Lecter, arquetipo del asesino serial. En gran medida, el Hannibal Lecter de Anthony Hopkins vino a poner rostro humano al asesino enmascarado o desfigurado del slasher. Sin embargo, la sucesiva repetición de este arquetipo acabó por degenerar en una caricatura: ahí tenemos como muestra hoy ese Funko Pop que es el Dahmer de Netflix. No obstante, debemos ser justos y señalar que no todas las obras posteriores que abordaron la temática de la conversación con el diablo —encarnado en el asesino serial— incurrieron en esta falta. David Fincher, por ejemplo, descubre una faceta inesperada en esa extraordinaria serie llamada Mindhunter. Allí encontramos el recurso básico de nuestro tema: el contrapunto entre lo humano y lo diabólico. Sin embargo, Fincher no intenta apuntalar la figura arquetípica, sino explorar sus orígenes. Compone de este modo una arqueología que, por un lado, expone el costado humano y banal del asesino en serie y, por el otro, exhibe las incertidumbres, las fallas, los pasos en falso del propio método de interrogación. En otras palabras, en Mindhunter Fincher desmonta y deja a simple vista las piezas con la que se ha construido este arquetipo: hace metanarrativa de la conversación con el diablo.
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Black Bird adaptó el testimonio del exconvicto James Keene recogido en el libro In with the Devil: a Fallen Hero, a Serial Killer, and a Dangerous Bargain for Redemption —que se podría traducir como Encerrado con el diablo: un héroe caído en desgracia, un asesino serial y un trato arriesgado para conseguir la libertad—, publicado en 2010. Dennis Lehane —autor de las novelas Mystic River (2001) y Shutter Island (2003) que dieron pie a las películas homónimas dirigidas por Clint Eastwood y Martin Scorsese, respectivamente— se encargó de su desarrollo. El resultado fue una miniserie de seis episodios estrenada en julio de 2022 en la plataforma de streaming Apple TV+. A grandes rasgos, Black Bird sigue las peripecias de James Keene (Taron Egerton), un tipo que sabe cómo caerle bien a la gente, que es diestro para conseguir chicas y que se gana la vida como dealer. Esa buena fortuna se acaba cuando Keene es arrestado y condenado a diez años de cárcel. Al poco tiempo, el FBI le propone a Keene un trato: que apele a su carisma para conseguir la confesión de Lawrence Hall (Paul Walter Hauser) —un criminal condenado por secuestrar a una adolescente, pero de quien se sospecha que ha asesinado a otras niñas y jovencitas— a cambio de su libertad. La propuesta, por cierto, no representa un asunto sencillo. Por un lado, Keene debe trasladarse a una prisión de máxima seguridad y convivir con criminales peligrosos. Por otro, Keene desconoce los entretelones de la personalidad de Hall. De este modo, al aceptar el trato, Keene descubrirá que el verdadero infierno no se halla en las celdas de la prisión de máxima seguridad, sino en los oscuros resquicios del alma de Hall.
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Black Bird mantiene la altura estética que, poco a poco, se está convirtiendo en rasgo distintivo de Apple TV+. Buen ejemplo de este estilo son las series Servant (de la que reseñamos la primera temporada y sus dos restantes), WeCrashed (a la que también dedicamos reseña) y Severance (de la que escribimos reseña y que además analizamos en un artículo de la Revista 24 Cuadros #39 especial series III a lanzarse en pocos días). Black Bird se suma a esta lista de series sobresalientes proponiendo una adaptación con alto grado de suspense, un refinamiento visual que recuerda mucho a las producciones de A24, y un soberbio trabajo de actores. En este terreno, destacan el creciente talento de Taron Egerton para encarnar al carismático James Keene y, sobre todo, la condición camaleónica de Paul Walter Hauser para interpretar al elusivo Lawrence Hall. Cabe agregar que Black Bird cuenta también con el recientemente fallecido Ray Liotta en el papel de policía jubilado y padre de James Keene.
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En cuanto al tema de la conversación con el diablo, Black Bird emprende una de las mejores versiones de estos últimos años. En efecto, Black Bird recorre una senda estética parecida a la que Fincher postula en Mindhunter, pero aplicando una ligera variación: ¿qué tal si quien conversa con el diablo es también otro diablo? A su modo, James Keene no es menos demoníaco que Lawrence Hall. Solo ocurre que las malas artes que uno y otro ejercen corresponden a círculos infernales distintos. Por ende, la conversación con el diablo en Black Bird no solo se sitúa en el infierno, sino que además asume una doble dirección. Y en este ida y vuelta, el peor de los diablos, paradójicamente, acaba por convertir a su interlocutor —diablo también— en un ángel caído en desgracia.