Especial nuevo Hollywood: todo por un franco
Desde que Louis Jean Lumière declaró solemnemente que “el cine es un invento sin futuro”, alguien, de una forma u otra, se empeña por tratar de que sea verdad. El 28 de diciembre de 1895, por la módica suma de un franco, se podía entrar al Salón Indio del Gran Café, en el Boulevard des Capucines, donde se celebró la primera función cinematográfica. Duró 25 minutos. Pasaron 10 cortometrajes, La salida de los obreros de la fábrica y El regador regado, entre los más conocidos.
Existen otras fechas. En abril de 1873 Eadweard Muybridge, a pedido de Leland Stanford –ex gobernador de California–, realizó una filmación en la que demostró que los caballos, en cierto momento de la cabalgata, tienen sus 4 patas en el aire, o el 20 de mayo de 1891, fecha en que se realizó la filmación de Dickson Greeting, film en el que el ingeniero William Kennedy Dickson, un empleado de Thomas Edison, saluda al público. Incluso se podría decir que el cine nació cuando los Lumière patentaron su revolucionario aparato, que filmaba, imprimía y proyectaba, el 13 de febrero de 1895. Pero se decidió que quedara en la historia la fecha exacta de la primera función paga, abierta al público, en la que se proyectaron películas en una pantalla, usando un aparato creado a los efectos, en una experiencia colectiva, y no individual, como eran los kinetoscopios de Edison. Arte, negocio y experiencia grupal.
Desde ese momento, hace 125 años, pasó de todo y más de una vez. Y muchas veces más, pasó la parca cinéfila, augurando el fin de los tiempos. El cine se iba a morir con la llegada del sonido, con el star system decadente, con la masificación de la TV, con el blockbuster de verano, con el VHS, con el cable, con el DVD, el streaming y los televisores LCD. En lo personal, más que a todas estas cosas, le tengo más miedo a una pandemia para terminar con la experiencia colectiva, pero supongamos que eso no ocurrirá, y que volveremos a las salas. Paradójicamente, salvo algún bache en el camino, la venta de entradas siguió creciendo año a año. Por supuesto que también creció la población, y se abrieron mercados numerosos, como el chino. Pero ninguna curva se acható.
Notoriamente, uno de los cambios tecnológicos más complejos que tuvo el cine, antes de la llegada del cine digital, fue la filmación en colores. Por supuesto, hubo críticas: de algo tienen que vivir y hablar los pensadores modernos. La más profunda de esas críticas venía desde los autocromos (primeras fotos color, patentadas por los Lumière, cuándo no) y sugería que los colores les hacían perder naturalidad a las fotos, que parecían pinturas. La foto, moral, filosófica y éticamente era en blanco y negro, toda esta pavada dicha a viva voz y golpeando la mesa. Cuando el Technicolor se estableció por fin, la maravilla fue tan grande que se quedaron sin palabras y sin aliento. La discusión sobre el cine sonoro, por nombrar otra de las más mentadas, duró apenas 2 o 3 años.
Ninguna de estas discusiones se prolongó tanto como la del cine digital. El bando tradicionalista sostenía que cine, lo que se dice CINE, es aquel filmado y proyectado en material fílmico, mientras que los que registraban en video, bueno, eran poco menos que “socialeros”, como se les llama a aquellos que graban casamientos, bautismos y demás celebraciones. Esa discusión se zanjó. El cine pasó a ser totalmente digital (con honrosas excepciones), pero en el medio de ese proceso pasó algo más. La industria norteamericana quedó dividida en distintas partes muy marcadas. Por un lado, los estudios se volcaron al megablockbuster, películas de superhéroes y franquicias de altísimo presupuesto; y por otro, los films de terror, de bajo presupuesto, de factorías como Blumhouse y A24, y el cine indie, que es mucho más indie que antes, que surge a través de festivales como el Sundance y coproducciones con compañías de streaming. Hay algunas minifacciones más, como las películas de comediantes populares. Todo lo que estaba en el medio de altísimo presupuesto y bajísimo presupuesto, prácticamente desapareció.
El fenómeno del digital y el fenómeno de la desaparición de la clase media del cine pasaron uno después que el otro. Sin embargo, no pasaron, desde mi opinión, uno a causa del otro. Post hoc ergo propter hoc es una expresión latina que significa «después de esto, eso; entonces, a consecuencia de esto, eso. Y es un argumento falaz, un argumento que parece válido pero no lo es.
