The Last Dance: no lo hagan enojar a Michael
Para disfrutar este mamut de diez capítulos, uno debe generar anticuerpos de varias cosas. La primera es el ego deportivo yanqui, ese que los lleva a bautizar las finales de los campeonatos “world series”. Lo hacen en básquet, en futbol americano y hasta en béisbol. No se entiende muy bien porque, salvo que el habitante medio de Oklahoma tenga la presunción de ser el centro de universo conocido. Sospecho que ese es el caso.
Luego se deben generar anticuerpos contra Michael Jordan en sí mismo. El tipo es bastante jodido. Muy jodido. Un hijo de puta, bah. Tiene el carácter de un dios griego, más vengativo incluso que Yahveh en el Viejo Testamento. Yo no digo que no haya jugado bien al básquet. Pero bueno, eso, jugaba bien al básquet.
Lo tercero que hay que superar es la guachada monumental de la creación de un antagonista en el documental y esperar 22 años para estrenarlo, cuando el antagonista ya falleció (Jerry Krause murió en 2017).
Eppur si muove. Y, sin embargo, el documental es bueno. Lo que vendría a ser prueba que no se requiere nobleza para hacer documentales (ni películas en general).
Un buen archivo
Olfateando que sería la última temporada del equipo mítico de los Chicago Bulls, que contaba en sus filas a Jordan, Pippen, Rodman, Kerr, y demases, y en el banco a Phil Jackson, la NBA, que para los niños que no lo saben, es como la Superliga pero bien organizada, les propone a los Bulls filmarlos. Cuando digo filmarlos digo justo eso: fílmico. Parece menor, pero tenés la intimidad de un equipo de 1998 registrada con mejor calidad que si mandaras hoy una Arri Alexa.
El trato era el siguiente: denle acceso irrestricto a este equipo de gente. Que filmen todo lo que puedan. Lo guardamos, y cuando nos ponemos de acuerdo, hacemos algo con el material. No sale nada ni se le da acceso a nadie sin la firma de la NBA, los Bulls, y el mismísimo MJ. En el peor de los casos, se dijo, les queda de recuerdo las mejores películas caseras de la historia, y les pueden mostrar a sus nietos cómo jugaban al básquet en mejor calidad que incluso 4k.
En Estados Unidos se tiene cierto respeto por el archivo, y por ende el material se guardó y se preservó. La leyenda dice que le llegaron muchas propuestas a Jordan para hacer algo con esos cientos de horas de fílmico, pero siempre dijo que no.
Oh, casualidad, en estos años pasaron dos cosas: primero, se murió Jerry Krause y luego Jordan empezó a temer que su posición de GOAT (greatest of all times) en la memoria y el cariño de la gente podía verse afectada por Kobe Bryant (antes que muriera este, obvio). Y es por eso que accedió a este proyecto, que, digamos todo, debe ser uno de los documentales deportivos más ambiciosos de todos los tiempos.
Tengamos en cuenta que Héroes, que retrata un campeonato del mundo de fútbol, el deporte del planeta, mal que les pese a los Peter Griffin del hemisferio norte, es una peli de hora y media.
La creación de un eje actancial
Toda buena historia tiene un héroe, ayudantes, mentores, y antagonistas. The Last Dance crea un villano: Jerry Krause, el gerente de los Bulls, que anuncia que la temporada 98 iba a ser la última del DT Phil Jackson y de esa camada de jugadores, que ya estaban viejos.
Es el antagonista principal. Como ni la NBA, ni Jordan, ni los demás son giles, se cuidan mucho de salvaguardar la figura del dueño de los Chicago Bulls, Jerry Reinsdorf, que a su vez es el dueño de un equipo de béisbol, los White Sox. Es decir, es poderoso de verdad. Negociaba los contratos (lo recagó a Scottie Pippen) pero no hay ninguna voz que diga que podría ser un cretino. Es lógico, está vivo, es millonario, tuvo que firmar para que el documental se hiciera ya que sigue siendo el dueño de los Bulls. Por ende, tiran abajo del tren al que laburaba en el día a día y está, convenientemente, fallecido, es decir Krause, que para colmo de males aparece en el documental como permanente víctima del bullying de Jordan y sus amigotes de esbeltos dos metros, ensañados con el metro sesenta y el sobrepeso de Krause.
En este esquema, Jordan tiene, a su vez, pequeños conflictos con antagonistas menores, que son básicamente todos los jugadores rivales con los que le tocó jugar. Así se carga a los Detroit Pistons e Isaiah Thomas, por no felicitarlo por el campeonato; a Horace Grant, primero compañero, luego rival, acusado de develar secretos a la prensa; a John Stockton, a Clyde Drexler, etc. Incluso, y en un acto falto de códigos que haría poner colorado al Coco Basile, cuenta que sus compañeros de los Bulls en 1984-85 tomaban cocaína y llamaban chicas al hotel en el que estaban concentrados entre partidos, y dice que él no, nunca, jamás se metió en esos temas. Digo yo ¿cuándo se volvieron simpáticos quienes hacen estas cosas? Sigo adelante: se calentó con un DT rival que no lo fue a saludar en un restaurante. Se calentó con un jugador con que la prensa osó compararlo. El tipo vivía con un complejo de megalomanía impresionante. Puteaba a propios y ajenos. Se llevaba puesto el mundo.
