Los ilusos #47: hablemos del streaming

En La 24 desde hace muchos años que venimos siguiendo lo que sucede con relación al mercado de las series, primero en la televisión y, luego, con la aparición y el auge de las plataformas.

En el primer especial dedicado a la temática, allá por el año 2012, se hablaba de la transformación que había tenido el formato desde los años 2000 en adelante. Lo distintivo de ese período fue el traslado de recursos estéticos y narrativos del cine industrial a la televisión, cuyo lenguaje, se suponía, era mucho más rudimentario y básico. Pero no fue cualquier tipo de herramienta la que importó la televisión de la pantalla grande. En lo sustancial, el aporte provino de lo que podríamos llamar el cine de costo medio. Un formato industrial, pero capaz de mantener las huellas de un autor, es decir, un realizador que define una idea detrás de la producción y que intenta representar esa idea desde todas las áreas que componen al quehacer de una película. Un tratamiento estético en el que las ideas visuales y sonoras conversan con la narrativa y la temática de la obra.

Eso que hizo tan bien HBO, importando escritores y técnicos del cine, llevó luego a los directores al medio. Su éxito cambió el paradigma de la producción, elevó el despliegue y fomentó el desarrollo de una industria que perdura hasta nuestros días, y que incluso posibilitó que muchos géneros y propuestas que ya no encontraban un lugar en una cinematografía dividida entre pocos tanques (casi siempre de superhéroes) y muchísimas películas muy chicas hallaran un lugar.

No es casualidad que el thriller, el policial y ciertos tipos de drama solo tengan espacio en “la televisión”. El medio les ofrecía (verán más adelante por qué el uso del pasado no se trata de un error) una mayor apertura al desarrollo narrativo y les daba el espacio –e incluso, a veces, mayores libertades– para producir.

El segundo número que le dedicamos al formato, allá por 2017, reflejaba la llegada de las plataformas y la explosión del contenido en streaming. De manera incipiente, ya se avecinaba la oleada de ofertas y servicios, y la disyuntiva era clara: no alcanzaba con alojar el contenido de terceros, las empresas debían generar el propio para poder robustecer sus catálogos. Fue lo que ocurrió en los últimos años, con un aditivo: la regionalización de las producciones.

Una vez establecido e instalado el mecanismo de las OTT (Over-the-top media services, como se llama a la transmisión de contenidos a través de internet sin la implicación de operadores tradicionales), su expansión consistió en ir estableciéndose regionalmente y, una vez ya dentro de los territorios, comenzar a generar contenido autóctono.

Esto tiene sentido, en la mayoría de los países es más fácil y más barato producir que en Estados Unidos, y además, genera un enganche local tanto para el público como para la industria. A las grandes compañías les permite tercerizar, delegar el trabajo y su know how en casas locales, lo que reduce las posibles pérdidas y mitiga las responsabilidades. No hace falta producir de primera mano, lo que importa es darle el manual a un tercero para que pueda hacerlo, eventualmente pagarle para que lo haga y que ceda los derechos de ese contenido.

En ese sentido, el modelo de negocios no es muy diferente a lo que ocurre con las “empresas” de transporte y de delivery.

Modelos de negocios

Si prestaron atención, cuando hablé unos párrafos atrás sobre los tipos de producciones que hacían posible los servicios de streaming, me referí a eso en pasado. Para los años venideros la cosa parece que se va a modificar y mucho.

Hoy por hoy, es un poco absurdo sostener que no estamos en una etapa “aceleracionista” del capitalismo. Tanto por derecha como por izquierda esta corriente de pensamiento, ligada al desarrollo de la tecnología, habla de toda una serie de transformaciones en los entramados sociales que cada vez son más rápidas y menos detectables y que eventualmente van a generar un cambio social radical.

Pensemos un poco. Netflix llegó a la Argentina en el año 2011. Recién en 2012 lo hizo en Europa. Podemos decir que se volvió algo habitual de encontrar en un hogar promedio de nuestro país para 2013 o 2014. Hace solo 8 años.