El tío Lucas juega con blancas
Limpiemos el tablero. Hagamos memoria. Más allá de la historia de los efectos especiales digitales, las anécdotas de Tron (Steven Lisberger, 1982), de Young Sherlock Holmes (Barry Levinson, 1985) y de Industrial Light and Magic (ILM); y los dinosaurios digitales mezclados con los muñecos en Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993), descontando todos los experimentos, devaneos y artefactos de videoarte, las películas de found footage y falsos documentales como The Last Broadcast (Lance Weiler, 1998), hubo un momento crucial de cambio tecnológico, cuando un gigante industrial, el Elon Musk del cine, llamado George y apellidado Lucas, dijo que volvía a filmar, que iba a renovar la flota estelar, que sería una trilogía, que contaría los orígenes de Darth Vader y que iba a usar cámaras digitales. Era 1999, Episode I The Phantom Menace, primera parte de la trilogía y fue un híbrido entre el viejo y querido 35 mm y el nuevo cine digital. Lucas y la gente de ILM se dieron cuenta de que nadie podía señalar ni diferenciar los formatos y entonces la decisión fue tomada: los episodios II y III serían filmados por completo en digital.
No me quiero poner muy técnico aquí, pero es necesario aclarar un punto: la captación de imágenes digitales tenía 2 opciones de desarrollo, más allá de su imposición en el medio televisivo, donde reemplazaba la tecnología Betacam, que ya estaba de salida. O bien se creaba una nueva imagen, un nuevo look, algo por lo que abogaban los artistas del videoarte, documentalistas y cineastas experimentales, o se trataba de acercar lo más posible a una imagen cinematográfica. Aquí hay algo esencial que entender: en términos puros de imagen, lo que se veía de manera usual en el cine no era necesariamente mejor que otros métodos de captación. De hecho, cuando nos muestran imágenes en 60 cuadros por segundo o a 120 cuadros por segundo, ya sea en The Hobbit (Peter Jackson, 2012) o Gemini Man (Ang Lee, 2019), la imagen es técnicamente superior, el movimiento es más fluido. Pero, en general, la odiamos. Lo que percibimos como imagen cinematográfica es un gusto adquirido con el tiempo y no una determinación cualitativa.
La fórmula técnica que sigue hasta hoy es la de sensores que emulan el tamaño del negativo fotográfico, resolución promedio y lentes excelentes. A pesar de la tecnología que conlleva generar un sensor digital, el cine pudo volcarse de lleno porque George Lucas, Sony y Panavision se las arreglaron para meter una montura de lentes cinematográficos en la cámara digital. El look del cine son 24 cuadros por segundo, y los cristales que se ponen delante. El lente cinematográfico es uno de los bienes perdurables. Guardar una valija de viejos lentes Baltar, Cooke o Panatar es garantía de ahorro. Nunca dejan de servir. Nunca pierden su valor.
Rápidamente, entre 2000 y 2002, el fuego se extendió: Robert Rodríguez filmó el bodoque Once upon a time in Mexico con la cámara que le prestó George Lucas. En Francia, Pitof filmó una superproducción con Gérard Depardieu llamada Vidocq (primer largometraje completo filmado en digital), Alexander Sokurov realizó la proeza en plano secuencia de El arca rusa. Nótese que el germen incluía a un capitán de la industria, a un latinoamericano acostumbrado al “todo por dos pesos”, a un francés de alcurnia, habitual colaborador de Jean-Pierre Jeunet, y a un ruso de pura cepa. No había vuelta atrás.
Y colorín colorado, en las calles de Gerli y de Calcuta empezamos todos a filmar con una Panavision Digital de 50.000 dólares. Redoble de tambores. Risas grabadas. No fue así.
Lucas legitimó un camino, pero los grandes fabricantes de cámaras de cine como Arri (Arnold Richter) o Panavision no tenían sus ojos puestos en el usuario tercermundista ni en el cine indie. No tomaron nota de lo que significaba ese camino, que no solo fue más profundo que el cambio de película por sensor, sino que significó, por unos años, la reformulación de una industria.
Adiós a las chimeneas y el overall
El tema no es solo filmar en una tarjeta de memoria. Lo que significa la tarjeta de memoria es un bypass al paso medio, que era la industria tradicional, la factoría con chimeneas. Hasta el cine digital, uno dependía de las grandes fábricas como Eastman Kodak, que hacían el negativo. Luego esa película iba a laboratorios, donde se revelaba. Luego se dosificaba y positivaba, en el mismo laboratorio o en estudios ad hoc. Más tarde, hasta los ochenta, se iba a una moviola a montar la película. Luego, en los noventa, se digitalizaba y se editaba en digital. Finalmente, se debían crear copias físicas, en positivo de 35 mm para distribuir en las salas del mundo.
