CPH:DOX, SEGUNDA TANDA DE RESEÑAS.

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La extinción de las especies: The Last Male on Earth y Sea of Shadows

The Last Male on Earth, de la directora Floor van der Meulen (Países Bajos), es una película que encontró el tema que quizás nos pueda llegar a hacer sentir mal respecto de la extinción de las especies.

El último rinoceronte blanco del norte, macho, está en un refugio donde se lo puede ir a visitar. Al igual que en Un condenado a muerte se escapa sabemos que él se escapará, aquí sabemos que el último macho morirá, ya que tenemos una cuenta regresiva a modo de separador cada tantas escenas. Esto es lo más acertado que tiene la película, y lo que va aumentando la tristeza. Los testimonios de las personas del refugio y cuidadores, sin este recurso, no generarían la misma sensación; al igual que no generaría la misma sensación en los turistas el rinoceronte en sí, si no fuese el único, mejor dicho, el último.

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La única esperanza son las hembras, y ya se tiene el esperma de Sudan, ese rinoceronte rockstar con el que la gente se saca fotos y quiere tener la “exclusividad y suerte”, como un gran espectáculo, como un gran evento, inmortalizando a Sudán en sus celulares o cámaras y llorando después en sus habitaciones de hotel mientras hablan de él.

Hacia el final la película muestra un rinoceronte en estado de casi putrefacción y luego su tumba. Hay una pregunta que define el mundo en el que vivimos hoy, que tiene que ver con la practicidad, y es: ¿por qué es tan importante que no se extinga una especie? Siento que las respuestas esperadas eran prácticas: por la cadena alimenticia, por la supervivencia de las otras especies que sí colaboran con el medio ambiente… creo que eso se espera porque así es también cómo construye a los turistas la directora. Pero la respuesta más linda fue algo así como: “porque el mundo con menos especies es más feo”.

Al final, un safari, pero el espectáculo sólo tiene de protagonistas a las hembras. Los espermas, todavía, no prenden.

 

Y ahora, mainstream: Sea of Shadows. Esta película dirigida por Richard Ladkani (The Ivory Game, The Devil’s Miner) tuvo su premier europea en este Festival. Leonardo DiCaprio es uno de los productores y este dato no sorprende en absoluto.

La especie pez vaquita está, desafortunadamente, en el medio de los propósitos de la mafia china y mexicana: el totoaba.

Las redes ilegales que ponen en el mar estos grupos mafiosos para enganchar a sus peces terminan enredando a las vaquitas, y sólo quedan 15 –¡quince!– de su especie en el mundo.

Nunca hubiese pensado que una película documental sobre la extinción de una especie de pez, pudiera tenerme atrapada del mismo modo que puede atrapar una película de acción, policial, suspenso, y es que en definitiva, este film es todo esto.

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La película no deja de lado los conflictos sociales que las mafias generan entre pescadores legales que son prácticamente desplazados de su lugar de trabajo por estos pescadores ilegales, y que intentan resistir pero el aparato es muy grande. Entre cámaras ocultas que muestran el encubrimiento de las mafias por parte de las autoridades, drones que graban sobrevolando una operación policial, y corridas, cámaras en mano, e infrarroja en medio del océano, nos metemos en los vericuetos de estas redes –no las del mar, sino las humanas– y también en las operaciones de los héroes.

Llamo “héroes” a la Fundación que se dedica todas las noches a salir en un gran barco y levantar las redes ilegales para salvar a los totoabas que estén vivos y sacarles a los muertos lo que los mafiosos buscan: parte de las tripas de ese pescado que en China se vende por millones como sagrado. Su única arma: un dron.

La vaquita termina siendo casi un mito para la población, dicen que no existe, pero un grupo de científicos llamados al salvataje de esta especie consigue encontrar una. Lamentablemente y a pesar de todos los esfuerzos, muere. No sabemos si ahora quedarán catorce ahí afuera, o ya ninguna.

Lo que sabemos por cierto es que, en el mar, sigue la guerra.

 

La autoficción y usar mi historia para contar otras: Forget Me Not y Leave the Bus Through the Broken Window

Forget Me Not empieza con la directora en pantalla, de espaldas, en una entrevista con una mujer coreana que le dice mientras señala unos documentos cuándo y quién renunció a ser su madre y prometió no reclamarla.