En ese momento producía algo de contenido e importaba todo lo demás. Esa tendencia cambió drásticamente en tan solo 3 años. Entre 2017 y 2020, el crecimiento de su catálogo fue bestial y pasó poco a poco a dejar de albergar contenidos de terceros y a priorizar los propios, ya fueran series o películas que financiaba de primera mano o producciones respecto de las cuales tenía un acuerdo de distribución exclusiva.

Esta transformación se dio en paralelo a la aparición de los nuevos servicios de streaming, surgidos al calor del éxito de Netflix y creados por las grandes productoras multinacionales, que venían del sector tradicional de la TV.

Ese momento de apogeo hizo posible que Netflix produjera películas que podríamos llamar de “autor”. Cineastas consagrados, no necesariamente de las grandes masas, tentados para sumar contenido de “calidad” a la plataforma. El intento fue el de inmiscuirse en el mundo del prestigio cinematográfico, buscando ocupar un lugar en los festivales de cine más importantes del país y en la entrega de los premios Óscar.

La primera de estas películas fue Beast of No Nation, de Cary Joji Fukunaga, que no llegó a competir por una estatuilla de la Academia, pero que estuvo en competencia en el Festival de Venecia. A ese puntapié luego se agregaron un montón de films más “indies” o pequeños. Comedias, dramas familiares, algunos thrillers y documentales “industriales”. Películas de presupuesto chico o medio para la industria, que cada vez empezaban a tener menos espacios en las carteleras con la expansión de los universos de los superhéroes, el cine de franquicias y el revival de las secuelas y los spin-off.

Además del film de Fukunaga, Netflix produjo Okja, de Bong Joon-Ho y The Meyerowitz Stories, de Noah Baumbach, dos películas de 2017 que compitieron en Cannes por la Palma de Oro y que instalaron una discusión que hasta ese momento parecía imposible dentro de la industria: la batalla por las ventanas de exhibición exclusiva de los cines.

La tradición indicaba, grosso modo, que una película tenía una vida útil en cines de entre 4 y 6 meses. Después de eso podía pasar al formato de reproducción hogareño, supongamos el DVD, y recién dos meses después aparecía su circulación en mercados de alquiler de contenidos digitales como el pay-per-view o las descargas digitales. Para el año y medio desde su estreno, la película ingresaba en los circuitos de televisión.

Para las producciones pensadas para plataformas esta ventana no tiene demasiado sentido ni relevancia. La cosa se complejiza cuando las OTT comienzan a producir contenido que tiene algún tipo de finalidad o de destino para salas cinematográficas. Es antieconómico hacer todo ese recorrido y resultaba necesario reducirlo.

Estas ventanas de exhibición son acuerdos tácitos entre las majors (las grandes empresas de distribución cinematográfica) y los grandes complejos de salas. Con estos arreglos se aseguran de no competir con otros medios como la televisión y que si alguien quiere ver una película deba de modo indefectible ir al cine.

Se viene intentando romper estos acuerdos desde hace años, con la llegada del cable y la reproducción hogareña, pero fue solo hace muy poco, casi que podríamos decir que apareció con la pandemia, que se estableció un consenso necesario sobre su flexibilización.

Ese 2017 fue la piedra angular del conflicto. Netflix presentó las dos películas a concurso y avisó que ninguna tendría estreno en salas. Solo las verían quienes estuvieran suscriptos a su plataforma. El escándalo fue total y generó un beef entre la empresa y el festival que continúa hasta nuestros días.

El segundo episodio fuerte tuvo lugar cuando el servicio de streaming lanzó Roma, de Alfonso Cuarón, en el año 2018. El mexicano quiso estrenarla en su país y chocó con Cinepolis, la cadena de cines más importante de aquel país que no aceptó las condiciones de Netflix y buscó imponer las tradicionales de las ventanas de exhibición (para esta época el estándar ya se ubicaba en 90 días de exclusividad en salas antes de que el film llegara a otros espacios).

Algo similar ocurrió con The Irishman, la superproducción que le pagaron a Martin Scorsese en 2019, que solo pudo verse en algunas salas alternativas alrededor del mundo.

