Los ilusos #48: el thriller legal

Hola, ¿cómo están? Espero que muy bien. Las últimas semanas fueron un poco caóticas y eso impactó no solo en la pérdida de cierta periodicidad de esta columna, sino de la revista en general. Ya saben lo que dicen: el que mucho abarca, poco aprieta y nosotros venimos tratando de abarcar más de lo que deberíamos desde hace rato: un nuevo número, estrenar en absoluta soledad e independencia una película y publicar un nuevo libro.
Más allá de eso, lo cierto es que todo viene marchando bien. El, por lo menos para nosotros, esperado número 38 saldrá en cuestión de días y el 39 está en proceso. De acá a fin de año intentaremos que salgan tres ejemplares que serán el cierre de una etapa del proyecto y servirán como paso para lo que viene. También estamos trabajando en un segundo volumen Compendium. Su fecha de salida es un poco más difusa, pero ocurrirá. Y en los próximos días, una vez pasado lo más laborioso del estreno de la película, también la página saldrá del piloto automático.
Respecto de esta columna, hay algunas cosas que deberíamos atender en lo que viene. Por un lado, casi como si hubiese sido premonitorio, la compra y distribución de Crimes of the Future de David Cronenberg por parte de Mubi volvió a instalar el debate sobre la distribución y la exhibición, algo que abordamos la vez anterior. A su vez, la Cámara de Diputados de la Nación le dio media sanción al proyecto del Diputado Pablo Carro, que prevé la prórroga por 50 años de las asignaciones específicas de los tributos a los diversos fomentos de las actividades culturales. Veremos qué sucede en el Senado, pero sí creo que hay algunas cuestiones a conversar a partir de la propia respuesta del sector. Finalmente, hace muchos años, casi en los albores de esta página, publiqué un texto sobre distribución independiente de cortometrajes. En la pandemia, allá por 2020, lo actualicé un poco y ahora me gustaría ampliarlo y conversar sobre la distribución independiente de largometrajes y ciertas cuestiones que aprendí, no es que sea una luminaria, sino que a partir de mi propia experiencia haciéndolo creo que hay algunas cosas que pueden ser de ayuda. Si el artículo pasado le sirvió a mucha gente para empezar a pensar qué hacer para mostrar su trabajo, creo que una segunda parte también será de utilidad.
Por ahora, esas son todas las disculpas y las promesas. Lo que viene, lo que viene, en Fútbol de Primera hoy es un adelanto del próximo especial en PDF de La 24, dedicado al thriller. En este caso, por obvias razones, yo me ocupe de pensar y analizar el thriller legal o, como se suele decir, las Courtroom Movies.
Justicia para todos: sobre el thriller legal
Hay una frase muy conocida del jurista y filósofo Carlos Santiago Nino, que cualquier estudiante novato de Derecho debe haber escuchado hasta el hartazgo: “El derecho, como el aire, está en todas partes”. Toda nuestra vida está estructurada a partir de normas y reglas. Celebramos contratos cuando compramos un alfajor o nos tomamos un colectivo. El acto más insignificante de nuestra cotidianeidad está atravesado por alguna norma. No hay escape.
Kelsen, otro de los hits de cualquier introducción al Derecho, dirá en su Teoría pura que existen normas primarias y secundarias. Las normas primarias son las que establecen una relación entre la comisión de un hecho ilícito y su sanción, mientras que las normas secundarias son las que prescriben una conducta que permite evitar una sanción; es decir, una establece una consecuencia directa si se hace algo, mientras que la otra dice cuál es la conducta que hay que realizar para evitar un reproche.
