Los ilusos #53: El espectáculo del horror, sobre el apogeo y caída del documental de true crime

Inicio y expansión
Allá por 2018, con la salida del número #33 dedicado al cine documental, desarrollamos una extensa nota sobre un fenómeno que ya por aquel entonces se estaba instalando con fuerza: el documental como thriller o, como se lo conoció después con popularidad, el documental de true crime.
Me parece importante destacar que, si bien el número salió en 2018, la nota se comenzó a escribir casi dos años antes, hacia finales de 2016, cuando el fenómeno era todavía más incipiente. Por supuesto, existía, pero no estábamos ante el contexto de exploitation actual.
Ese primer artículo se proponía trabajar sobre dos elementos. En primer lugar, intentar trazar un recorrido, un mapa de experiencias y antecedentes históricos para entender la evolución del fenómeno; y, por otro lado, buscar darle un sentido al género en términos narrativos y, por qué no, hasta políticos.
Un resumen de aquellas primeras líneas establecía que el documental de true crime, como cualquier policial, parte de la idea de un misterio, un crimen no resuelto o, su vertiente más popular, un crimen “mal resuelto”. En esa línea, al ser –en tanto documental– el universo de “lo real” la materia prima de estas producciones, no pueden tener otra opción más que entrar a confrontar con el terreno de la construcción de sentido sobre la verdad, disputarla e intentar transformarla.

La evolución del medio digital y los dispositivos de captura de imagen colaboran con estos procesos. Los casos policiales pueden reconstruirse mientras los procesos judiciales están en curso. El documentalista pone en disputa la “verdad material” (el consenso social sobre lo que ocurrió en un determinado hecho) y, al hacerlo, pone en discusión “la verdad jurídica” (aquello que se tiene aceptado como cierto, gracias a las mecánicas probatorias de un proceso judicial).
Desde un punto de vista narrativo, no hay estructura, construcción de personajes y desarrollo de una trama más eficaz para este tipo de relatos que la de un procedimiento judicial, que por su propia configuración ofrece elementos dramáticos y performativos clásicos. (1)
La mayoría de las películas y series de true crime producidas durante la etapa previa e inicial del mundo de las plataformas de streaming estuvo marcada por ese formato: crímenes y casos policiales no resueltos, los llamados cold cases (Deliver Us From Evil, The Jinx, The Keepers, The Disappearance of Madeleine McCann), donde el culpable o no fue encontrado o se escurrió de la justicia; y luego los crímenes “mal resueltos”, es decir, los casos de inocentes presos (The Thin Blue Line, Paradise Lost, The Staircase, The Central Park Five, Making a Murderer, Muerte en León).
A un costado de esta clasificación encontramos algunos ejemplos más de lo que podríamos llamar “encuentro con un monstruo”, básicamente documentales de entrevista (tanto a perpetradores como a víctimas), o de reconstrucción histórica de los casos de asesinos en serie o sujetos que cometieron crímenes atroces (Capturing the Friedmans, Mommy Dead and Dearest, Casting JonBenet); y algunos otros que solo buscaban volver a narrar un proceso judicial por su importancia histórica, sin dudar sobre el resultado del proceso, sino más bien tratando de mirar con los ojos del presente a la cultura del pasado (O.J.: Made in America).

El gran grueso de estos films y series tenía un foco de interés muy marcado: la experiencia espectatorial. Un atractivo lógico para cualquier espectador y ávido consumidor del policial: querer resolver el misterio. Desde esta lógica, estas producciones también tenían un objetivo claro y preciso: disputar lo real. Subsanar una injusticia. Cambiar la mirada histórica de un hecho. Incidir en los procesos de construcción de consensos sobre lo real. El espectador, en su calidad de tal, participaba de modo activo de ese proceso, que incluso podía trascender al visionado y discusión posterior de una obra y trasladarse, en los casos más radicales, al activismo y la militancia.
Empleando una lógica muy simple, podemos pensar sin demasiada reflexión que en esta primera etapa tanto del lado de quien produce como de quien mira existía una visión cándida y noble sobre la temática. Una producción y un consumo responsables. En la actualidad, la cosa es bastante diferente. Veamos.
Auge y recesión
Durante los últimos años la explosión de los servicios de streaming fue de la mano con la proliferación de contenidos para ampliar el catálogo de las plataformas. Lo que antes se hacía para la televisión pasó a hacerse para las OTT (Over-the-top media services). El modelo fue creciendo y pasó de la producción internacional centralizada a la producción regional descentralizada. Hoy las grandes empresas producen o compran contenidos locales en casi todos los países en donde intervienen.
Esta proliferación de contenidos llegó al documental y, por supuesto, se plegó al formato que más éxito en términos de conformación de público había tenido: el documental de true crime.
Netflix y HBO fueron las compañías que más rápido captaron el fenómeno y lo explotaron. La N roja, a diferencia de su competidora, siempre estuvo más preocupada por golpear rápido y fuerte que en la calidad de sus productos, por lo que con mucha velocidad copó la producción a nivel internacional y regional. El modelo Netflix, que no se basó tanto en la producción directa, sino en la tercerización mediante el armado de una especie “de guía de producción” que una productora debía cumplir para ofrecerle sus contenidos, permitió multiplicar el mercado. En muy poco tiempo, con un eje principal en Estados Unidos y España, este tipo de producciones aparecieron por doquier.

