El amor después del amor

Sangró, sangró, sangró y se reía como loca
No he visto luz ni fuerza viva tan poderosa
De todas ellas, ella fue mi frase más hermosa
Todo su cuerpo con espinas y a mí me siguen las moscas

(Polaroid de locura ordinaria, Fito Páez, Ey!, 1988)

La música argentina se merecía una biopic a la altura de las circunstancias. Por supuesto, el parámetro que dicta si alcanzó o no esa altura es subjetivo. En las palabras anteriores se encuentra mi opinión.

Lo primero que salta a la vista en El amor después del amor (EADDA) es su obsesión por la caracterización. Cada vez que aparece un músico que conocemos, la pantalla se ilumina. El efecto se consigue. Colaboran para esto la fotografía excepcional y una reconstrucción de época que no se queda atrás.

Uh, yo extraño esa fascinación
Un póster, y una Gibson Les Paul
Que nunca voy a olvidar, no

(La rueda mágica, Fito Páez y Charly García, El amor después del amor, 1992)

Como ya se hizo en Luis Miguel: La serie, el juego es la estructura. En este caso, como en tantísimos otros, es una mamushka. La serie es un racconto. El presente sería el recital de Fito Páez en Vélez de 1993. De allí saltamos a Rosario en 1978, los inicios musicales del Fito Páez adolescente, su ingreso en la trova rosarina, matizados con flashbacks de 1972, con el niño Fito y su situación familiar. Este juego de estructura triple es muy popular, ya no solo en las biopics. Es una técnica que permite resolver por montaje ciertas incertidumbres dramáticas de la estructura de las escenas y generar otros paralelos como un recurso constante. La intención es crear viñetas que aporten a la línea cronológica principal (1978 a 1993), pero este viaje a la infancia no siempre es claro en sus motivaciones, pero es efectivo, por más que a veces sea solamente estético.

Al inicio, toda pinta para mal. Esta reseña casi no se hace. Los primeros minutos son problemáticos. Tratan de ponernos en contexto mediante un móvil de exteriores de un noticiero en la puerta del estadio Vélez Sarsfield. Para darle marco al espectador joven y para el público latinoamericano, el falso reportero nos da un panorama en el cual se dice, palabras más, palabras menos, que este show en Vélez es el más importante de un artista argentino en la historia. No está bien ejecutado. Son segundos. Pero son los primeros segundos, y no funcionan. Ni el texto, ni el reportero, ni las fans, que tienen más que ver con las de Tini o Lali de esta época, que con las de Fito en 1993. En 1992, Serú Girán había reventado estadios en Córdoba, Rosario, Montevideo y Buenos Aires. En la década anterior, Charly García había llenado Ferro, entre otros estadios.

Por alguna razón nuestra mente (o la mía, seamos justos) es capaz de tolerar a un actor en el papel de Fito Páez, pero no a un actor interpretando a un cronista haciendo un informe, que está guionado y no tiene la frescura ni la sintaxis espantosa que suelen manejar los periodistas en los móviles de exteriores.

Del móvil a los pasillos de Vélez, de los pasillos al camarín, de la espalda del artista a sumergirnos en su pasado. Y ahí arranca. Ya sabíamos por las fotos que Ivan Hochman era una elección perfecta por physique du role para Fito, pero es sólo la primera. Lo de Andy Chango como Charly García es sobrenatural; y no se queda atrás lo que hace Joaquín Baglietto, aunque corre con ventaja ya que interpreta a su padre, Juan Carlos. Micaela Riera interpreta a Fabiana Cantilo, y por momentos realmente parece no estar actuando sino más bien estar poseída por la famosa cantante; y Julián Kartún a Luis Alberto Spinetta. En este último caso, lo que no se da por parecido natural se logra por interpretación, sobre todo en la voz y los modismos. No podía ser de otra manera. Estas personas fueron muy importantes para muchas generaciones de argentinos y para la historia del rock en Latinoamérica. Parte del atractivo de la serie debía ser que las caracterizaciones fueran perfectas.

