Los ilusos #40: lo nuevo y lo viejo

Hola, ¿Cómo están? Espero que muy bien. En Argentina el fin de semana que pasó fue largo, incluyendo dos feriados. Un rápido sondeo de mis redes sociales indica que se terminó todo. No solo por el turismo, que se recuperó y superó los niveles de la prepandemia, lo cual es muy bueno, sino porque los mismos Estados en sus versiones municipales y provinciales empezaron a realizar eventos masivos. A lo mejor, quién les dice, los megarecitales para 40 mil personas todas pegadas, son un tanto apresurados en un país que todavía no recupera la plena presencialidad educativa.
Más allá de eso, hay una realidad: estamos más cerca que nunca de terminar con esta pesadilla. Y eso también es muy bueno.
Hace unas semanas se anunció la inminente llegada de la edición 36 del Festival Internacional de Mar del Plata con toda una serie de proyecciones de películas que participaron de la última edición en un ciclo denominado “camino al festival”. Lo más importante del anuncio es que el evento será híbrido, con funciones presenciales y también online. El solo hecho de poder volver a pisar Mar del Plata en noviembre y correr del Auditorio al Ambassador o a los Cines del Paseo para llegar a las funciones me pone muy feliz.
La pregunta, que desarrollaremos en entregas futuras, es: ¿qué festival podemos esperar? Recordemos que durante los últimos dos años el INCAA prácticamente ha desaparecido. Sus autoridades, más escondidas que Pepín Simón en Uruguay, casi no se han pronunciado sobre una “industria” que venía muy golpeada desde el macrismo y que la pandemia terminó de romper.
Esta semana tenemos, como es habitual, algunas menciones de estrenos y novedades, una discusión que me parece interesante sobre qué sería el concepto de “nuevos cines” y, al finalizar, como siempre, un libro.
Sin más dilaciones, empecemos.
Radar de novedades: 007: No Time to Die, Britney vs Spears, The Guilty y Venom: Let There Be Carnage
Bueno, al final llegó la última entrega de Bond protagonizada por Daniel Craig. Suelo decirlo en muchos temas y esta no es la excepción: no soy experto en el personaje creado por Ian Fleming. Sin embargo, creo que no es un disparate pensar que esta última encarnación de 007 volvió a poner al personaje en el mainstream luego de los desparejos resultados de los films de los 90, protagonizados por Pierce Brosnan. Arriesgaría a decir, apelando a mi memoria, que salvo Goldeneye (1995) el resto de esas películas no envejeció muy bien, como la mayoría de los blockbusters de aquellos años.
Y no es casual reparar en Goldeneye porque fue el mismo director de esa película, Martin Campbell, el que le dio la impronta a la saga de Craig, con esa gran película que fue Casino Royale (2006). Luego vendrían la despareja Quantum of Solace (2008), dirigida por Marc Forster, y los dos films de Sam Mendes, Skyfall (2012) –mi favorita– y Spectre (2015), quizá para la crítica la más fallida de todas, aunque debo reconocer que a mí me gustó bastante.
Si se miran los años de salidas de las películas, es obvio que No Time to Die debía haberse estrenado algunos años antes, pero aparecieron varias complicaciones, en especial con su director. Luego de la salida de Mendes, Danny Boyle se iba a hacer cargo de la dirección de la película, pero renunció por las famosas “diferencias creativas” con los estudios MGM y Columbia. Su reemplazante fue nada más y nada menos que Cary Joji Fukunaga, responsable de la impronta visual de la primera temporada de True Detective y director de algunas películas dentro del mundo del prestigio como Jayne Eyre (2011) y Beast of no Nation (2015). Con todo esto, la película tenía previsto su estreno en 2020 y, pandemia mediante, todo se retrasó hasta las últimas semanas, para poder darle un lanzamiento mundial a la altura de las expectativas económicas de este tipo de producciones.
Si van a la crítica, encontrarán que hay una opinión dividida con el resultado de la película. En mi caso me gustó mucho y la disfruté aún más, aunque es cierto que puede tener una duración un tanto excesiva (casi tres horas). El principal problema del film es que queda muy pegado con Spectre y, por consiguiente, con las fallas narrativas y de los personajes de esa película. Sin embargo, la cosa mejora muchísimo y la película respeta la esencia y el devenir del personaje. Lo peor, claro está, es un Rami Malek desbordadísimo, cada vez más en el lado Jared Leto de la vida, lo cual, como ya deben saber, nunca es bueno.
El cierre es dignísimo y está a la altura de un gran personaje construido a lo largo de 5 películas por Daniel Craig, que será para siempre, el Bond de mi generación.