A la vez, el éxito de la primera etapa del fenómeno y la suerte de nostalgia –que la misma industria construyó– por los 70 y 80 provocaron un retorno masivo sobre un tema que fue central en Estados Unidos: la multiplicación de los asesinos en series.
El término serial killer se le atribuye a Robert Ressler, un escritor y criminólogo que trabajó durante 20 años en el FBI y que ayudó a desarrollar la Unidad de Análisis de Conducta de ese organismo (Behavioral Science Unit, BSU). Ante la multiplicación de este tipo de crímenes, este especialista buscaba poder perfilarlos y ayudar a evitarlos. Si algo de todo esto les resulta conocido, es porque, bueno, se hizo una ficción cuyo nombre tal vez les suene de algún lado: Mindhunter. Tuvo dos temporadas y la apadrinó un muchacho que anda bien, se llama David Fincher.
Si intentamos, entonces, realizar un mínimo mapeo de los últimos años, podríamos establecer que el fenómeno de expansión del género se dio así:
- A nivel de Estados Unidos (que para las plataformas sería el eje central de la producción), el agotamiento de los casos de “inocentes presos” derivó en un giro con nostalgia hacia los 70 y 80, volviendo sobre la figura del “asesino en serie”. Este regreso sobre Ted Bundy, Charles Manson, Ed Kemper, Richard Ramirez o David Berkowitz implicó un documental de true crime, basado en el testimonio del propio asesino o de sus víctimas, cuya función a veces era autosatisfactiva y en otros casos acompañaba otro producto, una serie o un largometraje de ficción.
- Dentro de Estados Unidos también hubo un efecto residual de casos que no se habían tratado, pero que no tenían el vasto registro de seguimiento que otros procesos o que todavía no estaban cerca de resolverse. Son documentales a medio camino entre transformar o no una verdad material y jurídica sobre un hecho (Atlanta’s Missing and Murdered: The Lost Children, I’ll Be Gone in the Dark).
- A nivel regional las plataformas fueron por replicar el paso uno del éxito: recurrir a casos no resueltos, de “inocentes presos” o resonantes en cada país (Carmel: ¿Quién mató a María Marta?, El Caso Alcàsser, El caso Wanninkhof-Carabantes, Jimmy Savile: A British Horror Story, Pacto Brutal: El Asesinato de Daniella Perez).
- Por último, tenemos algo que podríamos llamar como la falsificación del true crime, que consiste primero en generar una suerte de “plantilla” del género (un desglose de herramientas de imagen y sonido que se utilizan de forma frecuente para la narrativa de estas producciones) y aplicarla a relatos que, en principio, no tienen nada que ver con esto. Como suele pasar, empezó con un caso muy notable y logrado como lo es The Imposter, de Bart Layton, que narra la historia de Fréderic Bourdin, un joven francés que se hizo pasar por un adolescente desaparecido en Estados Unidos. La trama policial en The Imposter no solo no es central, sino que casi no guarda sustento. Su incursión es más que nada una necesidad formal para mejorar la efectividad del relato. Durante los últimos años, Netflix hizo lo mismo con producciones menos elevadas y atractivas como The Tinder Swindler o Don’t F**k with Cats: Hunting an Internet Killer.
El paso del tiempo demuestra que la proliferación del género fue su propia perdición. La aceleración de las dinámicas de producción y de consumo actuales en las que se insertan plataformas y espectadores llevó a un fenómeno con una potencial finalidad política –echar luz sobre una injusticia, transformar una verdad– a convertirse en algo de consumo rápido y de descarte, donde lo espectacular dejó de ser las graves consecuencias de las fallas del sistema policial y judicial, y se concentró en el morbo por la mente criminal. Esa manipulación también alteró la relación con el espectador, que dejó de movilizarse por las historias y empezó a tratarlas con una mayor distancia y goce.

El cúmulo de toda esta abyección aparece en una serie llamada I’ll Be Gone in the Dark. Basado en el libro de Michelle McNamara, el documental reconstruye su investigación y obsesión por encontrar al “Asesino de Golden State”, un asesino y violador serial que se sospecha cometió más de 50 crímenes entre 1976 y 1986.
Este true crime tiene como subtexto el aumento de detectives ciudadanos y personas “de a pie” que se dedican a investigar crímenes, probando teorías y analizando evidencia en foros de internet. El problema es que lejos de criticarlo o de mostrarlo como algo preocupante, la serie ensalza este fenómeno y lo muestra con simpatía.
McNamara y todas las personas que aparecen como investigadores “civiles” en el documental son sujetos obsesionados con una cultura del trauma y las redes sociales. Sus actos son peligrosos por muchísimos motivos, que exceden incluso el más obvio que sería la justicia por mano propia. El objetivo de sus acciones es ubicarse en el centro de un relato y disputar un protagonismo a las víctimas y victimarios, generando así una banalización de los crímenes y las atrocidades expuestas.
El efecto desproporcionado de esta “espectacularización” se da cuando la serie nos muestra una suerte de “comic con” del true crime, donde hay paneles, charlas, cosplay, merchandising, y lo único que falta es que sienten a un asesino serial a que brinde una conferencia.