Todos estos procesos sumados son el costo real del fílmico. Además, como pasa casi siempre con la industria química, traen aparejados el costo de la innovación. La composición de las sustancias puede ser más o menos sencilla. Pero lo que se paga es el desarrollo. Una aspirina cualquiera puede tener un costo real de centavos. La primera aspirina, muchos millones. En el precio final está esa cuenta. Y el desarrollo industrial del cine siempre costó millones y millones de dólares. No tenemos equipos nacionales, más allá de una marca de luces, porque no tenemos una industria real.
Con el advenimiento del cine y la fotografía digital, Kodak despidió a más de 30.000 trabajadores. Fuji cerró su división fotoquímica. En Argentina, Cinecolor terminó cerrando su planta en Panamericana y San Lorenzo. Pero esto no fue (solo) porque el tío Lucas decidió hacer Star Wars en digital. El cambio estaba en el aire. Lo traía la cámara de fotos digital y luego los celulares con cámaras. El cine independiente se lo encontró en el camino.
Fue Canon, la segunda fabricante de cámaras de foto, detrás de Nikon, siempre más prestigiosa, que un poco de casualidad y un poco premeditadamente lanzó al mercado una cámara de 1800 dólares promedio, la Canon 5D Mark II, que filma en 1920 x 1080 píxeles (cercano a 2k) y acepta todos los lentes EF de Canon, muchos de ellos entre los mejores cristales del mundo. Además, con un sencillo adaptador se podían usar lentes viejos de tecnologías pasadas, que estaban tirados y eran excelentes, como los Takumar que había hecho Pentax en los setenta. El cine recontra indie pasó de filmar con una Camcorder Sony Z1, mucho más cara, y con un zoom estándar, a tener multiplicidad de looks. De repente, teníamos calidad y variedad a un precio accesible.
No contentos con eso, nos empezamos a enterar de que la industria grande, por una vez, legitimaba el chiche. El cineasta independiente –el independiente de verdad, del conurbano, por fuera de todo circuito– está acostumbrado a que sus equipos sean descartados de entrada, y por ende, su trabajo sea deslegitimado de entrada, por subestándar, por no cumplir parámetros mínimos de calidad.
La Canon se utiliza en una apertura en vivo de Saturday Night Live en 2009, luego la adopta la BBC y produce una miniserie. Finalmente, se usa en un capítulo de House MD, una de las series más vistas de 2010. Se suma a la lista, por nombrar los más conocidos, el largometraje Frances Ha (Noah Baumbach, 2012) y múltiples producciones en la que se usó como cámara adicional, o para poner en autos y lugares pequeños, como pasó en The Avengers (Joss Whedon, 2012). Sumando 5 sueldos, los aguinaldos, unos dólares de la abuela, podíamos acceder a casi 2k. La resolución en la que estaban trabajando en la industria, al alcance de la mano. Y de repente veíamos imágenes en las que se lucía el bokeh, se sumaba una sensibilidad variable que nos permitía jugar con la profundidad de campo, al margen de cuanta luz tuviéramos. Veíamos angulares definidos, y veíamos los rostros con un nuevo brillo. Un nuevo mundo. Nos despedíamos de la obligatoriedad del zoom, que siempre asociamos más al video que al spaghetti western.
Nuestra imagen nunca había estado tan cerca. Ni con el bendito 16 mm. Cuando se hablan loas del 16 mm, se habla en realidad de un formato llamado Super 16 mm, y de cámaras mucho mejores de las que accedía el cine croto conurbano argentino. No se refieren a las viejas Bolex a cuerda, que tenían su romanticismo y artesanía, pero que poco tenían que ver con una Aaton Minima, una joya de la ingeniería francesa.
Y terminando de filmar, encima, ese material con esa calidad corría en nuestras PC. El software de edición lo aceptaba. De un solo plumazo había desaparecido el laboratorio y la postproducción carísima. Si un material de esa calidad se podía manipular en una PC más o menos preparada, eso quería decir que estaba por perder sentido el formato físico, como había pasado un lustro antes con la música. Los cines reemplazaban los proyectores de 35 mm por digitales. La película dejaba de ser objetual. Todo fue tan rápido que el Blu-ray ni llegó a establecerse. Estaba en una computadora, que estaba conectada a internet. Game over.
