En busca de los subgéneros perdidos #4: Niños malditos en el cine, parte I

Existe un pequeño libro de J. G. Ballard –pequeño por su extensión, apenas 140 páginas– titulado Running Wild (traducido como “Furia feroz”) que fue publicado en 1988 y pasó bastante desapercibido tanto para la crítica como entre sus lectores. Si bien es cierto que esta nouvelle no está a la altura de otras obras suyas como La sequía (1964), La exhibición de atrocidades (1970), Crash (1973), Rascacielos (1975) o El imperio del sol (1984), lo interesante es que contiene varias de las ideas y obsesiones de la última etapa de Ballard como escritor, además de un estudio sociológico de las sociedades cerradas, los pueblos idílicos –de gente rica, digamos–, la crianza y el comportamiento de los niños, y la locura colectiva. Pero además tiene un misterio, un whodunit hitchcockiano que pienso revelar a continuación porque: 1) esto es una revista de cine y no de literatura, por lo tanto, vale spoilear libros; 2) me sirve como puntapié inicial para hablar del subgénero que voy a abordar en esta entrega; 3) todas mis notas contienen spoilers ¿por qué debería cambiar justo en esta?; 4) el que avisa, no traiciona.
El libro está narrado desde el punto de vista de Richard Greville, asesor psiquiátrico de la policía londinense que trabaja sobre un caso inquietante: la masacre de todos los adultos en un lujoso barrio cerrado de Londres y la desaparición de los niños que allí vivían. A través de las entradas del diario de Greville se nos devela, poco a poco, la trama, las teorías de los investigadores y el explosivo plot twist final: los perpetradores de la masacre, los asesinos violentos y en masa, son los niños. Y la razón por la que este es un giro de la trama que nadie ve venir –ni los personajes de la novela ni los lectores– reside en el corazón de la fortaleza y la ventaja de los niños malditos: nadie desconfía de ellos. Incluso con todas las pruebas que inclinan la balanza hacia ese lado, la sociedad se niega a creer que los hijos de una idílica comunidad de millonarios puedan ser asesinos a sangre fría. Quien acepta que su hijo es un asesino, acepta su fracaso total como padre. Entonces ¿quién puede desconfiar de un niño? y, aún peor, ¿quién puede matar a un niño?
Los niños de la isla, los niños del maíz
Vamos a tomar como epicentro de este subgénero a la película ¿Quién puede matar a un niño? (1976) del español Narciso Ibáñez Serrador. No es la primera ni la mejor, pero es una clara influencia para todo el cine de niños malditos que la sucedería, y además es mi favorita. Enmarcada dentro del fantaterror –nombre genérico con el que se conoce al cine de terror y fantástico que se produjo en España durante las décadas de 60 y 70– la película de Ibáñez Serrador tiene un inicio desconcertante, falto de ritmo y excesivamente crudo: durante 7 minutos y 30 segundos bombardea al espectador con imágenes de archivo documentales reales de niños enfermos, desnutridos, en campos de concentración, asesinados por la guerra, sufriendo hambrunas, rodeados por moscas, llorando de dolor. Lo más probable es que en los primeros sesenta segundos hasta el espectador menos avispado entiende la muy poco sutil intención de Ibáñez Serrador, por lo que su insistencia en atormentarnos con niños torturados durante cinco minutos más es difícil de entender, y más si tenemos en cuenta que nada de lo que veremos a continuación es tan terrible como esas imágenes de archivo. Por eso lo mejor es olvidar esa introducción morbosa es ir directamente a la película: una pareja de turistas, Tom (Lewis Fiander) y Evelyn (Prunella Ransome), viaja a una isla catalana para transitar unas relajadas vacaciones, pero apenas llegar notan con extrañeza que el pueblo está por completo vacío de adultos y solo hay niños dando vueltas. Niños extraños, que con el correr de las horas se muestran como lo que verdaderamente son: asesinos despiadados que entienden la violencia y el homicidio como un juego. La película de Ibáñez Serrador utiliza de forma inteligente ciertos topos de subgéneros del terror como el folk horror y el terror psicológico –pero también del spaghetti western– para crear un relato de horror que se apoya con firmeza en la irrupción de lo espeluznante –en la acepción de Mark Fisher– y la deformación de la realidad, el uso inteligente del espacio fuera de campo, la manipulación del sonido off y las variaciones de plano. La llegada de extranjeros a un pueblito cerrado donde claramente no son bienvenidos, la predominancia de luz diurna y las escenas terroríficas al aire libre, la manada o secta asesina, son claros elementos estéticos y narrativos persistentes en el folk horror; del spaghetti western toma la utilización estilizada del close up, los constantes zoom out, los planos generales y panorámicas, la importancia del silencio, el ambiente caluroso, la transpiración constante que pega la ropa al cuerpo de los personajes y el sol como un personaje más de la trama.