La banalidad del mal es un concepto desarrollado y atribuido a Hannah Arendt, a partir del subtítulo de su libro Eichmann en Jerusalén. Arendt utiliza esta idea para sostener que este jerarca nazi no era un monstruo o un animal repleto de odio, sino un burócrata que solo buscaba crecer en su carrera profesional. No era un psicópata, sino alguien incapaz de reflexionar sobre las órdenes que le impartían. Lo banal, entonces, son esos actos cotidianos que pensamos que son irrelevantes y que cumplimos sin cuestionar solo por el rol social que ostentamos. Arendt prende una alerta y se posiciona en aquellas pequeñas actividades cotidianas que cualquiera puede ejercer y que, en sí mismas o puestas en conjunto con otras, son nocivas.
Un acto de banal en este sentido puede ser reivindicar la figura de un asesino en serie como Charles Manson, volviéndolo remera, memetizando su sentido o, por qué no, realizar y asistir a una convención como la que muestra I’ll Be Gone in the Dark, jugando con una idea performática de los serial killers y su psicología como si los hechos ocurridos hubieran pasado en una diégesis que no es la nuestra.
A lo mejor es tiempo de parar un poco la pelota.
Depresión y parodia
La teoría de los ciclos habla de cómo luego de un apogeo viene la caída y la depresión. En ese estadio está el true crime. Agotado, despojado de sentido, convertido en una fórmula incapaz de pensar su discurso y su reproducción. Así también están sus espectadores, sumergidos por completo en el consumo del morbo y la explotación de los hechos y las imágenes más aberrantes que la humanidad puede producir.
En un estado así, encontramos dos posibilidades de supervivencia dignas: 1) los últimos vestigios de producciones de true crime a “la vieja usanza” y 2) la parodia, que siempre se está riendo con inteligencia y crítica de quien crea y de quien consume.
Me quiero detener un poco en el segundo punto y destacar esa obra maestra de dos temporadas que fue American Vandal. La serie creada por Dan Perrault y Tony Yacenda se estrenó en Netflix en 2017 y generó una difusión de boca en boca que con mucha rapidez la convirtió en uno de los estrenos más destacados de ese año. Peter Maldonado y Sam Ecklund son dos estudiantes de una escuela secundaria que realizan una investigación periodística y casi judicial sobre un hecho que estremeció a toda la comunidad académica: alguien vandalizó 27 autos de los profesores del instituto, dibujando penes en ellos. Todos los cañones apuntan a que el responsable fue Dylan Maxwell, el payaso del curso. Peter y Sam empiezan a hurgar y notan que la investigación sobre Dylan presenta problemas. Estaríamos ante un caso de una condena errónea. Con esta premisa, American Vandal se erige como un falso documental que vuelve a las bases más nobles del género para demostrar cuándo funciona mejor y, al mismo tiempo, criticarlo. La segunda temporada amplía el universo. Gracias al éxito cosechado con la investigación acerca de Dylan, Peter y Sam cobran una fama inusitada y son convocados a resolver diferentes casos; ellos eligen ir por uno que ocurre en una escuela secundaria católica, donde a alguien se le fue la mano con una serie de bromas que terminaron con media escuela defecando por doquier. Con mucho más presupuesto que la primera tanda de episodios, esta temporada es igual de efectiva y la resolución del conflicto tiene mucha fuerza. Lamentablemente, Netflix canceló la serie, pero sigue ahí, esperando que alguien la vea por primera vez y note el potencial intacto que el género puede tener si se lo emplea bien.

Mientras escribo este artículo y durante el tiempo que pase entre que se termine y se publique, muchos documentales de true crime verán la luz. Con dificultad pueda rastrearlos todos. La mayoría, hoy por hoy, son productos de descarte. En su máxima 13, bien al comienzo de La sociedad del espectáculo, Guy Debord sostiene que “el carácter fundamentalmente tautológico del espectáculo proviene del simple hecho que sus medios son al mismo tiempo su fin”, y es esto lo que ha cambiado con este género en cuestión. Cuando se pierde un norte, cuando no se tiene un objetivo transformador, cuando solo se lo mira como un medio para narrar otro caso más de los tantos que hay que buscar para darle de comer a un espectador voraz…
Si la teoría de los ciclos se cumple, falta poco para que el agotamiento sea total. La producción de este tipo de relatos necesita un freno de mano o por lo menos un barajar y dar de nuevo. Se suele decir que si no hay quien compre se acaba la venta. Capaz conviene dejar de comprar o por lo menos empezar a comprar mejor.
Notas:
1) https://revista24cuadros.com/2022/06/27/los-ilusos-48-el-thriller-legal/
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