La industria por supuesto subió el nivel de nuevo. Como pasó con la llegada de la TV y el nacimiento de los formatos panorámicos: puso su voluntad y su dinero en una búsqueda frenética del tesoro. Una fábrica que apareció de la nada, como en los cincuenta fue Panavision, surgió y revolucionó todo: Red Digital Cinema. Se fundó en 2005 y en 2007 salió la Red One. El mundo se vuelve loco. Una cámara 4k profesional y relativamente barata. Los test dicen que su sensor es equivalente en resolución a la de la película de 35 mm. David Fincher, Ridley Scott y Peter Jackson la adoptan. Panavision, Arri y Aaton, fabricantes clásicos de cámaras analógicas, cierran la producción de estas y se vuelcan al digital. Arri lanza la Arri Alexa. Por su parte, Sony sigue desarrollando la línea de cámaras que se originó en 1999 con George Lucas, llamada Cinealta, de cámaras carísimas como la F 35 y la Venice, pero que nutre tecnológicamente la línea de cámaras de fotos con capacidad de video, mucho más baratas, como la Sony Alpha 7SII, con sensor full frame, capacidad 4k, y que tiene un costo actual de 1500 dólares.
El cambio se había consumado porque se realizó en todos los estamentos en menos de una década. Los grandes estudios compraban cámaras de cine o las alquilaban a empresas dedicadas al rubro. De repente, cualquier cineasta o aspirante podía acceder a esa calidad. Y no había que gastar más dinero. No había laboratorios. Cambió la cadena de exhibición.
En términos absolutos, se achicó la brecha. El cine sigue siendo caro. Red sacó una cámara de 8k, la Red Monstro, que sale fortunas y el material definitivamente no puede ser ni siquiera reproducido en la misma laptop en la que escribo estas líneas. Arri está fabricando cámaras Large Format, similares al 65 mm. Existen granjas de postproducción, que son las nuevas factorías laboratorio de estos tiempos. Y sin embargo, con un buen guion, un director de fotografía con un par de recursos en la cabeza, y un par de lentes, un cineasta con conocimientos puede aspirar a una calidad mucho mejor de su producto final que hace 25 años, a un relativo bajo costo. Y lo que es más importante, y que suele dejarse de lado, al final de la línea, en la cadena de exhibición, es factible llegar con recursos modestos a puro esfuerzo.
Reitero, aclaro, amplío: hoy por hoy, se podrá tardar 2 años, pero se puede filmar con una cámara de 1500 dólares y postproducir en una computadora del mismo valor y es factible llegar con una copia digna a proyectar en una gran pantalla. Por supuesto que es voluntarista y que es mejor hacerlo con recursos y con una industria atrás, pero era algo totalmente imposible en 1995. Había que alquilar una cámara, comprar negativo, filmar con kilos de luces, revelarlo, dosificarlo, digitalizarlo o montarlo, sonorizarlo y volverlo a copiar. Participaban decenas de personas en el proceso, y era carísimo.
Pero (siempre hay un pero) la defensa del fílmico es necesaria. Si el cine tiene un look, una estética, y ese look no se basa en valores cualitativos sino que se sostiene en la idea del acervo cultural, lo que hemos visto y retenido, la forma primigenia; si el digital optó por el camino de parecerse al fílmico; si incluso la generalidad de los films usa la tecnología para agregar efectos que lo hagan parecerse al fílmico (veamos Mandy de Panos Cosmatos), es deseable que el formato original, el parámetro no desaparezca. Si se hace inviable económicamente y se desmonta la precaria estructura residual que hoy en día sigue fabricando negativo, revelando y positivando, ese circuito no se reconstruirá jamás: esto está demostrado por la historia. Nunca se reconstruyó el mecanismo que hacía posible el Technicolor, ni aun cuando años después se demostró que eran las copias en ese sistema las que tenían mejor perdurabilidad de color, y jamás se reconstruyó el sistema de diapositivas Kodachrome, a pesar del pedido de los mejores fotógrafos del mundo. Es, sencillamente, imposible. Son procesos técnicos que se construyen una vez, y se mantienen. La resurrección es inviable.
Por eso, si Tarantino, Paul Thomas Anderson o Christopher Nolan quieren seguir haciéndolo a la vieja usanza. Si los estudios los acompañan, si el público lo disfruta, bienvenido sea. Soy partidario de que todas las formas tengan su espacio y me encantaría una sala de 70 mm que proyecte clásicos. Tal vez un día la Cinemateca Argentina se haga realidad y veamos ese sueño concretado.