La patada final a todo esto la dieron quienes más se resistían a este tipo de prácticas: Disney y Warner. La pandemia y el cierre de los cines obligaron a replantear ciertos esquemas y muchas películas se lanzaron en simultáneo en cines y en plataformas. Muchos cineastas pusieron el grito en el cielo, el caso más conocido es el de Denis Villeneuve con Dune y su pelea directa con Warner para que el film no fuera lanzado al mismo tiempo en salas y en HBO MAX.

El resultado, otra vez, fue la reducción de la ventana de exhibición de los cines. El estándar actual, para los tanques y las grandes películas de estudio, bajó a 45 días. Es el tiempo que tardó The Batman en llegar de forma masiva a los hogares de los suscriptores de la plataforma de Warner.

Que las películas de mayor presupuesto lleguen más rápido a las plataformas también incide en qué producciones originales se van a desarrollar. La expansión del catálogo de Netflix y su necesidad de competir de manera directa con Disney y con Warner, que son quienes llevan las franquicias más grandes a los cines, los obliga a alejarse de su curaduría más de “autor” y de presupuesto bajo/medio y pasar a competir en otro terreno.

La dinámica que se dio durante los últimos 15 años en el cine llegó a estos servicios. Así como vienen desapareciendo de la faz de las salas las películas de presupuesto medio, lo mismo ocurre con las producciones originales de los servicios de streaming.

Hace unos días, un artículo de The Hollywood Reporter filtraba una serie de trascendidos a partir de conversaciones en off que se habían mantenido con fuentes cercanas e internas de Netflix. La nota es bastante explícita en su clasificación: Bigger, Fewer and Better (más grande, menos y mejor). Ese sería el plan del servicio para los años venideros. Alejarse de las comedias, los dramas y el cine de ciertos “autores” y concentrarse en pocas películas con presupuestos de más de 200 millones de dólares.

Un escenario así terminaría de acrecentar la tendencia actual. Los grandes servicios de streaming comienzan a competir de forma directa con los cines con el mismo modelo de producción: tanques carísimos. El resto de la producción, incluso aquella que los hizo crecer en sus orígenes, quedará relegada.

Pero no todos los servicios son iguales u ofrecen lo mismo.

Alternativas

La expansión de internet terminó con esa falsa creencia de la democracia digital infinita. Las redes replican los comportamientos sociales, incluso, los llevan hacia nuevos extremos bajo las posibilidades que brinda el anonimato. Hace algunos días, el director de esta publicación me compartía este podcast, una entrevista a Jonathan Haidt, un psicólogo social de la Universidad de Nueva York, que le pone cierto marco teórico a algo que venimos conversando desde hace mucho y que notamos en algunas generaciones que son un poco más jóvenes que nosotros: la dinámica de las redes sociales, en especial de Instagram, están destruyendo cabezas. La idea de éxito y prosperidad, de vender una vida atractiva, insume una gran cantidad de tiempo y trastoca las mentes de las personas. Todo se vuelve inmediato o no existe. No tiene que ver del todo con esta columna, pero vale la recomendación.

El asunto es que esa misma voracidad se trasladó a las plataformas, pero a la vez esa misma vorágine permite que aparezcan otras propuestas o alternativas que no son dañinas o que dañan menos. La proliferación de la difusión de contenidos por internet también puede ser una gran herramienta para la distribución de producciones alternativas y para la generación de públicos específicos.

Mucha gente podrá patalear, gritar, insultar en el aire y maldecir. Todas esas cosas no cambian lo que está ocurriendo. Y lo que está ocurriendo es que las grandes compañías están dispuestas a pelear por públicos gigantescos, y que luego, por debajo de toda esa capa, existen públicos más pequeños, pero lo suficientemente grandes como para mantener a flote ciertos proyectos. No es casual el apogeo de los clubes de membresías y de apoyo para los proyectos autogestivos. El modelo de comunidad es un resorte de cierto éxito para proyectos pequeños y también una herramienta inteligente para resistir mientras el mercado se va comiendo a sí mismo.