Kelsen dirá también que las normas jurídicas tienen dos características fundamentales: su legitimidad y su eficacia. Una norma es legítima si se sanciona del modo y según la forma establecida por una norma superior, siendo la constitución la ley suprema de la cual se derivan todas las demás. Pero a su vez, para cumplir su cometido, las normas deben ser eficaces, esto quiere decir que se deben cumplir de forma voluntaria o que, de incumplirse, las sanciones previstas deben aplicarse. De allí provienen una serie de puntos que luego serán discutidos por la Sociología: ¿qué pasa si existen las normas, pero estas no compelen a los individuos a comportarse del modo en el que la sociedad espera que lo hagan?, ¿qué ocurre si, además, esa falta de eficacia no se da en casos individuales, sino más bien de forma generalizada en la sociedad? Al extremo, con la supresión de todo tipo de valor moral, religioso o legal, aparece la anomia, el caos y el descontrol.
Hay diversas y variadas corrientes epistemológicas que intentan explicar cuál es la finalidad del castigo en una sociedad. Su estudio y desarrollo exceden lo que podemos comentar desde esta revista –y también mis propios conocimientos–, pero, grosso modo, podríamos decir que están quienes creen que la pena sirve como un castigo para quien cometió una ofensa (teoría de la prevención especial negativa); quienes, por el contrario, sostienen que la pena debe servir para recuperar a quien cometió una falta y ayudarlo a reinsertarse en la sociedad (teoría de la prevención especial positiva); aquellos que estiman que la pena en realidad es una herramienta que le demuestra al resto de la sociedad que el derecho y la justicia funcionan, ya que cuando alguien comete una falta los mecanismos que se activan son los adecuados (teoría de la prevención general positiva); o también aquellos que estiman que la pena es un elemento disuasivo para el resto de la sociedad, si se castigan las faltas, y esto es visto por el pueblo, nadie querrá ser castigado (teoría de la prevención general negativa); por último, están los menos optimistas, quienes dicen que la pena en realidad no sirve para nada útil (abolicionistas) y quienes creen que la pena debe ser utilizada solo como ultima ratio para resolver un conflicto social que podría escalar y poner en riesgo la estructura de la vida social, generando una espiral de violencia interminable (derecho penal mínimo).

Sea cual fuere el caso, como vemos, las ideas que surgen en torno a la temática rondan el hecho de que la sanción jurídica, en algún punto, tiene varias aristas. Es un acto público y a la vez privado. Se hace para poner un freno a un posible escenario que desencadene la ruptura total de un orden social, pero también recae sobre individuos puntuales. Busca equilibrar una situación desbalanceada por un hecho ilegítimo, pero trasciende el interés de las partes. Consiste en hacer visible el escenario en el cual, mediante una performance, las normas se hacen palpables y se introducen en la vida de las personas.
La teatralización de la justicia no es una novedad. Foucault en La verdad de las formas jurídicas y Vigilar y castigar hace un extenso repaso de esto. De las ordalías (los juicios de Dios) a los tribunales modernos, pasando por la Inquisición. De los patíbulos al panóptico y las cárceles modernas. En todos los escenarios donde aparece el castigo se observan ideas performáticas y juegos de roles.
Esta idea no es menor, porque permite pensar cómo la estructura propia de un procedimiento judicial tiene un atractivo innato para cualquier disciplina narrativa. Veamos.
Un juicio tiene, en sí mismo, una estructura de tres actos: un inicio (una investigación previa, un alegato de apertura, etc.); un desarrollo (la reproducción de la prueba), y una conclusión (la sentencia o el veredicto del jurado según se trate). Cualquier debate es sobre un conflicto, una puja de normas, de derechos o de interpretaciones. Tiene roles claros que representan a cada una de las fuerzas en pugna (protagonistas, antagonistas, ayudantes, etc.): abogados, imputados, jueces, fiscales, jurados, testigos, policías, etc. A la vez, cuenta con momentos clave de tensión que pueden cambiar la narración de forma drástica: las declaraciones testimoniales pueden ser puntos de giro, los alegatos de cierre son siempre un clímax, etc. Si todo esto resulta poco, también hay que sumar el hecho de que los juicios generalmente abordan temáticas universales: la justicia, la vida, la muerte, la responsabilidad, el rol del Estado y las instituciones, etc.