El CMOS es inocente
Desde que llegó el cine digital se vive un auge de producciones de mediano costo… sería una frase que sonaría lógica y verosímil. Sin embargo, es más correcto afirmar la siguiente hipótesis de trabajo: a pesar del cambio de producción ocasionado por la tecnología digital, los estudios dejaron de producir películas de costo medio.
“La aristocracia no sobrevivió siendo intransigente”, dijo en cierto momento Lady Grantham en Downton Abbey, y el negocio del cine tampoco. El cine de estudios, el que se consume mayoritariamente en el mundo, mató a sus hijos más preciados. Liquidó el thriller, el courtroom drama (las películas de juicios) y casi todos los policiales. Los cortó de cuajo. Los fulminó. El culpable no fue el CMOS, tal como se llama el chip con el que se hacen las cámaras digitales.
Decía antes que en 1999, George Lucas, uno de los mejores exponentes del blockbuster de verano, e ilustrísimo participante de la generación que cambió Hollywood en los setenta, estrenó Star Wars Episode I The Phantom Menace. La recaudación fue de mil millones de dólares. Las siguientes partes sumaron otro billón de dólares.
Pero eso no fue lo único que pasó en esos años. En 2001, Peter Jackson estrenó la primera parte de The Lord of the Rings. La trilogía recaudó 3 mil millones de dólares. El mismo año, Chris Columbus dirigió la primera Harry Potter. Se terminarían haciendo las 6 novelas restantes, en 8 películas, durante una década. La recaudación fue de 7700 millones de dólares.
Estamos hablando de una maquinaria casi imparable. Es preciso entender el fenómeno más allá de los suspicaces defensores del arte, que no quieren que se hable de dinero. Cuando esta gente se encuentra con una recaudación de este tipo, no la embolsa y se va a leer a Dostoievski. Lo que hace, usualmente, es ir por más.
Tanto Star Wars, como The Lord of the Rings, como Harry Potter son fenómenos multiplataforma. Se mueve la aguja del mercado editorial, de los videojuegos, los juguetes, el merchandising y hasta los parques de diversiones. Se invierte dinero, se construyen más artículos de consumo. Las compañías, a su vez, son corporaciones con muchos tentáculos. En esos años, uno de esos tentáculos le dice al otro que mire el mercado musical, que los Rolling Stones siguen llenando estadios, que los box sets de Pink Floyd venden más que una banda nueva, que U2 tiene la gira más taquillera de la historia.
A alguien se le prende una lámpara en algún lado y dice: “no son los adolescentes los que tienen el dinero para mantener este mercado moviéndose, apuntemos a la generación X”. Y bum, la venta de nostalgia empaquetada pero con luces lindas se convierte en lo nuevo.
Agarrar algo viejo y reempaquetarlo es un arte en sí mismo. Se probó con el remake y con la precuela, pero después de muchos experimentos, optaron por una modalidad muy presente en los cómics, que es la del “universo”. El negocio es la venta de universos. Todo es un universo.
La pregunta real no es por qué Hollywood optó por este camino de franquiciar hasta el agua de los floreros, sino por qué la generación (si es que tal cosa existe) entre los 35 y los 45 años, que es a la que pertenezco, se volvió tan nostálgica. Más que un tango. La respuesta optimista es que añoramos cosas que eran tan buenas que vale la pena extrañarlas. Que cuando éramos chicos se estrenaban –con sus nombres en castellano– las películas de Indiana Jones, Volver al futuro, La historia sin fin, Laberinto y Los Goonies, y las sagas de cómics habían alcanzado niveles de refinamiento y complejidad, que los llevaban a rebootear a todos sus personajes. Por otro lado, la respuesta pesimista es más oscura. Somos una generación perdida. Un tránsito entre los millennials y los que fueron adolescentes en los ochenta. Somos la generación del grunge, pura angustia adolescente. El poeta de nuestra era vivió con dolor de estómago y medicándose con heroína. Luego se pegó un tiro con una escopeta, después de destronar a los Guns and Roses y a Metallica de los rankings. Nuestro cineasta insignia tiene 73 años y después del 11 de septiembre tuvo tal cagazo que su visión del mundo cambió y los extraterrestres se volvieron malos. Alimentamos nuestra adolescencia con Mulder y Scully, intriga y tensión sexual, ambas sin resolver. Fuimos la última generación que tuvo que juntar plata para acceder a contenido y luego nos pusieron todo el contenido del mundo a un clic de distancia. Estamos dispuestos a pagar plata por el formato físico y a bajarlo, todo al mismo tiempo. Somos los mejores consumidores del mundo.
