Reseña: The Banshees of Inisherin

El año pasado un amigo me dejó. Así como quien deja a un novio. Expuso sus motivos y expresó su decisión arbitraria e inapelable. Muy triste y doloroso, claro. Pienso mucho en él. Pero el duelo es distinto, hay algo insólito. Uno está preparado para romper relaciones de otro tipo. En cuanto a las amistades, estamos acostumbrados a que transiten distintas etapas, a conservarlas más allá de su frecuencia, a que se diluyan por sí solas, o que haya una pelea concreta que las termine para siempre. Que un amigo, sin advertencia previa, un día te diga “ya no quiero ser más tu amigo”, aunque suene gracioso e infantil, duele y resulta como si te cortaran todos los dedos de la mano.

Collin Farrell en otro rol alucinante, interpreta a Pádraic, un hombrecillo lindo, bueno y torpe que vive en una isla irlandesa, en una casita de cuento junto a su hermana y su mascota (una burra que trata como a un perro). Allí hay un solo bar, una iglesia, poca gente, carretas arrastradas por caballos y una bruja que anticipa las tragedias. Colm (Brendan Gleeson) es su mejor amigo y ha decidido que no quiere serlo más. Que no quiere hablarle más. ¿Por qué? Porque lo aburrió. Pádraic insistirá pero la decisión es irreversible.

Los cantineros, los músicos y los borrachos serán testigos de esta ruptura que irá escalando hasta tomar dimensiones impensadas.

Su hermana, Siobhán (Kerry Condon), parece también ser su madre, su amiga y su hada madrina. En su intento por ayudarlos, chocará con una pared. Sin embargo, ella también dará un giro impredecible, sobre todo para Pádraic.

Barry Keoghan, a quien pueden recordar por ser “el niño” en la película El sacrificio del ciervo sagrado (también protagonizada por Collin Farrell), interpreta a Dominic, el hijo de un policía siniestro. El joven solitario y travieso a quien todo el pueblo trata como a un tonto problemático, pero que en realidad es mucho más inteligente que la mayoría, se convierte en el nuevo amigo de Pádraic. Él tampoco quiere estar solo y busca refugio.

Hay una guerra cerca, presente. Existe la posibilidad de que explote una bomba en cualquier momento. Hay una gran ciudad cerca. Existe la posibilidad de dejar el pueblo. Siempre estarán los que se arriesgan al cambio y los que prefieren quedarse así.

Existen datos precisos que permiten situar la acción en tiempo y espacio, hay hasta quienes afirman que es una metáfora de la guerra civil irlandesa. Pero todo eso me es ajeno. Está muy lejos de nosotros. Pero la historia, no. Lo que sucede entre los personajes cala bien hondo. Para mí es un cuento mágico en un lugar remoto y me gusta que así sea. Me conmueven su brujería y su encanto cargados de nostalgia, melancolía, preguntas existencialistas y humor. Mucho humor. Y lo que importa es que son personas, amigos, vecinos de un pueblo en donde se la pasan conversando y tomando cerveza sin importar el caos constante del mundo en el que viven. Se aburren, se ríen, se emborrachan, intentan creer en Dios, se pelean… tienen miedo. Desde la inocencia, o desde la violencia, los personajes intentan encontrarle un sentido a la vida.

El guion es impecable. No le sobra una letra. Lleno de frases que se convertirán en citas memorables. Los colores saturados bien brillantes que fueron elegidos para representar este universo maravilloso acentúan la magia. Nos deslumbran.

Todo es sencillo y austero. Todo parece simple y quizás sea esa sutileza la que da lugar a la profundidad. La narrativa “de cuento” nos sumerge hasta el fondo sin darnos cuenta y, de un minuto a otro, ya no podemos respirar igual.

Seguro existe esa metáfora bélica, pero yo solo veo un retrato de la naturaleza humana. Oscuro y adorable. Perturbador y gracioso. Y como en la vida misma, y como dice Pádraic: el final es solo un nuevo comienzo.