Porno y helado: siempre que te dejen de lado

En el año 86, en algún lugar de Buenos Aires, Luca Prodan cantaba por primera vez “juventud, divino tesoro”. Ni Sofía Morandi ni Ignacio Saralegui habían nacido aún, ni tampoco lo habían hecho ficticiamente Pablo, Ramón y Ceci, personajes principales de la serie que nos convoca en estas páginas hoy. Pero el que sí comenzaba a existir en ese preciso año es la tercera pata –y primer pilar– de este increíble proyecto llamado Porno y helado: Martín Piroyansky.
¿Casualidad? Más vale, pero no por eso menos aprovechable a la hora de arrancar esta nota. Piroyansky –showrunner, director, coguionista y protagonista de la serie– decide darle a este mundo, a esta necesitada Argentina, una señora comedia, de esas que te hacen reír hasta el dolor de panza, que relata cómo ser joven hoy por hoy sigue estando buenísimo, pero a la vez es una mierda. Mucho más mierda que otras veces en la historia.
Pablo (Piroyansky), Ramón (Saralegui) y Ceci (Morandi) son el arquetipo del millennial y encarnan todas las aventuras y desventuras que tienen los argentinos nacidos en cualquier extremo de la década del 90.
Son, además, losers, freaks y outsiders.

Pablo tiene 30, no suelta el look rolinga, vive con sus padres y no labura. Está obsesionado con ser cool –un aspecto del que no podría estar más alejado–, solo piensa en minas –que no paran de rechazarlo– y se desvive por mantener una imagen canchera ante el mundo –aunque él mismo sepa que es un patético, y que todos lo ven como un patético–. Algo indefinido entre su autoconciencia y su vaga percepción de la realidad lo manda a ser egoísta, miserable y un poco forro, aunque a veces salgan de él destellos de bondad. Todos los viernes, Pablo se junta a tomar helado y mirar porno junto con Ramón, su mejor y único amigo.
Ramón vive solo y labura en Construcasa –una suerte de Easy de la diégesis– pero no tiene mucha más vida más allá de eso. No le interesa tampoco. Ramón es un auténtico perdedor, pero el énfasis va en el auténtico: es ingenuo a los comentarios maliciosos de los otros, toma café con leche mientras todos los demás escabian, le gusta el sambayón, Construcasa es su trabajo soñado y es muy amoroso y confianzudo. Su mayor defecto es que en ese no registro del otro que lo hace ser él mismo sin vergüenza, se esconde una lengua de víbora que con su honestidad desatada lastima a los demás. Bueno, eso, y su extraño gusto por las señoras mayores.

Ceci Von Trapp es un poco más joven, pero no tanto como para que la sociedad perdone lo que es: ventajera, estafadora, muy hermosa, pero nada ganadora. No puede mantener un laburo pues se lleva mal con todo el mundo y porque tampoco le gusta trabajar demasiado. Lo que sí le gusta es la guita –aunque para conseguirla haya que mentir a dos manos–, y delirársela cuando la tiene. Pero casi nunca tiene un peso y le debe a todo el mundo. Sus compañeros de habitación la desprecian, no tiene ningún amigo y entre sus mayores fantasías están estar forrada en plata, ser parte de la alta sociedad y –aunque admitirlo no le quepa– que la quieran.
Tres personajes tan desagradables como adorables, graciosos y verosímiles en su absurdo. Tres locos que solo podrían soportarse entre ellos y que aquí están, juntados por el destino y una mentira en común.
Un viernes, cuando Pablo y Ramón están preparados para ver porno y tomar helado, se corta la luz en el edificio y deciden hacer lo que nunca antes: salir. En el bar de tacheros de enfrente –un lugar tan feo y entrañable como nuestros protagonistas– conocen a Ceci e, inmediatamente después, a Nacho, un compañero del secundario de Pablo, al que le hacían bullying, pero que ahora que es músico de una banda indie, tiene onda y es cool.
Viéndola en el aire, entonces, nacen Los Débiles Mentales. Una banda falsa compuesta, en principio, por Pablo y Ramón, con Ceci como manager.

Pero el invento no lo seguirá siendo por mucho. Enseguida distintos enredos y situaciones del absurdo volverán a la banda algo real. Y en un mundo en el que la mentira no tiene patas cortas ni cae por su propio peso, solo se puede subir, subir y subir en la megalomanía del ridículo.
Las peripecias –que no vale la pena aquí spoilear siendo que la serie entera dura apenas 4 horas, y que vale la pena en cada minuto– son desopilantes y en su tono mezcla de sketch, tira diaria y peli de Rejtman, y se desarrollan acompañadas de un aspecto formal prolijísimo. Costumbrista, como el género manda, incluso los departamentos estéticos no quedan rezagados, sino que brillan en armonía.
La dirección de arte tiene reminiscencias a Almodóvar, la fotografía está súper cuidada y los encuadres y movimientos de cámara apabullarían a cualquier director de sitcom o tira televisiva.
En un universo tan ajeno como nuestro, las líneas crecen en un proyecto que, de alguna manera, lo tiene todo: canciones pegadizas, viejos que se mueren, transformistas, Susana Giménez, guiños cinéfilos, chicxs cool, misfits, tacheros versus ubers, estafas piramidales, fetiches sexuales extrañísimos, espionaje y artes marciales, momentos meta, personajes secundarios variopintos e increíbles, merca –mucha merca– y amistad.
Porque al final del día Porno y helado trata sobre tener amigos de esos que te ubican, pero que también te bancan cuando sos un asco de ser humano. Que comparten un sueño. Que comparten un flash.

Y es ahí en donde está el mayor acierto de la serie. En dirigirse a un público que sabe –que vive en carne propia– que los jóvenes son todos pobres, que no tienen nada propio, que no crecen porque no alcanzan la estabilidad o la seriedad que implicaba ser adulto antes. Y refiere todo el tiempo a que esa sordidez, esa desesperación asumida, transforma a la gente y la vuelve desapegada, irresponsable, medio drogona, medio egoísta y rara, muy rara.
Pero ¿qué mejor que tomar la oscuridad y volverla humor? ¿Qué mejor que animarse a tocar temas de tal actualidad temática sin morir en la solemnidad pero tampoco banalizar?
Crear un código del absurdo que funcione tan bien no es poca cosa. Tocar todos esos temas y lograr que sea gracioso de verdad, menos todavía.
Desde acá, aplaudimos de pie y compramos todo, absolutamente todo. Bueno, salvo la ridícula parte en la que a los músicos les pagan por tocar.