Era lógico que vinieran y nos tirasen el puto Universo Marvel por la cabeza, que es amplio, es diverso y está interconectado. Era de manual. Fuimos nosotros mismos los que lo pedimos. Como verán, no suscribo a varias ideas, muy en boga en las escuelas de cine y en ciertos estamentos de la sociedad. Una de ellas es que esa entidad amorfa llamada “Hollywood” moldea las mentes y corazones de las sociedades, en especial las occidentales, para convertirlas en sus súbditas. Ni siquiera pienso que no les falta intención: directamente pienso que es imposible. Creo que lo que mejor hacen es leer a un sector del público, potencial consumidor, pagador de entradas, y se reinventan en función de ello. No hay un plan maestro.
Recuerden la anécdota de Kevin Smith, mientras estaba guionando un proyecto de Superman (el de Tim Burton), en la que el productor John Peters (ex peluquero de Barbra Streisand y productor de Rain Man y Batman entre otras) lo cita a su mansión y lo recibe listo para jugar al tenis. Le da pautas para el guion de Superman Lives, en las que le dice que Superman no vuele, que no tenga el traje y que en el tercer acto de la película haya una pelea con una araña gigante. Como la película se cae, el mismo productor termina haciendo Wild Wild West (Barry Sonnenfeld, 1999), con Kevin Kline, Will Smith y Kenneth Branagh, que casualmente es un villano en un cuerpo de araña gigante metálica.
Por supuesto, vi el capítulo de Los Simpson en el que cantan Join the Navy. Entiendo la publicidad encubierta y la subliminal y que Michael Bay y Tony Scott han caído en ello, sobre todo para obtener autorización para usar juguetes caros. Pero no existe una organización en las sombras, una sinarquía internacional. Es falso. Y a veces me da un poco de vergüenza ajena que se piense en eso, y lo que es peor, se termine hablando de “Los protocolos de los sabios de Sion”, y que es toda una conspiración judía.
Saga, no te vayas nunca
Los Universos son sagas diversificadas. Borges escribió: “Se trata de literatura que se produjo principalmente en Islandia y con la cual este país se ganó un puesto en la literatura universal, en particular por lo que se conoce como las sagas y las eddas”.
Según los estudiosos islandeses, se han conservado en total 160 sagas que se encuentran en diversas fuentes, predominantemente islandesas clasificadas en 5 grupos: Sagas de los islandeses (Íslendingasögur), Sagas contemporáneas (Sturlungasaga), Sagas de reyes (Konungasögur), Sagas de obispos (Biskupasögur) y las Sagas arcaicas (Fornaldarsögur)
Las sagas de los islandeses son las más conocidas. Narran la historia de una familia, un clan, unas generaciones o un personaje –héroe, vikingo, desterrado o poeta– en Islandia durante la Edad de la colonización (874-930) y el primer siglo de la República Medieval Islandesa (930-1060). Sobre este sentido de la palabra se ha llegado a crear un tipo de género literario contemporáneo, pues saga es el término usado para designar novelas que narran la historia de una familia o un clan durante generaciones.[1]
La serialización de las películas no es novedad, se hizo en el cine desde los años veinte. La reiteración de personajes, por dar un ejemplo, era inmensamente popular a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Tan popular que Sherlock Holmes fue liquidado por Sir Arthur Conan Doyle y resucitado años después. Agatha Christie, Patricia Highsmith, Raymond Chandler y un millón más. Somos adictos a personajes que conocemos. Y nos hicimos adictos a la idea superadora de eso, que son los mundos que conocemos. A su vez, muchos escritores son reticentes a abandonar sus creaciones. Tenemos una relación simbiótica. Y cuando se da el paso en falso, cuando la saga llega al final, tenemos una suerte de horror vacui, como se retrata en Misery, en que la lectora pierde la cabeza ante ese vacío y asume el papel de deus ex machina para torcer el destino marcado por el escritor. Stephen King nos conoce mejor que nosotros mismos.
Sumemos entonces que la saga y la serialización eran recursos harto conocidos. Que el cine incluso tenía exponentes previos hiperpopulares (¡James Bond!), que la industria cinematográfica estaba ávida de universos, que había una generación que desde chica se había acostumbrado, mediante los cómics, a las historias interrelacionadas y a la vieja idea de J. R. R. Tolkien de absoluta coherencia y concordancia interna. El terreno estaba listo para lo que vivimos hoy. La literatura lo sabía, pregúntenle a George R. R. Martin, a Brandon Sanderson o a Robert Jordan (mejor a Jordan no, porque se murió). Pregúntenles a los autores de policiales, y sus universos de detectives, hoy caldo de series, en todo el mundo, como Michael Connelly, Andrea Camilleri o Collin Dexter.
