Reseña: The White Lotus, segunda temporada

La primera temporada presenta como escenario un lujoso hotel resort en Hawái: The White Lotus. Ahora resulta que no es un hotel, sino una cadena de hoteles, y en esta ocasión estamos en una sede europea.

Si bien en la trama de la temporada anterior, se representa cierto conflicto entre los isleños hawaianos autóctonos y los turistas millonarios, no hay mayor influencia de la locación en la historia. Podría ser cualquier playa paradisiaca, en Estados Unidos o casi en cualquier lado, sobre todo en Centroamérica, donde el contraste de los locales isleños con los turistas y dueños de los hoteles cinco estrellas se da en casi todas las costas. Tanto es así que nunca salen del predio del resort, no tienen contacto con nada que sea propio del Estado o del país. De modo que la primera temporada podría haber sucedido en California, República Dominicana o en Hawái (donde efectivamente sucede) y todos los hechos podrían sucederse de igual manera. Pero en esta no. En esta temporada, la bella Italia se filtra en cada cuadro y corre por las venas de gran parte del elenco. Como espectadores, agradecemos el aire fresco y las caras nuevas. Todo a la altura de la promesa que nos hizo la primera parte: un guion atrapante, una historia coral, una muerte anunciada desde el principio que sostiene la intriga hasta los últimos minutos de la serie.

Hay dos personajes que se repiten en esta temporada (el único motivo por el cual ver las temporadas en orden). Los personajes son: Tanya, interpretada por Jennifer Coolidge, quizás la interpretación más notable de la serie, y su novio ahora marido que conoció en el White Lotus hawaiano y con quien viaja a Italia. Nos habíamos quedado con la esperanza de que esta mujer completamente sola, cargada de angustia y miedos hubiera encontrado alguien con quien compartir y en quien confiar. Muy pronto, esa idea se irá desdibujando hasta transformarse en una emboscada. Las escenas con más acción se las lleva esta trama que además está integrada por un elenco de actores europeos como los nuevos amigos de Tanya y por su asistente, Portia, con quien viaja esta vez y quien funcionará como nexo con otra de las historias.

Otra sorpresa que nos saca una sonrisa y nos sigue instalando las ganas de ver esta serie hasta el final: Michael Imperioli, Christopher en Los Soprano, veinte años después, interpreta a un padre de familia –italiana, claro– en decadencia, que viaja junto con su hijo y su padre en busca de conectar con sus raíces y encontrar la historia de sus ancestros. Para quienes lo recuerden, será muy lindo ir descubriéndolo de a poco y en un rol muy diferente, más silencioso, menos eufórico, pero con un aura similar en cuanto a la oscuridad, los secretos y los vicios. Las tres generaciones de esta familia entablarán relaciones con una dupla de prostitutas italianas que se cuela por los pasillos del hotel.

Dos parejas de jóvenes exitosos (parecidas a aquella pareja que viajaba de luna de miel al White Lotus hawaiano) encarnan otra de las subtramas, para mí, la más profunda e interesante. Seremos víctimas de nuestros prejuicios, incomodados por los comportamientos de los personajes y sorprendidos una y otra vez. En el clímax, una escena memorable liderada por la actriz Audrey Plaza que compone un personaje complejo que se apodera de esta historia.

En esta temporada, la recepción está a cargo de una mujer que está transitando una crisis de identidad, quien también se contagiará del libertinaje de estas prostitutas de clase alta que pueden seducir y llevarse por delante todo lo que aparezca en su camino.

Podemos decir que la primera temporada se centra en conflictos de clase, mientras que esta se mete osadamente con la sexualidad: cuestiones heredadas, adicciones, tríos, dinámicas de poder en las relaciones (sobre todo parejas heterosexuales tradicionales), los prejuicios y el trabajo sexual. En este caso, además, los conflictos se ven más alejados de una bajada moral tan clara como pudo haber anteriormente. Aquí también conviven la mezcla de géneros, la variedad de tramas y personajes, pero la mezcla es más libre, más despojada y no por eso menos pretenciosa.

No hay duda alguna de que su creador, Mike White, lo hace otra vez. Cumple con todo lo prometido en la primera parte: la sátira, la comedia, el drama, el sexo, la intensidad, la intriga, la sorpresa. Pero ahora además está ese componente, ese toque mágico, ese flare mediterráneo que nos da ese no sé qué que qué sé yo que nos recuerda que “amor tutti fa uguali” (el amor nos hace a todos iguales).