Si cruzamos estas ideas y les agregamos el ingrediente policial o de misterio que tienen las investigaciones penales, no resulta difícil entender por qué la vertiente legal del thriller fue una de las más importantes a lo largo del desarrollo del género en los 80 y 90.
John Grisham y el policial negro del que has de beber
Si hablamos de atractivos narrativos y géneros, el cine siempre llega después que la literatura. Podríamos quizá hacer dos excepciones a esto, dos tipos de relatos que, aunque surgen en la literatura, se popularizan y redefinen a partir del cine: el western y el film noir.
En el caso del thriller legal, desde lo narrativo, su influencia es estrictamente literaria. La mayoría de las películas de este género son adaptaciones de novelas y best sellers. Esto tiene, a mi entender, una sencilla razón, y es que el género amerita de conocimientos técnicos específicos que solo determinadas personas ostentan o investigan en profundidad.
La mayoría de los autores de thrillers legales son o han sido abogados, empleados judiciales, periodistas de judiciales o tienen algún tipo de vínculo con el derecho. Si bien nada prohíbe que este tipo de films ocurran en el futuro o en algún contexto fantástico, lo cierto es que, en esencia, son películas de procesos, y nadie puede escribir mejor un proceso que aquel que lo conoce y lo ha estudiado al detalle.

Entre los autores más célebres del género se destaca John Grisham, abogado, periodista, político y, básicamente, un genio. Muchos de los thrillers legales más populares que fueron llevados a la pantalla grande son adaptaciones de sus libros: The Firm (Sydney Pollack, 1993), The Client (Joel Schumacher, 1994), A Time to Kill (Joel Schumacher, 1996), The Chamber (James Foley, 1996), The Rainmaker (Francis Ford Coppola, 1997) y Runaway Jury (Gary Fleder, 2003).
Además de Grisham, podríamos mencionar a Scott Turow, abogado y novelista, autor, entre otras, de Presumed Innocent; Michael Connelly, periodista de crímenes del L.A Times, quien escribió la serie de novelas que sigue a Harry Bosch –dentro de ese universo creó The Lincoln Lawyer–; William Diehl, por su lado, un fotógrafo y periodista que empezó su carrera como escritor a los 50 años, luego de asistir como jurado a un juicio, cuya novela más destacada es Primal Fear.
Ahora bien, el cine no es solo contar una historia. Por supuesto, estamos ante un tipo de obra en que lo narrativo es fundamental; en estas películas la puesta en escena tiene la función –yo diría la obligación– de acompañar y hacer lucir a la historia, pero eso no implica que no haya criterios estéticos y realizativos que sean exclusivos del arte cinematográfico y que deban tenerse en cuenta al momento de pensar estos films.
Por múltiples razones, la principal fuente de inspiración para el thriller legal no puede ser otra que el policial negro. En primer lugar, está el aspecto más obvio, el misterio; ningún género cinematográfico explora mejor ese hecho dramático que el film noir y su suspense. Luego está la forma de contar los casos; en el policial negro es habitual encontrar películas en las cuales un juicio o un proceso judicial es importante para la trama policial. Fue uno de los primeros géneros en mostrarnos abogados, jueces y fiscales interactuando entre sí. De alguna forma, el thriller legal es una evolución de películas como Witness for the Prosecution (Billy Wilder, 1957) o Shock Corridor (Sam Fuller, 1963). Por último, están los personajes; el héroe o los antihéroes del film noir suelen replicarse en el thriller legal: abogados perdedores que se encuentran ante casos que los superan; sospechosos de crímenes que no cometieron y que deben probar su inocencia; o, incluso, femmes fatales que engañan o seducen a los protagonistas.
Unos pocos hombres buenos (y no tanto)
Empecemos por el principio. Con los protagonistas. Los héroes y heroínas de este tipo de relatos. Los abogados. Profesión denostada si las hay. Durante muchos años creí que no había nada peor que ser abogado. Estaba equivocado. Siempre tendremos a los periodistas y a los economistas por delante.
