Contra la crítica, a favor de Nolan & Dunkerque

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(Esto no es una reseña)

Los que integramos esta revista solemos decir que no hacemos crítica cinematográfica. Nos cuesta alinearnos con esa idea reduccionista, un poco mal asociada a la ética kantiana, desde la cual cada uno debe realizar un juicio universal y acabado de las cosas solo porque puede. Muchas de estas expresiones se convierten en discursos vacíos en época de blogs, redes sociales e Internet. Se afirma con grado de certeza total algo que no se conoce, sino que se pretende conocer, y se plantea como definitivo.

Esta idea de las cosas nos transforma en “hinchas de la hinchada”. De este modo, la crítica –aquí por supuesto estoy hablando de la local, la cual lamentablemente conozco bastante bien– cae en el peor error de todos, que es pensarse autónoma e independiente de la obra referenciada, como si tuviese una vida propia por fuera de ella.

El crítico se piensa entonces a sí mismo como un ser intelectualizado, racional, elegante y dotado de un conocimiento categórico. Pero no se detiene allí, no solo dice conocer lo que nadie más, sino que además manifiesta la obligación de decirlo. Como si su opinión erudita cumpliese una suerte de función social significativa.

Al final del día, propone una especie de ejercicio didáctico mediante el cual se generará una transposición de conocimientos hacia el realizador confundido que, sin duda, no entiende su propia película y no supo cómo hacer bien lo que se planteaba. Dentro de este esquema, el espectador deja de importar, el ejercicio de la crítica cinematográfica se vuelve aleccionador y abandona su espíritu de divulgación o difusión de un arte. La supuesta función social de su mensaje termina siendo, en consecuencia aparente, una simple mímica que expresa como subtrama la idea de alguien que sabe y alguien que no.

Finalmente, sucede algo aún más peligroso (como si fuera poco). Alejados de cualquier complejidad del pensamiento posestructuralista, el crítico les otorga al cine y a los cineastas el rol preponderante de ser los distribuidores de las redes de poder en la sociedad. Una película pasa entonces a ser más importante que cualquier decisión política en un Estado, al mismo tiempo que el realizador se vuelve cómplice de toda una serie de entramados sociales que lo exceden.

Todo esto, entiendo que parece una exageración, lamentablemente no lo es. Así de descabellado es el razonamiento de gran parte de la cinefilia local (esto ya supera a los críticos). Alcanza con leer sus sitios, revistas o escuchar sus comentarios en los podcast de turno.

Por supuesto, una película es política. Negar eso es una tontería. Lo que resulta un poco obsceno es pensar ese ejercicio político (el hacer cine) de un modo más preponderante que el desarrollo de cualquier profesión o la realización de cualquier acto en sociedad. Para este microclima el cine parece ser el acto político por excelencia, el más trascendental.

Este tipo de posturas, señaladoras, aleccionadoras, por lo general, no vienen acompañadas de una correspondencia con el propio trayecto de vida. Se juzgan las películas y los directores de cine de modo maniqueo y falaz: “Esto es malo porque digo que lo es y lo justifico con cierta fundamentación teórico-política; y esto es bueno por las mismas razones, pasa que esta película me gustó (o la voy a programar en un festival o es de un amigo)”.

Se les pide paradójicamente a los cineastas, a las películas y a los espectadores que hagan un análisis lineal que escape de cualquier contradicción. Como si eso no fuera inherente a todo lo que hacemos.

El crítico en consecuencia miente, engaña y evita la realización de cualquier ejercicio de parresia posible. Es decir, confrontar su postura de vida con el ejercicio efectivo de esa vida. Para simplificar: preguntarse si sus actos se corresponden con sus dichos. Si vive como dice que hay que vivir.

Mi intuición, y aquí voy a prejuzgar, es que ninguno de ellos pasaría este examen. Vivir en ese esquema de definición política total, absoluta, consecuente y lineal implicaría la entrada en una espiral de esquizofrenia utilitaria sin salida.

Como puede verse, me es dificultoso pensar que este mundo donde los críticos son más importantes que los artistas sea saludable. Me genera un poco de escalofríos para ser sincero y me hace sentir que estamos inmersos en un ambiente condenado a perecer en su propia mediocridad.

Su idea esconde, además, un mensaje subterráneo extremadamente elitista: Si hacer cine es algo tan preciado, tan importante y tan solemne, solo algunos pueden hacerlo. Aquellos que no lo dañen, que lo mantengan impoluto. La noción entonces de un realizador en formación, que acierta en el error, aparece desterrada. Hacer cine bajo esta óptica es un don, y se requiere una habilidad innata similar para poder apreciarlo. No es para cualquiera.