Pero, y siempre hay un pero, de esta rivalidad con prácticamente todo el mundo zafan los otros dos monumentos que tiene la NBA: Magic Johnson y Larry Bird. Air Jordan tiene mucho cuidado de no hacer enojar a los poderosos.
Phil Jackson sería un mentor a la Gandalf –dicho sea de paso, Jackson ganó 13 anillos de la NBA (7 más que Jordan) y es conocido como “The Lord of the Rings”–, Scottie Pippen es su ayudante con falencias. Como Jordan no es muy buen tipo, el doc se ensaña con las fallas de Pippen, como su dolor de cabeza en una final, o su negativa a operarse el tobillo en vacaciones. Rodman es el comic relief irresponsable, que cuenta todo y no le importa nada: es amigo de Kim Jong-un, mirá si se va a calentar por algo. Steve Kerr es el debilucho intelectual con puntos de contacto con el héroe intocable, que gracias al desafío que este plantea, lo lleva a la gloria.
Las figuras deportivas carismáticas tienen un poder enorme acá, allá y en casi todos lados. Sus logros deportivos fueron superlativos y llevó a la NBA a 200 países. Hizo que los pibes de La Matanza y Kuala Lumpur conocieran que existían Bulls y Lakers. Potenció al básquet como deporte atractivo; en Argentina le dio el empujón que había empezado León Najnudel en Ferro en los ochenta. Le debemos a esa NBA la aparición de nuestra generación dorada en ese deporte. Ampliar el paladar deportivo de la mano de estos deportistas, siempre van a ser mejores para todas las sociedades. Pero eso no quiere decir que deban ser ejemplares o ni siquiera caernos bien. Lo que hacen con ese poder que les otorgamos como público en conjunción con los medios –recordemos que los Jordan y los Maradona no tenían redes sociales–, en muchas ocasiones, los definen tanto como lo que hacen en la cancha. Jordan decidió no intervenir políticamente y no tener una vida demasiado expuesta. Cerró casi todas las puertas a una evaluación extradeportiva. Las pocas cosas que pasaron son tenidas en cuenta en el documental, pero para exculparlo por no apoyar la campaña de un senador afroamericano en los noventa en Carolina del Norte, tenemos al mismísimo Barack Obama, primer presidente afroamericano de Estados Unidos. Jordan está blindado. No queda mucha gente carismática y abiertamente pendenciera y hasta desagradable a la que sea imposible que le entren balas.
La estructura perfecta
The Last Dance encuentra la inspiración de su estructura en Dunkirk (Christopher Nolan, 2017). Recordemos: en Dunkirk tenemos la línea de los soldados, la de los barcos de rescate y la de los aviones. La primera duraba una semana, la segunda un día y la tercera una hora, todas divididas en el tiempo de la película que eran aproximadamente 2 horas y media.
En The Last Dance tenemos la línea del “El último campeonato”, que es una temporada, intercalada con las líneas de las 13 temporadas anteriores (las que jugó Jordan en los Bulls) y luego las líneas de los personajes ayudantes (Pippen, Rodman, Jackson, Kerr, etc.).
Estas líneas a su vez tienen otro truco de magia, que es cómo focalizan. Tenemos la visión de uno de los protagonistas sobre los otros, montada de tal forma que a veces son protagonistas y a veces contenidistas.
En este ejercicio virtuoso de montaje radica el éxito máximo y el interés que suscita el documental, porque lo que serían conflictos cronológicos, y de a uno se convierten en conflictos múltiples y simultáneos. Alcanza y sobra nada más que con esto para 50 minutos de capítulo. Si le sumamos el carisma de Jordan, las anécdotas hasta ahora secretas, las ida y vueltas con los rivales y, finalmente, las imágenes de lo que Jordan era capaz de conseguir en una cancha, sumado a lo que sus compañeros conseguían, tenemos un cóctel pirotécnico y sumamente atractivo, que sin embargo no logra responder la pregunta que nos hacemos todos: ¿qué onda esos ojos amarillos?
The Last Dance es un gran documental sobre uno de los mejores equipos de un deporte de todos los tiempos. Está estructurado con maestría, y es fiel a una de las máximas de uno de los protagonistas, Phil Jackson, que decía que el equipo es más que la suma de sus individualidades. Podría haber sido un documental sobre Jordan, pero eligieron que sea sobre algo más que él, lo que es notablemente inteligente: los ejercicios de egolatría son mucho mejores cuando están disfrazados.
ESPN suele hacer buenos documentales deportivos. El director de The Last Dance es Jason Hehir, un hombre de la casa, que dirigió varios docs para la serie del canal 30/30, además del film para televisión sobre André the Giant (2018). Pero The Last Dance es distinto, ya sea por la llegada mundial que le da Netflix o por el material en sí mismo, se transforma en parámetro para lo que venga después en cuanto a este género. Como pasó con Michael Jordan.
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