El asunto es que, aunque no sean las personas más populares del mundo, no es posible contar estas historias sin los abogados. Son ellos quienes nos llevan por el relato, quienes investigan los casos, quienes buscan probar o desechar un hecho. Representan a la justicia accesible, son las personas a las que acudir cuando hay un problema. Al igual que los colores, los hay para todos los gustos y por eso resulta necesario armar una tipificación. Arbitraria, por supuesto, como todas las tipificaciones:
- El primer prototipo de abogado que ubico es La estrella: el abogado mediático, famoso, conocido, seguro de sí mismo e imbatible. Son fieras que caminan por los tribunales y que ostentan el respeto y temor de todos sus conocidos. Por lo general, esa confianza en sí mismos es también su mayor defecto, ya que los hace un blanco fácil para ser engañados. En este subgrupo estarían, por ejemplo, Mitch McDeere (Tom Cruise) en The Firm (Sydney Pollack, 1993), Martin Vail (Richard Gere) en Primal Fear (Gregory Hoblit, 1996) y Michael «Mick» Haller (Matthew McConaughey) en The Lincoln Lawyer (Brad Furman, 2011). Su arco narrativo de enseñanza es el de la humildad. Descubren que son falibles, pueden equivocarse y aprender. A la vez encuentran algún tipo de reconciliación con la profesión, entienden mejor por qué hacen lo que hacen y se alejan de lo banal.
- La contracara del abogado exitoso es El perdedor, que a su vez tiene dos variantes: El novato y La gloria del pasado. Los perdedores recorren un arco que en la narrativa deportiva se les reconoce a los underdogs, son personajes con muy pocas probabilidades de ganar un caso, ya sea porque, o no poseen la experticia necesaria (El novato), o están oxidados y fuera del ruedo (La gloria del pasado). Estos personajes pueden dar el batacazo y ganar, a menudo lo hacen, pero, incluso en la derrota, logran superarse a sí mismos y obtener un respeto entre sus colegas que, o no tienen, o lo habían perdido. El mejor ejemplo de novato que se me ocurre es Rudy Baylor (Matt Damon) en The Rainmaker (Francis Ford Coppola, 1997). Si buscamos una gloria pasada habría que ir a Frank Galvin (Paul Newman) en esa magnífica película que es The Verdict (Sidney Lumet, 1982).
- Por fuera de la dicotomía éxito/fracaso aparece el tercer tipo de abogado que podemos encontrar en estos relatos: El idealista. Abogados que creen en la justicia, en las instituciones y que entienden que deben llevar adelante la profesión con rigurosidad ética hasta las últimas consecuencias, incluso, cuando ello implica romper las reglas de la profesión, tal como lo hace Arthur Kirkland (Al Pacino) en And Justice for All (Norman Jewison, 1979).
- Por último, tenemos a aquellos letrados que tienen una vida estable y sin sobresaltos. Gozan de ingresos medios o altos y un prestigio razonable, pero están sumergidos en la monotonía y perdidos entre los papeles de la burocracia legal, hasta que un día reciben la llamada a la aventura y eso los obliga a ser El abogado que sale de la zona de confort. Estos personajes logran encontrar una motivación, una causa que le da sentido a lo que hacen y, gracias a ello, se vuelven más humanos. Un ejemplo reciente es Rob Bilott (Mark Ruffalo) en Dark Waters (Todd Haynes, 2019), un abogado monótono que defiende empresas para un importante bufete y que, gracias a un vecino de su abuela, se volverá en contra de los intereses patronales.
Por supuesto, estas categorías no son compartimentos estancos y muchas veces se cruzan entre sí. Si pensamos, por ejemplo, en Erin Brockovich (Julia Roberts), protagonista del film homónimo (Steven Soderbergh, 2000), veremos en ella varias tipificaciones juntas. Aunque Erin no sea abogada en los papeles, es una idealista, que también persigue intereses que nadie cree que pueda representar con éxito y, al mismo tiempo, su llegada al mundo del Derecho es accidental, a través de un hecho fortuito que la hace salir de su vida habitual.