Nuestra comunidad audiovisual se la pasa discutiendo la cuota de pantalla y el formato de exhibición tradicional de la producción local siempre relegada frente a los tanques de Hollywood. La proclama es válida y debe sostenerse tanto como la soberanía de nuestro país sobre las Islas Malvinas. Ahora bien, no alcanza con sostener la proclama para volverla real y tampoco debe tener como consecuencia una mirada obtusa de la realidad y evitar utilizar a favor las grietas y las oportunidades del sistema.

Algunos grupos de personas han entendido algo de esto y así muchas plataformas han ido surgiendo en el último tiempo. En el exterior encontramos casos más “organizados”, como Shudder, un servicio de streaming para el terror. Para el cine de qualité tenemos un ejemplo que es casi argentino, aunque muchos no lo sepan: Mubi. El magnate argentino Eduardo Constantini es uno de sus socios fundadores.

Pero además de estos modelos de negocios más grandes, también existen servicios más pequeños o artesanales. Hoy por hoy, vender una película por Vimeo, Itunes o Amazon es muy sencillo y puede hacerse desde el hogar.

Podemos conversar horas sobre los problemas en la conformación de los públicos, la necesidad de un mayor apoyo en la difusión y promoción de nuestro cine, pero lo cierto es que nunca fue tan fácil conseguir una película argentina más o menos reciente. Y eso es gracias a las posibilidades de la distribución que brinda internet.

Por supuesto, hay muchas discusiones pendientes, los royalties o regalías que se pagan son ínfimos y esto hace que sea muy difícil que la venta de una película genere los ingresos necesarios para hacerla existir. Lo que sí es interesante poner sobre la mesa es que el espacio y ciertas condiciones de existencia actuales pueden –y deben– utilizarse en favor del cine más desprotegido.

La pata local: marca, industria y producción para la generación de públicos

Hace unas semanas Amazon Prime Video lanzó la primera temporada de Iosi, el espía arrepentido, una superproducción de ficción, basada en la historia de José Pérez, un agente de inteligencia infiltrado en la comunidad judía durante los 80 y 90. Pocas semanas antes la plataforma había estrenado Porno y helado, una serie de comedia de Martín Piroyansky.

Ambos productos posen algo en común. Son manufacturas que no tienen nada que envidiarles a los mejores exponentes de Estados Unidos y Europa, pero además son series que tienen una fuerte impronta local como para generar un interés muy situado en el público argentino. Por supuesto, están pensados como productos para ser exportados, pero ese no es su alma máter. A su vez, tanto Iosi como Porno y Helado tienen detrás un equipo creativo de primer nivel, en el que la puesta en escena no es solo un capricho o una excusa en aras de hacer avanzar el relato. Tienen, lo que se dice cuando se enseña cine, un tratamiento claro y coherente.

Mientras escribo esta nota, en Argentina se están filmando para afuera y para adentro producciones de presupuestos exorbitantes que uno no pensaba que pudieran ocurrir, al menos no con esa seriedad. Por ejemplo, una biopic de Fito Páez, dirigida por Gonzalo Tobal (Villegas, Acusada).

Los servicios de streaming hoy son los que aseguran el pleno empleo de la industria cinematográfica local. Si hacen películas, si estudiaron cine o si son estudiantes avanzados de alguna escuela, sabrán lo difícil que es encontrar un técnico amigo para un proyecto independiente o incluso un largometraje financiado por el Instituto de Cine. Enseño cine y tengo contacto con estudiantes desde hace muchos años: hasta las personas que uno no imaginaría que podrían conseguir un trabajo en este medio, hoy tienen algún rol en producciones de este tipo.

Eso abre nuevas discusiones y disyuntivas. Ese trabajo, de seguro no estará muy bien pago. Lo que no significa que no sea un salario competitivo e incluso mejor que otros, en un contexto económico como el que vive el país y como el que atraviesa la industria audiovisual. Los sueldos son endebles, en un país en el que todo el mercado del trabajo es endeble.