La industria de la nostalgia es expansiva y cara de producir. Y encima, en números, es totalmente despiadada. Estamos hablando de películas de 150 millones de dólares diseñadas para ganar 2000 millones. El thriller de mediano presupuesto es una película de 50 o 60 millones, que gana, con suerte, 200 a 300 millones de dólares. Y es mucho más susceptible de salir con lo hecho o, incluso, perder plata. Los estudios destinan sus recursos, y los de sus socios, que son esas corporaciones financieras que aparecen al principio, en el gran presupuesto. Dejan entrar, para poner dinero, a los chinos y a los árabes, que a su vez les abren mercados multitudinarios.
El modelo de la hipernarratividad
Si algo hacía falta en este combo era una válvula de escape. ¿Qué hizo Hollywood con sus miles de millones de dólares ganados con las franquicias? Invirtió en cable y puso plata en streaming, aunque no se lo pudo adueñar del todo. Warner se compró HBO. Hulu y Sony van de la mano. Netflix, que era un retailer de DVD, se convirtió en un gigante. En el camino se asoció con todos desde Paramount hasta Disney, que a su vez abrió su propio streaming Disney+, y Amazon y Apple, que venían de otros lados, se pusieron un kiosco también. Tienen un flujo de efectivo bestial y la industria del entretenimiento da dividendos y, sobre todo, es divertida.
Los policiales, los thrillers de mediano presupuesto, los dramas jurídicos, todos esos géneros, que fueron víctimas del cine franquicia, fueron recibidos con los brazos abiertos por las compañías de streaming, que encima, y como si fuera poco, se hicieron un festín de sagas con ellos. Lo que era una película, se convirtió en miniserie, las miniseries en series, las series a su vez tienen precuelas y spin offs.
Este modelo de hipernarratividad es el fenómeno más criticable. La desmesura. Donde había 2 líneas, hay 5. Incluso les ha pasado a los documentales. Lo que se contaba en 90 minutos, hoy se convierte en 300 minutos (6 capítulos de 50 minutos). El pasaje de poder a manos de los guionistas se dio en la TV, y los guionistas desataron toda su furia, recortada por los productores y directores durante años. La boca hambrienta del streaming pide horas de contenido. Tenemos series bien escritas, y películas mal escritas (¡Martha!). La paradoja es que las series, no por estar bien escritas, son necesariamente disfrutables. Por su puesto, esto es subjetivo. Lo que no es subjetivo es que no exista más el cine mediano industrial norteamericano, que fue el que revolucionó el medio. Allí se criaron Scorsese, Coppola y De Palma. Por allí transitó Lucas, antes de Star Wars, y puso un pie una vez Spielberg, antes de convertirse en un gigante. Es el cine de Sidney Lumet, William Friedkin, Alan Pakula y Peter Bogdanovich. El medio de los directores perdió una de sus vertientes más valiosas, que eran aquellas producciones en las que se ponía el suficiente dinero para que el director pudiera hacer su arte, y al mismo tiempo la presión por generar dividendos no era tan extrema. Robert Altman cuenta que se pudo salir con la suya con M.A.S.H. (1970) porque los ejecutivos de la Fox estaban muy ocupados con Tora! Tora! Tora! (Richard Fleisher, 1970) y Patton (Franklin Shaffner, 1970), que eran mucho más caras. La historia del cine es la historia de esas películas.
Los guionistas huyen de un cine que no los quiere hacia un medio que les firma contratos de millones de dólares. Antes eran conocidos por un puñado de estudiosos, y no los dejaban ni entrar al set, y hoy son rockstars, conocidos por todos, capaces de incluso de dirigir los 10 capítulos de una temporada sin despeinarse. Nació la figura del autor de TV, y de repente Sam Esmail (Mr. Robot, Homecoming), Noah Hawley (Fargo, Legión), Matthew Weiner (Mad Men), Vince Gilligan (Breaking Bad, Better Call Saul), Ryan Murphy (Glee, Nip Tuck, American Horror Story, Hollywood), David Simon (The Wire, The Deuce) o Damon Lindelof (Lost, The Leftovers, Watchmen) son los nuevos innovadores reales, con una relevancia comparable a la de la generación de los setenta hollywoodense.