Se presume inocente
En el Derecho, la presunción de inocencia aparece como la contracara respecto al principio que establece que nadie puede ser condenado sin un juicio previo. Esto quiere decir que, hasta que no haya un juicio y una sentencia de culpabilidad, cualquier acusado debe ser tratado como si no fuera responsable del delito que se le imputa.
Es claro que esta idea no es compatible con la difusión mediática de los acontecimientos. Aun en los casos cuando la justicia funciona de modo ejemplar, el desarrollo de un proceso penal lleva un tiempo considerable, que no se corresponde con la inmediatez que necesitan los medios de comunicación al momento de transmitir una noticia.
Esta incompatibilidad genera que, ante cualquier hecho resonante, por fuera del expediente judicial, ya se establezcan responsabilidades y se asignen culpables de forma apresurada. Un jurista argentino muy reconocido, José Cafferata Nores, habla de un fenómeno muy particular y habitual en estos casos, la llamada sugestión del banquillo, que implica pensar que una persona cometió un delito por el mero hecho de haber sido vista en una situación atípica: esposada en una comisaría o sentada como imputada en un proceso penal.
Muchos thrillers legales toman como punto disparador la idea de una persona detenida por un crimen que dice no haber cometido. Una suerte de reversión del clásico whodunit (¿quién lo hizo?) del film noir, en el que ya no interesa tanto saber quién cometió un asesinato, sino más bien si el acusado (que puede ser o no el protagonista) es inocente o culpable.

En este tipo de películas, de movida, tenemos dos posibilidades muy claras: conocer desde un inicio la inocencia del imputado o que esto sea el principal motivo y misterio del film.
En el primer grupo tenemos films declarativos y de denuncia como In the Name of the Father (Jim Sheridan, 1993), The Hurricane (Norman Jewison, 1999), Conviction (Tony Goldwyn, 2010) o Just Mercy (Destin Daniel Cretton, 2019). Podríamos decir que no son thrillers, en la medida en que no se centran en un misterio ni en crear suspenso, sino más bien dramas de personajes o biográficos que exponen las injusticias y los puntos débiles del sistema penal. Es habitual que estos casos reflejen la selectividad del sistema penal, la ineficacia de las tareas investigativas de las fuerzas de seguridad y el mal desempeño de los funcionarios públicos. Todo eso se subsume en el encarcelamiento de un personaje que se sabe inocente; para estos individuos la cárcel actúa como un moldeador de conducta y también como un ejercicio de resiliencia. Este tipo de narraciones suelen presentarnos jóvenes impetuosos y un tanto irresponsables que, a medida que avanza el relato, desarrollan un crecimiento personal muy importante y aprenden a lidiar y a luchar contra la injusticia, haciendo de su inocencia la motivación que los ayuda a sobreponerse al encierro.
Podemos encontrar películas en las que la inocencia o la culpabilidad no son relevantes, porque el suspenso pasa por otro lado. En A Time to Kill (Tiempo de morir, Joel Schumacher, 1996), el eje central no pasa por saber si Carl Lee (Samuel Jackson) es culpable o inocente del asesinato de los dos hombres que violaron a su hija, sino más bien por cómo el jurado de un pueblo racista decidirá juzgarlo. Es una película sobre el racismo y las implicancias del Ku Klux Klan en la sociedad moderna de Estados Unidos. El thriller viene más por la cuestión política que jurídica.
En el segundo grupo de films, la cosa es bien distinta. Tenemos personajes acusados por un delito que no sabemos si cometieron o no y ese es el principal misterio o suspense que estructura la película. Uno de los casos más destacados es Presumed Innocent (Alan J. Pakula, 1990), obra basada en la novela de Scott Turow, en la que Harrison Ford da vida a Rusty Sabich, uno de los mejores fiscales del ficticio Kindle County, que debe investigar el asesinato de una colega, Carolyn Polhemus (Greta Scacchi). Más tarde, la investigación arrojará que Rusty en realidad mantenía una relación amorosa con Carolyn y eso lo convertirá en el primer sospechoso del crimen.