Sue Hee Engelstoft (Dinamarca), quien dirige esta película, viaja a Corea y se interna en un refugio para mamás solteras que aún no saben si conservar los bebés o darlos en adopción, luego de haber decidido no abortar.

Un equipo de personas las acompaña en el proceso, y vemos a niñas que toman decisiones que pareciera que le quedaran demasiado grandes a cualquier persona, incluso adulta, y se contienen la una a la otra.

Los rostros de muchas de las chicas están blureados para proteger sus identidades, y sin embargo, en todos los primeros planos logramos identificarnos con ellas sin esfuerzo alguno: no queremos ver su expresión, no es necesario, la sentimos lo suficiente, y aquello que no se ve es aún más poderoso y por supuesto respetuoso.

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Ver una niña entregar a su bebé a quienes serán sus efectivos padres después de haberla visto parir, escribirle una carta para cuando este sea grande, conocer a estas personas que se harán cargo del niñe, y salir corriendo; saber que quien sostiene la cámara es la mujer que con todas las agallas viajó desde Dinamarca hasta esa península en la otra punta del globo a buscar algunos porqués, se forma lo complejo, hermoso y mordaz de esta película: una mujer que necesita respuestas sobre su lugar de origen no puede evitar preguntarse por qué la entregaron al nacer, y sin embargo, lo que completa el ciclo no es el hallazgo de una respuesta, una identidad (ahora sé quién soy, de dónde vengo y ahora sí sé a dónde voy). Lo que completa el ciclo es la identificación de esa ahora mujer, con las preguntas y conflictos de esas niñas, así como con sus formas de juego.

El ciclo identitario se completa con la cámara que se involucra en la vida cotidiana de esas niñas, como una más: no persigue, participa calladita. Y es que luego, vemos: la cámara sigue a la niña que sale corriendo después de haber entregado a su bebé, a llorar a su cuarto (es de los llantos más punzantes que he visto aún sin ver el rostro) y, visceralmente –se siente–, sale Sue de detrás del ojo que registra, y la abraza.

Y como la directora nos cuenta en el Q&A lo que la impulsó a viajar: “tenía que mirar hacia otro lado, no podía encontrar la respuesta dentro de mí misma”, ahora, la cámara, en el piso, contempla ese abrazo desde afuera, contempla desde adentro.

 

Leave the Bus Through the Broken Window, en otro orden de cosas, es algo más que un viaje.

El director, en un tono relajado a la vez que neurótico, nos muestra un recorrido con una mochila a cuestas, por Hong Kong, en la que una voz en off computarizada nos va hablando en tercera persona como si fuese la consciencia del director que, entre fallos, fracasos y aciertos, vemos en pantalla registrarse a sí mismo.

Y la categoría en la que está clasificada esta película es la autoficción, y podemos entender por qué al ver cómo la película cumple con la premisa del director, que es “separar lo que soy de lo que tengo alrededor”.

Rebobinando y pausando, el montaje de esta película nos introduce a lo que será una performance en sí misma, una película que está en la búsqueda personal del protagonista y a la vez se encuentra buscando su propia estructura.

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Para terminar de cristalizar esta idea, lo primero que vemos, en una terraza en Hong Kong, es la única performance que no puede repetirse, registrada como tal, de manera casual, el suicidio.

Como marcaría el devenir de cualquiera, presenciar esto como espectadores a través de la pantalla marca el rumbo de un viaje que no será fácil, pero muy entretenido y frenético, donde el intento por generar contactos para filmar lo que quiere filmar, arte, queda en último plano dando vida a los instantes de una ciudad que vive –incluso en el mundo underground que logra penetrar– así: furiosa y enajenada.

Desde un cuartito de dos por dos, donde sólo entra una cama, como desde la inmensidad del neón urbano, y la serenidad de un rostro amigo, en este caso femenino, de esos afectos que se conocen en los viajes, Andrew Hevia nos deja con la sensación de una aventura vivida que encontró la respuesta a su búsqueda: la búsqueda misma, seguir buscando.

Así, dice cuando entra a la sala, al terminar la película: “la soledad es una película de viaje”.

 

The Edge of Democracy

Podría calificarme a mí misma como la llorona. La verdad es que lo soy, pero es que esta película…

Ya que hablo de mí, estar lejos de casa (como yo ahora) tiene sus costos. Uno de ellos es la nostalgia, y el otro, es el sufrimiento que se siente por el propio lugar, a la gran distancia, e imaginen la gran pantalla (la completa completa).