¿Cómo no íbamos a entrar en esa fase de hipernarratividad, universos y sagas, si justamente les entregaron a los guionistas las llaves del reino? La necesidad de más horas de material se conjugó con quienes quieren tiempo para desarrollar tramas y personajes, para alimentar a nostálgicos que no pueden ver que llegue el final de un relato que les gusta.
Paredón y después
El espacio equivalente a ese cine, en cuanto a géneros elegidos (el thriller, el policial, las heist movies) y valores de producción, más allá de la voracidad de los servicios de streaming, fue ocupado por las cinematografías locales. El cine argentino, en su variante más industrial y cara, en su modalidad de superproducción, se cuela en el que otrora fuera el espacio del cine americano medio. Lo hace a sabiendas de que no habrá, en su fecha de estreno, una propuesta parecida, y por ende, se sospecha que habrá dividendos. Como a seguro se lo llevaron preso, lo hace a caballo de un star system vernáculo y pequeño. Pero que existe. Así fueron factibles El Clan (Pablo Trapero, 2015), La cordillera (Santiago Mitre, 2017), Acusada (Gonzalo Tobal, 2018), El Ángel (Luis Ortega, 2018) o El robo del siglo (Ariel Winograd, 2020), con apoyo en muchos casos de Warner y Fox para su distribución.
El cine industrial norteamericano está en una fase Cinerama. Gran pantalla, enorme espectáculo. Lo hace a sabiendas de que el streaming está en su pico. La diferencia de hoy con los años cincuenta, es que esta vez son ellos, y no las emisoras de radio, los que tienen participación en el negocio. El momento es interesante. Hay un medio ávido de contenido audiovisual –el streaming no es solo Netflix– que no hace asco a casi nada. Compran clásicos, compran documentales y hasta hay espacio para formas experimentales. La plataforma nacional, Cine.ar, tiene un crecimiento sostenido, que se verá favorecido cuando funcione de manera correcta en los televisores Smart, cosa que hasta hoy no ocurre.
La cinematografía argentina, a mi parecer, debe ir hacia un modelo mixto, donde se produzca de manera diversa para ambas pantallas. Es la forma de tener una industria audiovisual sana, y reemplaza al faltante de estos años, que es la ficción de TV, de la que vivían cientos de actores y técnicos.
Unos párrafos atrás mencioné que había posibilidades de hacer cine con poco, y con calidad suficiente para llevarlo a una pantalla o, cuanto menos, que lo pasen en un festival y así lograr ser visto y encontrar un público, como fue el caso de El estudiante (Santiago Mitre, 2011). El paso siguiente después de ese semillero es el ingreso a un sistema industrial. Hoy la forma de industrializar el medio es mediante el streaming. Se llame Netflix, Amazon, Mubi, Cine.ar o Flow. Los popes argentinos del séptimo arte podrían poner un pie en la puerta, si no es como directores, como productores. Steven Spielberg lo hizo en los ochenta, en el cine y la TV. Produjo a Robert Zemeckis, a Joe Dante y hasta a Tobe Hooper. En vez de esa modalidad, que es la que de una vez por todas complementaría el sistema necesario pero prebendario de la financiación del INCAA, tenemos largas charlas de café hablando sobre la misma cantinela de los sabios de Sion y el mensaje de la CIA. Al mismo tiempo, Hollywood se alía con capitales chinos, y de repente no puede haber gays en Star Wars. Y nadie dice nada. Chino, Mao, bueno, Hollywood, John Wayne, malo, es el pensamiento lineal. Seguramente es más complejo. Necesitamos que el medio, en vez de aplaudir una isla de fantasía de Marchi, se plante con la Ley del Cine y la Cineteca, que aseguraría no solo el patrimonio, sino la restauración y la provisión de materiales de todas las épocas y todos los estilos a un público hambriento de variedad.
Desconfío mucho de los sectores anti industriales en el cine, y eso al mismo tiempo no me hace pensar que los subsidios del INCAA no sean necesarios. Todo lo contrario. Necesitamos un medio robusto, variado y dinámico, que entienda tecnológica y productivamente el mundo de hoy. Que sea apoyado por el Estado cuando la propuesta no tenga un mercado interesado, y sea apreciado por el mercado cuando sea de evidentes atractivos. No hay pecado peor que tener las posibilidades y los medios y no entender cómo funcionan. Lumière pensaba que el cine no tenía futuro. Menos mal que el mundo no le prestó atención. Hagamos como el mundo.
Esta y más notas en el próximo especial en PDF de la Revista 24 cuadros
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[1] Erlendsdóttir, E. (2008). “La definición de la voz saga en varios diccionarios monolingües españoles”. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
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