Un escenario así no deja otra opción que oponerse políticamente –vaya la ironía– a la idea que la hinchada sea más importante que los jugadores. A que los críticos sean más influyentes que quienes hacen las películas y, por sobre todo, a tomarse al cine como el acto político más importante y determinante de la humanidad. Al fin y al cabo, hacer una película no es más importante ni más solemne que comprar un Capitán del Espacio.

Al momento de referirse a Jean Cocteau, Truffaut relata en Las películas de mi vida:

«Cocteau, por el contrario, estaba en todas partes, le interesaba todo, ayudaba en todo y a todo el mundo. ¿Debemos pensar que eso restaba valor a sus opiniones? No lo creo así, ya que sus eslóganes, escritos o hablados, tenían tal precisión poética que más que una descripción, constituían una verdadera antropométrica de la obra o del artista al que había decidido apoyar.

Sabía muy bien que entre la gente que le pedía ayuda había un porcentaje de falsos talentos, pero estoy seguro que pensaba: ‘El más mediocre de los artistas vale lo que el mejor espectador’. Él, que siempre se exponía, había elegido sistemáticamente el partido de los que lo hacen (Truffaut, 1975).»

Más claro, imposible.

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La confusión es entonces tan grande en este mundo hiperventilado de odio, opiniones a un click de distancia y palabras gratuitas, que se nos hace creer que cualquiera puede decir impunemente que Christopher Nolan “filma mal” y convertir esas palabras, así sin más, en verdaderas, como si el solo hecho de pronunciarlas las dotaran de realidad.

Lo mismo sucede con los entusiastas comunicadores que opinan libremente sobre “ritmo, montaje o impacto visual”, casi como si se tratara de una receta de cocina cuyas palabras se mezclan para conformar un correcto texto aprobado por su club de amigos.

Por supuesto, todo esto no es más que el daño colateral que debe soportarse en pos de la libertad de expresión y la presunta pluralidad de voces en los tiempos que corren. Precio que pagamos, mas no sin oposición.

Este extenso prólogo –probablemente más largo que la reseña en sí misma– explica, entiendo, las verdaderas razones por las cuales no ejercemos la crítica cinematográfica: básicamente no creemos en ella.

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Hablemos entonces, finalmente, de Dunkerque, probablemente la mejor película de Nolan y, de seguro, una obra de la que habrán escuchado hablar pestes por allí.

El querido Chris se toma la película como un desafío y, a lo Diego Armando, señala a sus detractores rebatiendo uno a uno los endebles argumentos que hemos escuchado hasta el hartazgo:

“Se explica todo hablando”;

“Las escenas de acción están todas mal filmadas”;

“Es pobre la dirección de actores”;

“El juego estructural-narrativo no tiene sentido”;

“Michael Caine me explica la película”.

El resultado es una película con escasos diálogos, tres líneas narrativas en un supuesto montaje paralelo –que no es tal– y el mejor actor de una generación, Tom Hardy, en su performance consagratoria.

Ah, me olvidaba. Michael Caine acá no explica nada.

La película cuenta de un modo maravilloso lo que probablemente haya sido la operación de rescate más estúpida de la Segunda Guerra Mundial: la evacuación de la costa de Dunkerque. Nolan le asigna un elemento diferente a cada una de sus líneas espacio-temporales. Mientras que tierra dura una semana, agua se desarrolla en un día y aire en una hora.

Al igual que el resto de la filmografía del director, Dunkerque es un mecanismo de relojería. En este caso, el desafío se encuentra en generar una pieza que crezca constantemente en tensión y dramatismo a niveles insoportables. Podría decirse en este sentido que se trata de una película que no tiene primer acto. La presentación de los personajes es mínima y esconde a su vez dentro de esa pequeña peripecia introductoria todo lo que la película desarrollará luego: la idea del escape frustrado, reiterado e imposible.

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El relato necesariamente se apoya en la música de Hans Zimmer, no podría sostener tamaña tensión sin recurrir a aquella manipulación espectatorial. Manipulación cuestionable pero efectiva, precisa y contundente.

En la paradoja y en la confusión, Nolan no se traiciona. Continúa con la apuesta narrativa, la pone por encima de cualquier gesto patriotero innecesario. Elude contar una película sobre la Segunda Guerra Mundial, intenta construir un ensayo sobre el escape y los límites de la frustración. Por supuesto, no es ningún imbécil, no se tira en contra de la industria y, tal vez, su propia idiosincrasia, pero trabaja un límite fino y sutil. Frontera que le permite que Warner le dé millones de dólares para gastar en su película y estrenarla en todo el mundo.

Dunkerque probablemente sea una película de transición. Hace algunos años, cuando todavía estas existían, hubiese sido una película de presupuesto medio, como Seven. No se sabe a ciencia cierta qué será lo próximo que haga nuestro querido Christopher, de ser James Bond, seguramente se relanzará –otra vez– la franquicia.