A lo largo de todo el film parecemos creer en la inocencia de Rusty, pero al mismo tiempo descubrimos que él no es un narrador fiable y que tampoco es el paladín de la justicia y el honor que quiere hacernos creer que es. El fiscal de Distrito y quien le pidió de un modo encarecido a Rusty que llevara a cabo la investigación, Raymond Horgan (Brian Dennehy), pierde la elección por su cargo y rápidamente le suelta la mano y lo deja a merced de su sucesor, Nico Della Guardia (Tom Mardirosian), y el fiscal Tommy Molto (Joe Grifasi). Este último, a su vez, había sido investigado por Rusty por actos de corrupción. El encargado de llevar adelante el proceso es el juez Larren Lyttle (Paul Winfield), un magistrado que parece justo y razonable con nuestro protagonista, pero que luego se develará como corrupto. Después de todo, el caso se caerá gracias a ciertas presiones extrajudiciales y algunos tecnicismos ejecutados por Sandy Stern (el enorme Raul Julia), el abogado defensor de Rusty, que arrincona al magistrado para que descarte el caso, dándole a entender que conoce de su pasado impúdico y su vínculo con la víctima.

La cadena sigue, pero se entiende la idea: la justicia no es limpia. Los operadores judiciales no están limpios. Y, finalmente, los procedimientos judiciales no se resuelven del modo en el que deberían (mención especial para esa suerte de epílogo, que revela al asesino de Carolyn y termina de enturbiar todo el clima del film).
Se presume inocente es, en definitiva, una película que tiene como principal objetivo desacralizar a las instituciones vinculadas con los procesos de administración de justicia, pero además como si fuera poco, muestra lo azarosa y selectiva que puede llegar a ser una resolución judicial. Alguien inocente no solo puede ser condenado por los motivos equivocados, sino que también puede ser absuelto por un procedimiento erróneo.
Como contracara del film de Pakula aparece Primal Fear (La verdad desnuda, 1996), película dirigida por Gregory Hoblit, basada en la novela de William Diehl.
Martin Vail (Richard Gere) es un abogado defensor célebre de Chicago. Es histriónico, seductor, imbatible y exitoso. El temor de los tribunales. Gana casi todo lo que toca y se enfrenta a cualquiera. Como era habitual en los 90 y los 2000, su estrategia es buscar casos resonantes que le permitan salir en la tele y venderse para conseguir nuevos clientes. Sus allegados le reprochan la falta de moralidad y de escrúpulos a la hora de tomar los casos; él se defiende con tecnicismos: “solo hago mi trabajo”.
La banalidad con la que Vail ejerce su profesión encuentra un límite cuando toma el caso de Aaron Stamper (Edward Norton), una suerte de monaguillo o diácono, acusado de asesinar a un arzobispo.
Desde la focalización (punto de vista), la película hace algo muy claro: nunca dudamos de que Aaron estuvo allí y que tuvo alguna participación en lo que pasó. Una secuencia del film se encarga de mostrarnos cómo huye todo ensangrentado de la escena del crimen. El problema está en que él dice no recordar cómo llegó al lugar ni qué pasó. Hay una elipsis estructural que se debe reconstruir.

Vail, incrédulo, toma el caso en principio solo por la importancia mediática, pero después descubre toda una red de pedofilia que rodeaba a la iglesia –cuándo no–, y comienza a creer que es probable que su defendido sea inocente, no porque no haya participado del hecho, sino más bien porque todo pudo haber sido el resultado de un severo trauma psicológico desarrollado a lo largo de los años. Para probar esto, Aaron se somete a una serie de entrevistas con una neuropsicóloga, Molly Arrington (una joven Frances McDormand), que llega a la conclusión de que el joven padece un trastorno de identidad disociativo, doble personalidad en criollo. Esta otra faceta de su vida se generó para soportar los múltiples abusos sexuales y cada tanto asume el control de Aaron para sublimar el dolor. El problema es que eso hay que hacérselo creer a un jurado y esa será la misión del abogado a lo largo de todo el juicio.