Al calor de todo el movimiento #FreeBritney llegó un nuevo documental a Netflix que se encarga de repasar todo el proceso de tutelaje que recayó sobre la princesa del pop durante los últimos 10 años.
Britney vs Spears es una película dirigida por Erin Lee Carr, una documentalista joven y muy interesante, asociada por lo general a HBO con películas como Mommy Dead and Dearest (2017), una película tan increíble como perturbadora, y At the Heart of Gold: Inside the USA Gymnastics Scandal,el “otro” documental sobre los escándalos de abuso sexual cometidos por el médico del equipo de gimnasia artística de los Estados Unidos, Larry Nassar.
Nombrar a Erin Lee Carr es importante para diferenciar esta película de lo que fue el capítulo documental de la serie The New York Time Presents, llamado “Framing Britney Spears”, que salió hace unos meses y que mencionamos en la edición 22 de la columna. A diferencia de ese especial, acá hay una película. Hay un tratamiento narrativo, hay una estructura, hay personajes y hay un desarrollo. El documental omite centrarse en las cuestiones morbosas del caso –no hay mención a la Britney “pelada”– y se trata más de un relato que busca contar la historia de vida de una persona muy popular que hace más de 10 años está secuestrada por un sistema judicial perverso, con esquemas muy dañinos para personas con padecimientos de salud mental que lo que necesitan es, en el mejor de los casos, un sistema de apoyo para vivir con tranquilidad y no que se les aniquile la libertad ambulatoria. Si les interesa el asunto, la película vale la pena.
Es un tipo raro Antoine Fuqua. En encontró en su carrera siendo un director de videoclips muy reconocido en los 90, tuvo dos primeras películas no muy recordadas, The Replacement Killers y Bait, y le llegó una fama inusitada con ese hit maravilloso que marcó las películas de policías para siempre que fue Día de entrenamiento (2001). Sin embargo, nunca logró volver a estar a la altura de eso. Intentó el mundo del prestigio con Lágrimas del sol (2003) o una versión liveaction “realista” de Rey Arturo (2004) y no salió. Quiso volver a cierta fórmula de Día de entrenamiento con Shooter y la cosa salió mejor, pero no alcanzó. La chocó tratando de hacer lo mismo en Brooklyn’s Finest y dijo mah, sí… vamo’ a hacer platita, abandonó cualquier vestigio de ser un director serio de industria y se volcó a los tanques delirantes de los estudios desde Olympus Has Fallen hasta nuestros días. Sin embargo, no todas esas películas fueron desastrosas, la explotación reciente del cine de acción desde Taken (2008) le dio una mano e hizo dos entregas más o menos razonables de The Equalizer con Denzel Washington y filmó también un remake innecesario, pero que no fue un papelón, de Los siete magníficos. Así surfeó la ola y llegó hasta nuestros días donde de la mano de Netflix estrenó The Guilty, una película muy extraña en su filmografía.
Lo primero para decir es que se trata de un film totalmente innecesario. Es un remake de Den skyldige, obra danesa de 2018, dirigida por Gustav Möller, un pibe joven, muy talentoso, que recorrió el mundo por muchísimos festivales y hasta tuvo estreno comercial en varios países. Comprar “el concepto de esta película” y volver a filmarla para estrenarla 3 años después es, cuanto menos, un despropósito total, al que nos tiene acostumbrados Hollywood.
Ahora bien, si se puede dejar eso de lado, la película sorprende para bien, por algunos motivos. Primero, reconstruye muy bien el concepto de película de “cuarto”. Al igual que en el film original, todo el relato transcurre en dos cuartitos de una estación de policía, en donde un oficial sigue un caso mediante llamados que le entran en una centralita del 911. En segundo lugar, está Jake Gyllenhaal que, como protagonista del film, estando casi todo el tiempo frente a cámara, hace un trabajo impresionante. Fuqua filma muy bien todo esto y logra hacer un thriller muy chiquito, pero efectivo. Por supuesto, la mayoría de las cosas provienen de la versión original, pero, así y todo, la película logra sostenerse por su propio peso. Hay ciertos cambios en el relato, cambios canallescos para quienes hayan visto la versión original, pero aparecen más sobre el final. Si vieron la danesa, no tiene sentido que vean The Guilty; si no vieron la danesa, yo vería la original; y si no la consiguen, digamos que esta versión de Fuqua se sostiene por su propio peso.
