Huesera: quiebres

Huesera cuenta la historia de Valeria (Natalia Solián), una mujer que queda embarazada de su novio Raúl (Alfonso Dosal) y, a partir de ese momento, empieza a presenciar apariciones fantasmales de forma frecuente sin que nadie más pueda verlas.
En su superficie, Huesera parece presentar diversos puntos de conexión con El bebé de Rosemary (1968), pero el film mexicano termina por orientarse hacia lugares más cercanos al body horror (subgénero muy explorado por el canadiense David Cronenberg) que hacia el film de Polanski. Si bien el horror a la maternidad une a ambas películas, no es el único elemento que persigue a la protagonista de Huesera.

Los cuerpos con huesos en quiebre constante son la representación que la directora y coguionista, Michelle Garza Cervera, elige para personificar el calvario por el cual transita la protagonista. Son las apariciones monstruosas las que aterran a Valeria, pero también su pasado, que se vislumbra a partir de flashbacks elegantemente ejecutados. Como ejemplo de esto se puede tomar la primera escena que transcurre en el pasado, que comienza con un plano cenital de la protagonista sumergiendo su cabeza en la ducha, para cortar a un primer plano de ella misma (con varios años menos) siendo sumergida por su amiga en un tacho con agua como parte de un reto. Es decir, en un corte se muda la acción años atrás sin sobreexplicar ningún detalle, pero de igual forma se mantiene en un marco absolutamente comprensible.

El pasado rebelde de la protagonista vuelve a ella personificado en una amiga con la que tuvo un interés romántico o afectivo recíproco. Este suceso se plantea como el inicio de una crisis en la identidad de Valeria, que encuentra un contrapunto absoluto en su realidad presente con su ídem pasada. Mientras que antes se reunía con sus amigos en bares de baja estopa a tomar cerveza y escuchar bandas punk, en el presente vive en una casa con su pareja, tiene estabilidad económica y todo en su vida tiende a mostrarse como “ideal”. Sin embargo, algo falta, y esa es la gran tesis de la película. Porque la hija que Valeria va a tener no es lo que genera el horror en sí, sino más bien lo impostado en su vida, el haber dejado atrás lo que realmente la hacía feliz por un camino más “correcto”.
Teniendo en cuenta esto, el clímax narrativo del film es de una fuerza metafórica supina. Valeria, luego de casi matar de frío a su propia hija, decide acudir a unas chamanas para que le extirpen su maldición. Acto seguido, Valeria presencia una decena de cuerpos jóvenes desnudos en constante quiebre óseo que la atrapan y terminan por aplastarla. Esos demonios del pasado (la felicidad que solo fue tal en la juventud) vuelven convertidos en cuerpos deformes para terminar de exorcizar a la protagonista. Luego de esta secuencia onírica, que culmina con Valeria viendo a una doble suya con un manto (que se asemeja al de la virgen María) siendo quemada, la protagonista decide abandonar a su hija y a su pareja. En un gesto de una economía narrativa envidiable, la directora decide mostrar esta escena final con un travelling back en donde Valeria agarra su valija, su caja de herramientas, y cierra la puerta a su familia, dando a entender que ese ciclo en su vida ha culminado.