¿Estoy diciendo que nos jodamos? Para nada. Digo que pongamos las cosas en contexto. Hace muchos años un técnico calificado de cine, digamos un buen director de fotografía, podía hacerse o comprarse su casa. Hoy no puede. No al menos con su salario. De igual manera, esa era la realidad de un empleado judicial o bancario, por mencionar los trabajos mejor remunerados del país. Hoy esas los escalafones más bajos de esos rubros casi que tampoco pueden acceder a una vivienda propia.

Luego aparece la cuestión del fomento: ¿estas compañías deberían aportar al Fondo de Fomento Cinematográfico para mejorar la producción local? La respuesta más lógica es: sí, claro que deberían. Ahora bien, acá entramos en algunos pormenores. Los servicios de streaming tributan el IVA completo, el 21%. Para equiparar ese aporte al que realizan las cadenas de exhibición con el corte de entradas o las cableoperadoras con el uso del espectro radioeléctrico, lo que debería ocurrir es que el Estado genere una asignación específica de ese impuesto, total o parcial, al Fondo de Fomento Cinematográfico. No soy amigo ni me caen muy bien Reed Hastings o Jeff Bezos pero está claro que no son ellos quienes tienen que tomar esa decisión.

El número 37 de la revista estaba dedicado al cine nacional y, en especial, al catálogo de nuestro streaming vernáculo: Cine.Ar. La nota de Mariano, Una de arena, ponía el eje sobre algunos aspectos clave de nuestra “industria”, el sistema productivo nacional y la utilización de las plataformas como forma de difusión.

La mayor parte de quienes hacen cine en nuestro país reniegan de algunas palabras. Decirle “producto” a una película es un insulto. Hablar de la necesidad de generar “marca” y conformar una disciplina “industrial” genera pavor. Muchas veces esto proviene de la boca de personas que hicieron toda su carrera profesional en televisión o publicidad. Otra vez, contentar el alma desde el plano de la sintaxis puede ser un ejercicio bastante aliviador, pero para nada transforma la discusión.

Alguien podría tildarme a mí de procapitalista, soldado del imperio norteamericano, vendedor de nuestros pueblos y negacionista del Abya Yala por decir esto. No sería la primera vez, tampoco será la última. Creo que nadie se animaría a decir eso de, digamos un nombre solo por decirlo, Octavio Getino.

Getino, siempre preocupado por la difusión y exhibición del cine local, fue el coordinador de una serie de informes compilados en un libro muy interesante y que muchas personas deberían leer: Producción y mercados del cine latinoamericano del siglo XXI. La publicación, editada por el ICAIC y la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (entidades que, sospecho, nadie se animaría a tildar de procapitalistas), establece un mapeo regional sobre cómo está conformado el mercado de la producción y de la exhibición cinematográfica en el continente para la primera década del siglo XXI. Si bien no se actualizó y por obvias razones no llega a analizar el fenómeno del streaming, el libro sí le dedica bastante a pensar la situación de las formas alternativas de exhibición de los films a las salas de cine.

Las conclusiones de Getino son contundentes: es necesario fortalecer el desarrollo de una industria potente, no apoyada en exclusividad sobre la pata de los Estados, con legislaciones que permitan sostener políticas públicas de forma duradera en el tiempo y que defiendan la difusión y promoción local. Por supuesto, los autores identifican que es necesario defender las cuotas de pantalla, pero no se quedan en eso, entienden que es necesario generar un circuito alternativo de exhibición y de difusión de las películas.

Respecto al apoyo estatal, hay algo que es claro y estúpido discutir a esta altura, como decía el artículo de Mariano: El fin ulterior del INCAA, su destino utópico, es dedicarse a fomentar lo que jamás fomentaría una productora privada: películas avant-garde que reflexionen sobre el lenguaje cinematográfico y exploren narrativas y modalidades de avanzada; films con compromiso y relevancia social, que hablen de la realidad de nuestro país y sirvan para la reflexión del espectador, al mismo tiempo que regula un mercado (que incluye distribución y exhibición) que se nutre de producciones privadas. También debe servir a todos –sin importar quién financie– como fuente de difusión externa y apoyar estrenos de ultramar, a través de los recursos que el Estado nacional tenga para ello, ya sean festivales internacionales, agregados culturales, convenios con organismos extranjeros y un larguísimo etcétera.