Por último, hablando de películas innecesarias, la semana pasada se estrenó la segunda parte de Venom, dirigida por Andy Serkis. Let There be Carnage ocurre inmediatamente después de los sucesos de la primera película y nos presenta a Venom y Eddie Brock “profundizando” su relación como simbionte-huésped. En el medio, un asesino en serie condenado a muerte, Cletus Kasady, se obsesiona con él y pide que lo visite en la cárcel. Es obvio que todo sale mal y por esas cosas del destino Kasady termina convertido en Carnage, el otro simbionte famoso del universo Spider-Man.
La película es un delirio, esta vez con mayor tono de comedia, hecho que hace que todo funcione mejor y sea más divertido, pero por supuesto que no deja de ser otro despropósito total, sumado a varias escenas bastante cringe de Woody Harrelson y sus peinados estrafalarios. Creo que podría compararse en términos estéticos, cuasi camp, con las Batman de Schumacher.
Qué sé yo, les diría que la vean a discreción. Si tienen ganas de divertirse y apagar la cabeza un rato, seguro que funciona, pero no mucho más. Lo más importante está en la escena postcréditos, pero eso lo pueden encontrar en YouTube.
Misceláneas atemporales: ¿qué es lo nuevo y lo viejo en cine?
Es habitual, en el mundo del cine y la cinefilia, escuchar los términos vinculados a “nuevos cines” o “nuevas olas”. Bajo ese nombre, por lo general, se agrupa una serie de películas que tienen en común algún tema o tópico fresco o novedoso desde su representación, y que rompen con ciertos tratamientos prestablecidos hasta ese momento por las cinematografías locales. Sin embargo, en el presente, ese término suele ser más un mote publicitario. Lo que intentan las críticas locales, cierto sector de la producción audiovisual y los festivales de cine, es generar la idea o la noción de que un cine está atravesando un momento de mayor apogeo y que por eso vale la pena. Debido a eso se imponen estéticas y cineastas, y se justifica su elección omnipresente en todos los circuitos del mercado de validación artística. Pero esto, además, tiene o puede tener otras explicaciones un tanto más genuinas. Veamos.
Si bien siempre resulta problemático intentar abordar todas las causas de un fenómeno, podrían tomarse como axiomas una serie hechos a nivel mundial y continental que explican el surgimiento de lo que fueron llamados las nuevas olas o nuevos cines hacia finales de los 50 y comienzos de los 60.
Para empezar, ya en la década del 40, el cine estaba consagrado como un arte en sí mismo, con un desarrollo técnico y conceptual propio, que lo liberaba de ser un anexo de otras artes como la fotografía, la pintura o la literatura. Luego de la etapa que Noël Burch denomina Movimiento de representación primitivo, con los pioneros Porter, Méliès, Alice Guy o la escuela de Brighton, y el surgimiento y agotamiento de las vanguardias, una película, El nacimiento de una nación (D.W. Griffith, 1915), se tomó como el puntapié de lo que luego sería reconocido también por el mismo Burch como Movimiento de representación institucional. A partir de allí se establecieron y estandarizaron ciertas técnicas de realización cinematográfica, en lo esencial, lo que luego se llamaría raccord o continuidad, que sería la base para sostener la construcción de la diégesis de los relatos fílmicos. Estas técnicas se profundizaron con el desarrollo industrial del cine en diferentes países y se consolidaron con la llegada del sonido hacia finales del 20, que transformó por completo el tono y la expresividad de las interpretaciones cinematográficas.
El cine, entonces, ya era un arte popular consagrado y contaba con una importancia política analizada por los Estados como herramienta de comunicación y de propaganda masiva. En Rusia, los formalistas y su profundización en el estudio del montaje a partir de la obra de Griffith y las vanguardias, en especial el futurismo, habían encontrado en el registro de imágenes una manera de mostrar y propagar las virtudes de la Revolución de Octubre, lo mismo había hecho el nazismo de la mano de Leni Riefenstahl y, un poco más sublimado, Hollywood de la mano del código Hays y la difusión del American way of life.
La Segunda Guerra Mundial, como evento transformador de la historia mundial, se encontró con una tecnología que podía y que necesitaba registrarla. Esto motivó el desarrollo y la popularización de nuevos formatos y soportes de registro que se amoldaran a las necesidades de la empresa militar. El formato clave fue el 16mm, una película creada por Kodak en 1923 que, a partir de la década del 30, con la adición de la banda de sonido óptico y luego con el color de la mano de Kodachrome, se volvió muy popular y fue el soporte de registro privilegiado a la hora de filmar la guerra.
