Las buenas intenciones: a veces con eso alcanza

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Unes niñes duermen, la casa está desordenada, está todo tirado. Amanda (Amanda Minujín), la hermana más grande, se despierta y comienza a poner orden. Su hermano, apenas más chico, sigue durmiendo, su hermanita y su padre también. Amanda no rezonga, ocupa el lugar que quiere ocupar dentro de esa dinámica. Es quien representa la lucidez, incluso con las contradicciones que ser lúcida acarrea.

La ópera prima de Ana García Blaya, que inicia con esta secuencia, es una película notable. Plano a plano. Desde la elección de los encuadres, la puesta económica pero contundente, y el descanso y la confianza en las interpretaciones. Tanto les niñes como esos padres separados que interpretan Javier Drolas y Jazmín Stuart y el resto de los actores secundarios están excelentes.

La directora cuenta, de forma entremezclada con su archivo familiar, un momento clave de la vida de tres niñes (la mencionada Amanda Minujín; su hermana, Carmela Minujín y Ezequiel Fontenla) que deben prepararse para dejar Argentina a comienzos de los 90 y mudarse a Paraguay con su madre (Stuart) y la pareja de ella (Juan Minujín).

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El conflicto central lo trae Amanda, cuando decide separarse de sus hermanos y quedarse a vivir con Gustavo, su papá (Javier Drolas). Gustavo es un desastre, anda con muchas mujeres diferentes, tiene una disquería que no genera un peso y no puede llegar nunca a horario. Si bien la película no lo enuncia ni subraya demasiado, debe ser un gran tipo porque todos a su alrededor lo quieren, incluso su ex mujer. Amanda tiene miedo, ¿qué será de la vida de su padre si ella no está ahí para marcarle las cosas? A su vez, la niña sufre un poco de lo que todos los chicos muy maduros para su edad adolecen: una necesidad propia del desorden, de no tener todo resuelto, de comer pizza mirando a River sin que le importe la tarea de la escuela y de permitirse la duda. Lo hermoso de esta película radica justamente en que la decisión más irresponsable viene del personaje más ubicado y racional.

Con esa premisa el filme explorará este conflicto de manera tangencial. Lo fuerte desde lo dramático estará puesto en lo vincular, el afecto de ese padre por sus hijes y la visión que tienen elles del mundo que les rodea.

Blaya logra emocionar sin caer en lugares comunes y sin tenerle miedo a la sensibilidad. Como leí en otra nota publicada sobre la película la directora no arranca las lágrimas, se las gana.1 Muchas veces el cine nacional –anclado en ese estigma malicioso que es el código FUC– evita la vinculación con los personajes y distancia al espectador de las emociones que estos atraviesan. Las interpretaciones no son humanas y parecen meros receptáculos de un cinismo e intelectualidad que en realidad no dicen demasiado. Nada de eso ocurre acá. La directora se vincula y nos vincula con las interpretaciones. Nos pone ahí, con elles. Acude a la música de manera excepcional, a la historia del país y al retrato nostálgico de un montón de cosas que ya no existen más.

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Esa nostalgia es narrativa, no aparece como un mero artificio con el cual sostener la trama. El vínculo de los personajes con ese entorno de un país desaparecido pero que cada tanto asoma de nuevo nos permite viajar al pasado y entrar de lleno en lo que ocurre. Al mismo tiempo esa vivencia se resignifica y cobra actualidad gracias a lo cíclico que son los procesos económicos y sociales argentinos. La utilización del propio material de archivo de la directora también es un elemento central, porque implica la representación fílmica de la presencia de la autora, haciéndose cargo de su discurso y acompañándonos en el viaje.

Como decía antes, el trabajo de las interpretaciones es brillante. Los niños, los adultos, los personajes secundarios, hasta Gabriel Medina  (el realizador de Los paranoicos), todos están magníficos, en tono y con una naturalidad que permiten que la película cree su verdadero mundo. Un mundo de apenas algo más de 80 minutos del que uno no se quiere ir. El vínculo entre Drolas y sus hijes, su relación con el personaje de Jazmín Stuart, todo está bien.

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La directora nos confía con honestidad su vida. No parece edulcorar su pasado, tampoco añora lo que no ocurrió. Sencillamente se refiere con franqueza a un recuerdo que evoca y a un padre que ya no está. Esto último, la ausencia, es muy posible que sea la razón por la cual madre y padre están representados de manera asimétrica.

El cine nacional tiene una deuda con repasar los 90 y los 2000. No con la Historia con mayúscula, sino con la historia con minúscula. Con esos relatos que son el testimonio de una generación que hoy tiene entre 30 y 40 años. Las buenas intenciones tiene la vocación, la lucidez y la brillantez para comenzar a saldar esa deuda. Deuda que por supuesto no es tan grande como la del FMI.

[i] https://www.pagina12.com.ar/234669-las-buenas-intenciones-o-la-emocion-genuina