El protagonista recorre un arco de transformación muy marcado a lo largo de la película. Se involucra con su defendido, le cree fervientemente y hace todo por liberarlo. Cuando lo logra, bueno, digamos que no es un final feliz.
Otra vez, al igual que en Se presume inocente, La verdad desnuda nos pone frente a narradores no fiables, grises judiciales y las fallas de un sistema que se concibe perfecto, pero que no puede serlo jamás, dado que está compuesto y llevado adelante por humanos que no lo son.
En ambas películas, como en tantas otras, la incógnita de la inocencia es un elemento dirimente. Permite, a través del desarrollo dramático, hacer que los personajes se pregunten sobre qué es justo y qué no, y que también expresen diversas posiciones morales. Todo eso mientras el misterio se desarrolla.
12 hombres en pugna: los jurados y su rol en estas películas
En el mundo del Derecho existe toda una discusión que divide aguas respecto al juicio por jurados. Su razón de ser es darle al pueblo una participación democrática en el sistema de administración de justicia. El jurado representa al pueblo. Son 12 ciudadanos y ciudadanas comunes, gente de a pie, que asisten a un proceso y, desde su más íntima convicción, determinan qué parte tiene razón. El jurado recibe indicaciones y la guía de un magistrado. Un juez que se comporta como el guardián de las garantías del proceso y que evita que los ciudadanos sean manipulados. Quienes se oponen a este tipo de procedimientos advierten como problemático dejar el juzgamiento de individuos en manos de legos que pueden estar altamente sugestionados por los medios de comunicación y su formación previa, cuya actividad, a diferencia de la de un funcionario público, no es controlable.
Lo cierto es que estos procedimientos forman parte de nuestro inconsciente colectivo e imaginario cultural. La mayoría de ustedes debe tener imágenes de qué es un juicio por jurado gracias a las películas. Por otro lado, la mayoría de los films sobre juicios que han visto de seguro son estadounidenses. En Estados Unidos, existe el juicio por jurados. Podría decirles, y quizá no me creerían, que en Buenos Aires también existen estos procedimientos. Es probable que una audiencia en San Martín no tenga el glamour de Chicago, pero tiene su encanto, se los aseguro.

La idea de que 12 ciudadanos ordinarios se vean envueltos en una situación extraordinaria es lo suficientemente atractiva en sí misma como para elaborar una premisa que sostenga la totalidad de una obra. Sidney Lumet entendió eso y creó una de sus obras maestras: 12 Angry Men (1957), un film que tuvo reversiones y adaptaciones teatrales hasta el cansancio, cuyo eje narrativo es cómo 12 jurados deben deliberar en un cuarto sobre la inocencia o culpabilidad de un acusado. Por su lado, Runaway Jury (Tribunal en fuga, Gary Fleder, 2003) plantea una idea bien distinta. Basada en una novela de Grisham, la película es casi un film de estafadores, donde una serie de personajes especulan acerca de que pueden hacer que el jurado venda su voto al mejor postor y los abogados deben decidir qué hacer, o compran, o se arriesgan a que compre el otro.
Ahora bien, sacando este tipo de ejemplos más extremos, en la mayoría de los thrillers legales el jurado cumple una función dramática muy específica: representa al espectador y allí radica su importancia. Los abogados, cuando exponen sus argumentos, nos hablan a nosotros. Cuando buscan convencer al jurado, quieren que les creamos también. Si el jurado se conmueve, nosotros nos conmovemos. Si el jurado no parece convencido, tampoco lo estaremos. Esas 12 personas son, en definitiva, una excusa para que los personajes nos interpelen.
De todas maneras, que el jurado “represente al espectador” no significa que “sea el espectador”, y allí es donde aparece la manipulación narrativa y el espacio que permite una sorpresa hacia el final de los relatos. El jurado, muchas veces, puede tener un veredicto diferente al nuestro.