A su vez, desde el campo intelectual, durante los años 40 floreció toda una discusión y sistematización de la teoría fílmica, tomando como base y punto de partida la fenomenología del realismo en el cine y sus puntos de tensión con el formalismo. La principal discusión estaba puesta en la representación. Si el cine debía o no tratar de representar el mundo real, si era o no un arte heredero de la fotografía y, por consiguiente, si debía sí o sí nutrirse de las imágenes provenientes de la realidad o si podía prescindir de ellas en su totalidad
Estos dos elementos, el desarrollo de los campos tecnológicos e intelectuales, entraron en colisión directa con las imágenes que registraron las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, que transformaron a su vez los cimientos de la epistemología imperante sobre la sociedad en general y sobre el arte en particular. Vale recordar la famosa pregunta de Adorno sobre si todavía era posible escribir poemas –hacer un hecho “artístico” y bello– después de Auschwitz.
Estas preocupaciones sobre qué significaba el cine, para qué se hacía y cuál era su sentido en un mundo de posguerra se trasladaron a diferentes países –el epicentro más estudiado fue Francia–, que gracias a las nuevas tecnologías y al desarrollo conceptual encontraron una mayor libertad en los circuitos productivos para poder hacer películas, ya que los costos eran menores, con otras lógicas discursivas a las hegemónicas hasta por aquel entonces.
Lo “nuevo”, entonces, no solo apareció en un contexto de revolución tecnológica. No se trató solo de sacar las cámaras a las calles. Se dio, además, de la mano del agotamiento de un modelo de representación que necesitaba nuevas miradas. La visión postestructuralista aportó acá una mirada clave. Si el cine podía registrar el mundo real, ese mundo real no era algo inmutable, sino más bien un discurso. Discurso en tensión con otros, sostenido desde una determinada posición de poder y, por ende, posible de ser rebatido, cuestionado y transformado.
Acá es donde cobra mucho sentido la idea del verosímil como categoría de análisis. Ya no se trata de que algo sea verdadero, sino de que sea creíble o posible de ser aceptado como válido en un determinado contexto –o, en el caso del cine, ante un determinado público–. En otras entregas, allá lejos y hace un tiempo, les recomendé un artículo de Christian Metz llamado “El decir y lo dicho en cine: ¿hacia la decadencia del verosímil?”. En ese artículo, además de desarrollar todo lo que mencionaba antes, Metz explica que las rupturas y transformaciones de los verosímiles se dan solo de dos formas, con escapes a través de la utilización de los géneros y sus posibilidades infinitas de reescribirse, o mediante la construcción de un nuevo discurso, capaz de desafiar lo establecido, diciendo cosas cinematográficas de un modo distinto.
Esa llegada de nuevas miradas y nuevas personas provenientes del campo teórico a la praxis cinematográfica encuentra su ejemplo más claro en la relación entre la nouvelle vague y la Cahiers du cinéma en Francia, pero fue un fenómeno que se dio en simultáneo en muchas partes del mundo: en Estados Unidos con el New American Cinema y la escuela de Nueva York, el Free Cinema Británico y las patas locales más importantes con el Cinema Novo, el cine mexicano independiente de los 60 y el Nuevo cine argentino.
A partir de ese momento y hasta nuestros días se ha utilizado el concepto de nuevos cines como sinónimo de ruptura con lo viejo. Como conceptualización de un discurso pujante que puede cuestionar lo ya establecido. Sin embargo, no puede pensarse que esto sea positivo per se y tampoco puede ser inocuo entender cómo esa noción también puede volverse en un mote publicitario. Los festivales, interesados en sostener su lugar de tendencia, cuando buscan lo nuevo también buscan no perder centralidad y, de una manera muy perversa, delinean los cines posibles. A veces lo nuevo, quizá no lo sea tanto. Pasó en Argentina, lo comentamos en otra edición de esta columna.
Como siempre, lejos de clausurar un intercambio posible sobre este tema, solo me interesa dejarlo abierto para retomarlo en otro momento, vaya a saber cuándo.
¿Qué estoy leyendo? Una cinefilia a contracorriente: la Nouvelle Vague y el gusto por el cine americano
Ya que estamos con el tema, y haciendo un vínculo muy divertido con el artículo de Metz, me parece muy interesante recomendar este libro editado por Paidós que recopila toda una serie de artículos publicados en la Cahiers du cinéma, vinculados a dos ejes temáticos: el surgimiento de la nouvelle vague y el cine de Estados Unidos. Lo interesante para pensar es, de nuevo, el vínculo entre los nuevos cines como rupturas de discursos y formas de representación imperantes en juego con los géneros, elemento que ha sido clave en el desarrollo del cine de Hollywood, y también señalado por Metz como la otra forma posible de avanzar sobre la construcción de otros verosímiles.

El libro no está online, pero si lo buscan se consigue con mediana facilidad.
Y bueno, eso fue todo.
Nos vemos la próxima.