Ya Petra Costa había emocionado hasta las lágrimas con su film Elena (agradecimiento personal a Fabio Vallarelli que nos lo mostró en una clase), y lo vuelve a hacer ahora con esta película que participó en Sundance y compitió en este Festival DOX.

Las dos horas y media de The Edge of Democracy son guiadas por la voz de Petra, quien aparece muchas veces en pantalla también. Algo bastante llamativo e interesante es que la voz en off es en inglés, y por esto estuve un poco a la defensiva cuando empezó, pero fue bastante fácil hacerme bajar la guardia.

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La película trata, a partir de la asunción de Lula da Silva y su gobierno y el mandato seguido por Dilma, sobre cómo se construye el odio y el triunfo de la derecha en Brasil.

El film es un buceo entre las acusaciones ridículas a les presidentes y las introspecciones de Lula y de Dilma, humanizados y a la vez glorificados, una delicadeza total. Entre historias comunes de la madre de la directora con Dilma, se destrenza una cadena hacia la destitución de su cargo presidencial completamente anticonstitucional del que Dilma dice: “soy Josef K. en El proceso”, de Kafka. Y es que lo es. “Vergüenza por cómo nos ven desde afuera”, dice. Cómo una democracia puede ser golpista. Y es que, como resuelve Petra, las democracias funcionan cuando son funcionales a los poderes dominantes.

Lo emocionante de la película es sin duda su estructura, pero también cómo la construcción de esta no está dada solamente por un in crescendo hacia el desastre, hacia el golpe, sino también cómo punza hacia adentro, entrelazada con lo subjetivo de la mirada de la directora, no sólo como autora, sino también como participante social, con una familia parte militante y parte empresaria.

Uno de los mayores logros de la película es cómo consigue que la cámara esté en todos los momentos. Y muy cerca. Cuando no está la cámara, están las voces, las conversaciones telefónicas, las estrategias golpistas no se escapan a esta sutil y fina lupa.

Cuando cambia el gobierno, de hecho, le preguntan a la directora en la Residencia presidencial: “¿Qué hace aquí?”, y ella contesta: “Yo siempre estoy aquí, los que cambian son ustedes”.

Nada más emocionante que sentirte en el norte del mundo, y que, al terminar los créditos, se escuche entre energéticos aplausos de una sala llena, en portugués: “¡Viva Lula!”.

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Q’s Barbershop: la peluquería es cosa de varones

En esta canchera y ligera película del danés Emil Langballe se desarrolla un día a día en la peluquería de Qasim.

Q’s Barbershop es el lugar masculino donde los varones del barrio Vollsmose, un barrio humilde en Odense, Dinamarca (una ciudad muy al norte de la Isla de Fyn, siendo la tercera ciudad más grande con 200 000 habitantes), se juntan a pasar el rato mientras esperan su turno para cortarse el pelo.

Nada sería esta película sin esos personajes-clientes que la habitan, cada uno con su personalidad y sus problemas.

Qasim, el que escucha, ríe y aconseja, tiene sus propios problemas también. Migrar lo marcó de por vida, no se siente ni de un lugar ni de otro. Piensa abandonarlo todo y volver a su tierra africana donde sólo hay naturaleza, para escaparse de la frialdad que encuentra en tierras danesas.

En todos los personajes se repite esta idea de no pertenecer a ningún sitio.

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A lo largo del film se construye cómo ese barrio donde viven tiene fama de ser un barrio peligroso, mientras que para ellos es un lugar seguro. Los porqués son algo muy lindo.

Entre el canto de un joven ciego, fanático de Steve Wonder, los comentarios elocuentes y cómicos de Elías –el vago que prácticamente vive ahí, sin quien ni la barbería ni la película serían lo que son–, se desenvuelven historias de discriminación racial, xenofobia y de estatus social, ya definidas por el barrio en el que viven.

Este espacio se convierte en un lugar de esparcimiento, de belleza y de contención, una isla cálida. Isla, por la expulsión que sienten por parte de la sociedad; cálida, porque es allí donde son quiénes son y sin miedo a la cámara que registra en primeros planos al turno de cada uno, como random sus conversaciones, no tienen que dar explicaciones, sólo pasan el rato, viven, sienten y, sin notarlo, en la gran pantalla quiebran los estigmas frente a un público que disfruta y se divierte con verlos.