Veredicto
Si el thriller legal encuentra como clímax de su estructura dramática la etapa de los alegatos, ese momento en el que la fiscalía y la defensa resumen sus argumentos y exponen sus conclusiones hacia el jurado o los jueces, es en el veredicto donde se concluye la tensión dramática y comienza el desenlace del tercer acto narrativo. El veredicto marca el final del proceso, la persona es inocente o culpable, el caso se gana o se pierde. Como todo final, debe ser sorpresivo pero inevitable. Antes de que el jurado o el juez lea el resultado, ya debemos tener una sospecha de cómo todo se va a resolver.
Con la resolución del pleito, se alcanza un nuevo equilibrio. Los personajes pueden ganar o perder, pero siempre sufren una transformación, su arco narrativo los hace volver al inicio, pero diferentes. La estrella aprende su lección o encuentra una vocación. El novato ha tenido su bautismo de fuego y ahora está preparado para cualquier desafío. La gloria del pasado recupera la confianza en sí mismo y el respeto de sus clientes. El idealista aprende que, a veces, para ser ético, hay que romper las reglas de la profesión. Finalmente, el abogado que sale de la zona de confort encuentra una motivación y una razón de ser.

Como en cualquier construcción dramática, el thriller legal halla en la justicia y sus instituciones la excusa para hablar del ser humano y sus problemáticas. El fallo y la conclusión del pleito son importantes, pero no son lo más importante. Lo que trasciende es el cambio que han tenido los personajes.
A la vez, en el cierre de estas películas siempre se vuelve más tangible la opinión sobre el subtexto. Por lo general, la justicia en sí misma suele ser el tema principal y, cuando no lo es, es ineludible que igual se exprese una opinión sobre ella. Estas obras suelen hablar sobre cómo se comportan las instituciones con los más vulnerables. Critican o refuerzan su existencia. Suelen resumir sus ideas en el hecho de que, más tarde o más temprano, las personas reciben lo que merecen.
A veces la mirada es esperanzadora, la justicia falla, pero es porque está integrada por seres humanos, y los seres humanos son falibles. Al final del día, si los buenos ocupan los lugares, la cosa puede mejorar. No nos olvidemos, la mayoría de estas películas surgen en Estados Unidos, y los estadounidenses si creen en algo es en las instituciones.
En otras oportunidades, la justicia no logra equilibrar nada. Los personajes ganan el juicio, pero el sistema prevalece. Los juicios solo son performances que le hacen creer a la gente que es posible que se le dé a cada uno lo que le corresponde, pero de entrada el partido está amañado, no se puede ganar siguiendo las reglas.
Tarda en llegar…
Al final puede haber o no recompensa. Más allá de la opinión que podamos tener, hay algo que sí es ineludible, como decía Nino: el derecho está en todos lados, como el aire. Todos tenemos una idea u opinión sobre la justicia. Los abogados son un mal necesario y caminan entre nosotros. Los jueces, los jurados y los fiscales forman parte de nuestra vida cotidiana, aunque no lo sepamos.
Los actos de administración de justicia son performances que trascienden a las partes de un pleito legal. Se hacen para los demás. Buscan crear la verosimilitud de que el derecho se hace palpable y presente, como un espectro que recorre el espacio físico de los tribunales.

Estos relatos siempre estarán allí, en la medida en que haya casos interesantes o detalles que nos permitan hablar del ser humano. Y por eso siempre han sido tan atractivos para el público. Hoy se ven menos y se producen menos que antes. Eso es porque su auge ha pasado para los estudios, que cada vez son más conservadores y solo buscan tanques que sean éxitos de taquilla.
El thriller es, en esencia, el género del cine industrial de costo medio. Su vertiente legal es fácil de producir. No requiere un gran diseño de producción. Se suele apoyar en un buen guion y las interpretaciones de actores y actrices célebres. Un tipo de cine que los grandes estudios ya casi no hacen. Una especie en extinción.
Por suerte, sus años dorados nos han dejado muchísimos exponentes para disfrutar hasta nuestros días.
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