Una aclaración importante: es mandatorio ver la película en su versión original, sin doblaje. Me explico: la película es española, pero la pareja protagonista es británica –en realidad nunca se explicita de qué país vienen estos turistas, pero Lewis Fiander es australiano y Prunella Ransome londinense–, por lo que los problemas de comunicación son un elemento central para la trama, cuestión que se pierde, al menos para el espectador, si toda la película está doblada al español.
Influencias y conexiones: dos películas que la anteceden, Village of the Damned (Wolf Rilla, 1960) –película fundacional de este subgénero, como ya explicaremos más adelante– y The Birds (Alfred Hitchcock, 1963), sobre todo en esa idea de algo fuera de lo común que sucede repentinamente y sin mucha explicación, y varios planos que son claros homenajes a la obra maestra de don Alfredo.
Children of the Corn (Fritz Kiersch), por su parte, se estrenó en 1984 y es una adaptación de uno de los mejores cuentos –o, mejor dicho, uno de mis favoritos– de Stephen King, titulado “Los chicos del maíz”, publicado en su libro de relatos El umbral de la noche (1979). No sabemos si King vio ¿Quién puede matar a un niño? antes de escribir el relato, pero bien parecería estar inspirado en la película de Ibáñez Serrador: una pareja llega un pueblito rural donde no se atisba la presencia de adultos y solo hay niños, por supuesto, malditos. La película es bastante fiel a la primera mitad del relato, una historia de folk horror clásico –otra vez: escenas de día y al aire libre, una secta que detesta a los intrusos y los sacrifica a su dios pagano, etc.–, y tiene algunas cuestiones interesantes como la iconografía e imaginería de ese dios pagano rural –representado por el maíz–, las actuaciones de algunos niños y la estética folk horror, pero lamentablemente comienza a desinflarse a mediados del segundo acto entre efectos especiales poco cuidados, la monotonía de unas acciones repetitivas y esa modificación espantosa del final –con respecto al cuento– para lograr el tan sagrado happy-ending hollywoodense. La película termina con un chiste bobo y fuera de tono, y una muerte increíblemente ridícula, lo que justifica a todos aquellos a quienes les encanta decir “el libro es mejor que la película”, aunque la comparación sea risible porque se trata de dos lenguajes diferentes.

La ventaja con la que corren los niños de la isla y los niños del maíz, como ya dijimos, es la misma que tienen casi todos los niños malditos de este subgénero: ¿Quién puede matar a un niño? ¿Quién se atreve? ¿Quién se anima a vivir con ese acto abominable en su consciencia? Esta quizá sea la mayor diferencia con los malditos de, por ejemplo, The Brood (David Cronenberg, 1979) y It´s Alive (Larry Cohen, 1974): en ambas películas los niños son deformes, antropomórficos pero claramente no-humanos, y a diferencia de los híbridos de Village of the Damned (ya llegaremos ahí) producto de una xenogénesis –antipáticos y robóticos, pero bellos–, tanto los de la película de Cronenberg como la de Cohen son seres monstruosos que no generan ningún tipo de empatía. Es más simple esquivar la piedad cuando quien debe ser destruido está deshumanizado –recordemos que para deshumanizar a los nativos americanos y que sea más fácil exterminarlos, los colonos europeos los consideraban subhumanos carentes de alma y blasfemos carentes de amor por el dios cristiano–, es más simple dispararle o acuchillar a un niño cuando estos son pequeños monstruos anómalos. En ese punto se extingue la piedad y desaparece el cargo de consciencia, y lo que prima es el instinto de supervivencia de los adultos, que es sin duda el peor enemigo de los niños malditos.