Una vez que saltamos al pasado, desde la noche en el estadio de Vélez, nos quedamos en un orden cronológico, con flashbacks a la infancia. De la Trova Rosarina a Charly, sin escalas. De la banda de Charly, al estrellato como solista. La carrera profesional, en los primeros episodios, es un ascenso. Al mismo tiempo, la tragedia de la familia de Páez son las dificultades a las que el protagonista debe sobreponerse emotivamente. Campi interpreta a Rodolfo Páez, el padre, Mirella Pascual como Belia, la abuela y Mónica Raiola como Pepa, la tía postiza. Lograr el costumbrismo familiar es un arte en sí mismo. Estas caracterizaciones podrían ser excesivas y grotescas, pero el tono es justo y atinado.

Estos días que corren, mi amor
Es aquí que nos tocó vivir
Enredados en los cables de Entel
De algún sueño vamos a salir

(Fue Amor, Fito Páez, Tercer Mundo, 1980)

Uno de los ejes temáticos de EADDA es la relación entre Páez y Cantilo, marcada por los excesos. Cuando Cantilo está en el pozo más oscuro, es Páez quien está más o menos limpio para ayudarla. Cuando Cantilo se recupera, Páez cae, envuelto en la depresión por la tragedia familiar. Se marca el desencuentro entre ambos con un inicial marcado énfasis en las adicciones y problemas de la cantante. De cualquier manera, como siempre ha sido en la realidad, la mirada sobre Fabiana Cantilo es cariñosa. Cabe recordar que estos personajes, a veces agigantados por su fama y obra, pasaron por estas situaciones con apenas 22, 23 años. Como es sabido, Cantilo es el “…después del amor” al que hace referencia la canción y el título de la serie.

Charly García es un centro de gravedad en la vida de Páez y en la serie. Charly es ego, talento, postura, soledad en medio de la compañía. Es autodestrucción y relámpagos de genialidad. Casi en todas las escenas en las que aparece, se traga la acción. Es una supernova en ignición. Convengamos que esto no debe estar tan lejos de la realidad. Es muy efectivo el relato en propagar el mito y muy agradecido también con la persona detrás de ese mito. Se da cuenta de su estatura musical con anécdotas didácticamente expuestas, así como de su ferocidad.

La aparición de Luis Alberto Spinetta es luminosa y humana. Funciona como contrapeso de García. Spinetta es familia, dibujos de sus hijos pequeños, pizzas caseras, palabras amables y cariño con los ancianos. Spinetta es un artista menos popular que García, pero más cercano a las personas. Es cándido sin ser cursi. Es cálido sin ser confianzudo. Es una estrella que es mucho más persona que estrella. Con muy pocas escenas se da cuenta del carácter profundamente humano y sanador de Luis Alberto.

No se pasa el tiempo
Al menos para mí ya tomé pastillas
Y sigo sin dormir
Miro a los costados y nada que amarrar,
Ya no existen lazos
Alguien hizo trac, trac, trac

(Track-Track, Fito Páez, Ciudad de pobres corazones, 1987)

La tragedia del asesinato de las abuelas es un hito que todo espectador sabía que estaba por caer y pesa como un momento ominoso en la serie. El hecho es muchas veces olvidado y hasta desconocido por las nuevas generaciones. Es un milagro que Páez se haya recuperado de algo tan horroroso. La serie da cuenta del hecho, de la investigación y de la sospecha que se hizo pesar sobre el propio Fito, como causante de los homicidios por “un asunto de drogas”. Es además el segundo disparador que envía al protagonista en una espiral descendente hacia las drogas y el alcohol. En el imaginario popular, se elucubraba que la salvación de Fito vino de parte de la relación con Cecilia Roth, pero la serie cuenta que la salida fue más bien por la música.