En esa línea es que la necesidad de “marca” y “producto” se vuelven indispensables, por lo menos en un mundo que funciona con las reglas del actual. Para generar una contracultura de resistencia necesaria hay que buscar interpelar al espectador promedio con las mismas reglas que son interpelados por el capitalismo desenfrenado.

¿Alguien se piensa que, por ejemplo, Manuela Castañeira, Myriam Bregman o Alejandro Bodart no disfrutan de ver Borgen o algunos de esos productos de Netflix vilipendiados en el seno de un debate entre estudiantes de cine? ¿Alguien cree que no escuchan un podcast por Spotify o que no mandan mensajes por WhatsApp?

El concepto de parresia proveniente de la escuela cínica griega y retomado por Foucault en su teoría incluye la idea de que habría que tratar de vivir como se dice que hay que vivir. Solo nosotros sabemos cómo somos en la intimidad, pero la mayoría de ustedes, aun siendo de extrema izquierda, creo que podrían disfrutar de Top Gun: Maverick sin salir con ganas de afiliarse al partido demócrata o republicano.

La historia del cine latinoamericano es también la historia de cómo las élites de izquierda bajaron al territorio a decirle al pueblo trabajador que todo lo que les gustaba estaba mal y que todas sus formas de consumo eran producto de una relación de colonización cultural. Es el relato de cómo quién nunca tuvo hambre desciende a explicar qué es el hambre y cómo debe combatirse. De los 60 a esta parte la dinámica es la misma. Los resultados están a la vista. Quizá es tiempo de pensar otras formas de acercamiento.

En esa línea el rol del Estado debería ser más inteligente. Unificar marca, esfuerzos y contenidos. No tiene sentido que Cine.Ar, Contar y Encuentro funcionen por separado. Es absurdo que la idea de “Jueves estreno”, como un programa que permite estrenar films en simultáneo en salas alternativas y vía streaming, no sea una política consolidada.

Decía más arriba: nunca fue tan fácil acceder a una película argentina contemporánea como ahora. ¿Por qué no aunar esfuerzos en mejorar esa distribución y exhibición alternativa? Demonizar el streaming en términos abstractos es como demonizar la idea de internet.

El problema sigue siendo la lógica de la producción imperante, que nunca puede salir de la idea de cobrar un subsidio para pasar a lo que sigue. Al igual que nuestro propio medio, demasiado acrítico para adentro y repleto de personas que están más interesadas en decir que hacen cine que en mostrar sus películas.

Necesitamos un medio diverso y plural. Necesitamos producciones grandes, chicas y pequeñas. Argentina debe tener tanques, producción intermedia y películas independientes. Debe tener y potenciar sus plataformas. No se puede apoyar a todos por igual. Sostener lo que no tiene lugar en el mercado es el rol del Estado, sin dejar de lado el impulso de buscar nuevos mercados donde eso pueda tener un espacio. Es la única forma de que el financiamiento se vuelva espiralado y virtuoso.

La encerrona actual, en un país con nuestras dificultades económicas, nos lleva a discusiones absurdas, casi caprichosas. Así como es un disparate hablar de “comunismo” en los términos caricaturescos en los que se refiere la derecha, también lo es ilustrar del mismo modo el capitalismo acelerado en el que vivimos.

Fomentar un público requiere tiempo, trabajo y esfuerzo. A lo mejor, que una generación sacrifique un poquito el sueño inmaculado de que su película se vea solo en una sala ayuda a que el cine argentino se haga más popular y federal; a que se generen más espectadores; a que la plataforma nacional y su marca crezcan; a que más cineclubes sean necesarios; a que el Estado fortalezca la red de espacios alternativos de exhibición; y a que, el día de mañana, más películas lleguen a los cines. Para quienes se dicen militantes, en un país donde usar esa palabra hizo correr tanta sangre de jóvenes a manos de la represión estatal, suena a un sacrificio razonable.