Wolf vs. John
Existe una buena cantidad de remakes anteriores a 1965 que, si no superan a la original, como mínimo son igual de buenas: Scarface (1932), The Thing (1951), Invasion of the Body Snatchers (1956), The Fly (1958), Little Shop of Horrors (1960), Cape Fear (1962), solo por poner algunos ejemplos. Todas estos remakes tienen algo en común, más allá del hecho de ser nuevas versiones: están dirigidas por autores, es decir, directores con una mirada particular, una visión propia, un sello inconfundible, una marca autoral. Hablamos de pesos pesados como Brian de Palma, Martin Scorsese, David Cronenberg o John Carpenter. Es esta la única razón por la que esperaba que el remake de Village of the Damned (Wolf Rilla, 1960) fuera una obra maestra. Entendámonos: tras las cámaras estaba uno de los mejores directores vivos, y para colmo era un thriller con toques de terror y ciencia ficción, terrenos donde John Carpenter se mueve como pez en el agua. Y, sin embargo, al menos para mí, fue una decepción; incluso me arriesgaría a decir que es la peor película de toda la filmografía de Carpenter –una filmografía, y perdón que acá saque a relucir mi fanatismo, casi perfecta–, aunque cuente con un hito cinematográfico irrepetible: haber colocado bajo el mismo lente a Luke Skywalker (Mark Hamill) y Superman (Christopher Reeve). Entonces, mejor hablemos de la versión original, que además de ser un clásico de culto del sci-fi oscuro es una gran película. Si The Bad Seed (Mervyn LeRoy, 1956) es el kilómetro cero desde el que parten todas las películas de este subgénero, Village of the Damned es la que inventó la manada de niños malditos. La película de Rilla cuenta la historia de un pequeño pueblo que cierto día sufre un desmayo colectivo y más adelante descubren que todas las mujeres del pueblo están embarazadas. Todas paren el mismo día, por lo que deducen que todas fueron embarazadas durante el gran desmayo. Nacen niños muy similares entre sí, niños extraños, superdotados, de pelo platinado y actitud de colmena, con poderes telepáticos y ojos que resplandecen de manera espeluznante. Pueden leer las mentes y son capaces de doblegar a cualquiera que les lleve la contra, obligándolos a actos extremos como el suicidio. Los adultos y hasta la ley parecen impotentes ante este grupo de chicos que posiblemente sean hijos de alienígenas que embarazaron a mujeres humanas y que no dudan en asesinar a quienquiera que entorpezca sus planes y deseos. Con una fotografía en blanco y negro que contribuye al clima de suspenso, actuaciones convincentes, sobre todo de los chicos, y esos inolvidables efectos de ojos resplandecientes, El pueblo de los malditos es quizá junto a ¿Quién puede matar a un niño? la película más emblemática de este subgénero.

One boy army – Los Niños malditos solitarios
Cuando uno piensa en niños malditos los primeros que se nos vienen a la mente son Damien (Harvey Stephens) de The Omen (Richard Donner, 1976) o Henry (Macaulay Culkin) de The Good Son (Joseph Ruben, 1993), por poner dos ejemplos muy populares[1]. Pero existen antecedentes menos conocidos y de cualidades cinematográficas igual de buenas o superiores. The Bad Seed, obra de culto, muy recomendable, no solo es la primera película de este subgénero, sino también la primera en retratar a un niño maldito en solitario: ya en 1956 presentaba a Rodha (Patty McCormack), una asesina de 8 años que se esconde bajo la personalidad de una niña “bien”, caprichosa y de aspecto angelical. La siguiente película en incluir a un niño maldito y trastornado se titula The Other (1972). Dirigida por Robert Mulligan y protagonizada por los gemelos Chris y Martin Udvarnoky –quienes después de esta actuación abandonarían el cine para siempre–, se trata de una película de horror psicológico con tintes paranormales que introduce a uno de los niños malditos más sádicos y malvados de la historia del cine, un chiquillo de 9 años obsesionado con la muerte de su padre y con su gemelo, un pibe tan perturbado que es capaz de asesinar a ancianas, niños y hasta bebés recién nacidos. Si bien podemos rastrear sus influencias hasta películas más recientes como The Sixth Sense (M. Night Shyamalan, 1999) y The Others (Alejandro Amenabar, 2001), el hecho de que ocurra dentro de una comunidad rural, con primacía de escenas diurnas y el sol como un protagonista más, también nos remite a Children of the Corn y ¿Quién puede matar a un niño?

Hay una constante que se repite en la abrumadora mayoría de películas de este subgénero: las comunidades herméticas como espacio de acción. Los parajes rurales, las islas, los barrios cerrados o los pueblitos alejados parecen ser el escenario ideal para que los niños malditos puedan dar rienda suelta a toda esa maldad que llevan dentro.
Notas:
[1] Si por casualidad se están preguntado por qué dejé fuera de la lista a la pequeña Regan MacNeil (Linda Blair) de The Exorcist (William Friedkin, 1973), un ícono histórico del cine de terror, es porque simplemente creo que ese personaje juega en otra liga y merecería un análisis aparte, y no unas pocas líneas en esta nota.