A su vez, y es raro en una biopic autorizada, se da cuenta de la aparición de un Fito oscuro, ególatra y con ataques a los “Charly”. Mordaz con los amigos. Un cretino, por veces, capaz de jugarse su amistad con Alejandro Avalis (Mariano Saborido) y su relación con su manager Andrés Gallo (Manuel Fanego), con tal de mostrarse como un jefe, un superior.

Sobre el final de la serie aparece la figura de Cecilia Roth (Daryna Butryk). El enamoramiento es de manual, ella está por casarse, él está tratando de rehacerse desde las cenizas. No tiene la profundidad de la relación con Fabiana Cantilo. Funciona como ordenador de la vida de Páez y catalizador a lo que sería la obra cumbre a la que se dirige el relato, que es el disco que la da nombre a la serie.

Yo era un pibe triste y encantado
De Beatles, Caña Legui y maravillas
Los libros, las canciones y los pianos
El cine, las traiciones, los enigmas
Mi padre, la cerveza, las pastillas, los misterios
El whisky malo, los óleos, el amor, los escenarios
El hambre, el frío, el crimen, el dinero y mis diez tías
Me hicieron este hombre enreverado

(Al lado del Camino, Fito Páez, Abre, 1999)

Con Fito vivo y activo –acaba de llenar varias veces el Movistar Arena de Buenos Aires y el estadio Vélez Sarsfield nuevamente– es difícil esperar otra cosa que una historia oficial. Pero, a decir verdad, las historias no oficiales se basan en la mugre y en los costados menos bonitos de las estrellas. La historia de Páez no es bonita, sino triste. Su madre muere cuando él era un bebé. Su padre, cuando está empezando a tener éxito; sus abuelas, brutalmente asesinadas. El primer (gran) amor de su vida es víctima de las adicciones muy joven. ¿Son necesarios los trapos sucios cuando estás hasta el cuello de tristeza?

Podría contarse esta parte de la historia de la música popular argentina con un testigo anónimo. Como este testigo suele ser un periodista, es lo que los periodistas (y críticos) aman. Ya sea Velvet Goldmine (Todd Haynes, 1998) o Casi Famosos (Almoust Famous, Cameron Crowe, 1998). El testigo de época le da más libertad al relato para irse por las ramas y genera empatía instantánea con el espectador. EADDA funciona muy bien cuando recrea a las bandas de la época. Allí están en pantalla Los Twist, Virus y Los Visitantes. Aparecen en escenas personajes que se adivinan como Daniel Grinbank, Joe Stefanolo, Mario Breuer, Fernando Noy, Batato Barea, Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese. Ese paisaje y fauna es recorrido con gusto por muchos espectadores. Pero la historia que se eligió contar es la de Páez. Él es el vehículo y el testigo/protagonista de la época. Y lo hace sin desmerecer a nadie.

Les dejo por acá una idea: hagamos una serie, en la que contamos la historia del rock nacional, sus entrecruces, esplendor y broncas. Pueden ser unitarios, o el protagonista puede ser el fotógrafo de la Revista Pelo. No importa. Si tomamos como parámetro la reconstrucción de época de EADDA, es un éxito y hasta podemos hacer que Peretti haga de Skay y Joaquín Furriel puede ser Cerati. Les debo al Indio, no sé quién podría ser parecido. Contemos el “rompan todo” de Billy Bond, o la historia del “Tema de Pototo”, de Almendra; la pelea por una guitarra entre Pappo y el Flaco. Miguel Abuelo puede ser nuestro Syd Barrett; Luca se toma una ginebra con media población argentina en Hurlingham.

El amor después del amor es objetivamente despareja. A veces, reiterativa. Otro poco, más apoyada en las imitaciones que interpretaciones. Pero la verdad es que no (me) importa. Funciona como un monumento a una época. Un disparador para que quienes no conozcan esta parte de la historia, sepan que nuestra música es eterna e influyó continentes, que subirse a los hombros de poetas era una aspiración honrosa, y que el arte, siempre, tiene la maravillosa cualidad de curar el alma.