Sea Fever: apuntes sobre la fiebre capitalista

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Sea Fever —conocida en Argentina como Contagio en alta mar— se estrenó en el festival internacional de cine de Toronto en septiembre de 2019. En 2020 debió haber llegado a los cines. Sin embargo, la pandemia obligó a que la película se distribuyera por canales de VOD. A pesar de su perfil indie y de las circunstancias que acotaron su difusión, Sea Fever alcanzó el favor de una buena parte de su público. Esto quizá se debe en gran medida a la resonancia que provoca uno de los temas que Sea Fever trata: la necesidad de mantener la cuarentena durante el desarrollo de una infección desconocida y las reacciones —casi nunca racionales— de quienes se ven involucrados en esa situación límite. Sin embargo, creo que Sea Fever conmueve no solo por el destacable trabajo en el guion y la dirección de la cineasta irlandesa Neasa Hardiman, sino también porque plantea otro tema que, por entre el desconcierto de la pandemia, se presenta como un problema que resulta cada vez más difícil de soslayarse: las reacciones del ecosistema frente al saqueo al que ha sometido la cultura capitalista a la naturaleza. Durante varios siglos, el capitalismo ha reducido a la naturaleza a la condición de mera materia prima. Hoy esa materia prima no solo ha empezado a tornarse escasa, sino que además su falta despliega una serie de consecuencias que trascienden nuestro esquema cultural basado en el consumo indiscriminado para alcanzar nuestra condición biológica y dejar en evidencia la precariedad de nuestra existencia como especie. Vaya como ejemplo el problema que hoy se plantea con la bajante del río Paraná. Este hecho no es algo repentino, sino que sigue un proceso constante de varios años. Desde la política de Estado se discute la cuestión de la hidrovía o las dificultades para la producción agrícola y la pesca, pero no se llega nunca a plantear, siquiera como hipótesis, el efecto que sobre esta sequía pudieron haber provocado tantos años de deforestación e incendio sistemático de los montes. En relación directa con este ejemplo, el gran mérito de Sea Fever es, precisamente, componer una historia de ecoterror dejando en evidencia eso que el discurso hegemónico no quiere ver ni nombrar. Dicho con otras palabras, Sea Fever no es un panfleto ecologista. Todo lo contrario: demuestra su pericia como obra de arte al tomar el problema ecológico actual y sondearlo mediante la metáfora, que en este caso es la del monstruo.

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Sea Fever cuenta la historia de Siobhan (Hermione Corfield), una investigadora cuyo objeto son los patrones de comportamiento de los animales marinos. A fin de realizar estudios de campo, se une como la séptima tripulante —como podrán imaginar, la referencia de este número no es casual— del Niamh Cinn Óir, un barco pesquero cuyo equipo lo componen el capitán Gerard (Dougray Scott), su espopa Freya (Connie Nielsen), el ingeniero Omid (Ardalan Esmaili) y los marineros Johnny (Jack Hickey), Sudi (Elie Bouakaze) y Clara (Olwen Fouéré). Gerard y Freya vienen pasando por una muy mala racha de pesca y, como consecuencia, están en deuda con sus marineros e incluso corren el riesgo de perder la embarcación. Por esa razón, Gerard decide internarse en aguas profundas, en una zona de exclusión, a fin de probar suerte. En ese territorio, el radar detecta lo que parece un enorme cardumen y sueltan las redes. Sin embargo, algo extraño ocurre. El barco se enreda con algo que le impide moverse. Siobhan se sumerge y descubre una inmensa criatura que ha adherido sus tentáculos fosforescentes al casco de la nave. ¿Cómo salir de esa situación? En ese punto, el espíritu supersticioso de los marinos choca con la racionalidad de Siobhan. El único aliado con el que la investigadora cuenta es Omid. Durante esas discusiones, la criatura desconocida despliega una serie de comportamientos que, poco a poco, van afectando a la tripulación. ¿Es la reacción de los tripulantes producto de la fiebre del mar o se trata más bien de otra cosa más grave? A contrarreloj, Siobhan tratará de desentrañar este misterio, sin importar si la solución implica contradecir las creencias de los marineros.

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Desde lo cinematográfico, Sea Fever abreva en dos obras fundamentales del género del terror claustrofóbico: Alien, de Ridley Scott (de allí los siete tripulantes del Niamh Cinn Óir) y The Thing, de John Carpenter. La estructura narrativa de Sea Fever oscila entre ambos modelos y los homenajea sin tapujos. Además, su estética indie le permite incluso coquetear con los monstruos llenos de tentáculos de utilería propios del cine B de los años cincuenta. La diferencia no obstante subyace en la esencia de lo monstruoso. Mientras que en los clásicos de Scott y de Carpenter el monstruo tiene un origen trascendente que lo conecta con el horror cósmico, en Sea Fever el monstruo no viene de afuera, sino que siempre ha sido algo cercano: es la propia naturaleza que retorna extraña, desfigurada, irreconocible como consecuencia de las acciones de la especie humana. Sea Fever rasga el velo del horror que se manifiesta como algo inescrutable —y que en el largometraje se articula por medio de la superstición de los marinos— para dejar a la vista una amenaza de otra clase: el descubrimiento de un horror con causas. En este punto, Siobhan ejerce de detective y descubre que poner de manifiesto lo monstruoso es aquello que no se quiere ver ni nombrar. El monstruo no ataca al Niamh Cinn Óir por motivos oscuros.Al contrario, se puede rastrear una serie de circunstancias que llevan a ese encuentro. El Niamh Cinn Óir se ve obligado a internarse en aguas profundas para pescar. La escasez no es accidental: deriva de décadas de explotación pesquera industrial y del cambio del comportamiento de los cardúmenes debido al progresivo calentamiento de los océanos. Dicha escasez afecta no solo al sistema productivo del Niamh Cinn Óir, sino también a la cadena alimentaria del supuesto monstruo. En este sentido, la criatura desconocida se topa con el Niamh Cinn Óir por los cambios ocurridos en su ecosistema. De este modo, Siobhan demuestra que lo terrible no subyace en el encuentro, sino en las consecuencias imprevisibles que guarda para la especie humana.
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Vemos entonces cuáles son los mecanismos que emplea Sea Fever —a la manera en que lo hace también, en gran medida, The Beach House, otro de los mejores filmes de ecoterror de estos años pandémicos— para replantear el concepto de lo monstruoso. Lo que nos acosa no es ya un ser venido de otro mundo, sino algo más cercano, más inmediato, más palpable: la naturaleza retorna para reclamar por la expoliación a la que la avidez capitalista la ha sometido durante varios siglos. Si se llama monstruoso a ese fenómeno, será porque se prefiere mirar para otro lado y preocuparse mejor por lo que anuncian los titulares de los diarios, la agenda política de la oligarquía, la confusión cotidiana que siembran en las redes sociales los ejércitos de trolls y de zombis al servicio del realismo capitalista. Todos ellos lloran las falsas penurias de un sistema productivo que se ha enriquecido —y aún no deja de enriquecerse— gracias a la explotación de los recursos naturales y humanos. Sin embargo, comienza a hacerse evidente que la naturaleza también tiene su propia agenda. Esperemos que la fiebre capitalista —que tacha de monstruosa a esa revolución del ecosistema que no es marxista y contra la cual no hay suficientes cascos azules ni vacunas— no nos empuje a la extinción.