37° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata: Crónica y doble(s) programa(s)

Hacia Mar del Plata
Luego del impasse pandémico y postpandémico vuelve el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata a todo vapor. Aunque al tren le falten un par de pasajeros, ya que Cecilia Barrionuevo dejó de ser la directora del festival, para pasarle su puesto a Pablo Conde, la máquina continúa igual. El tren no posee paradas, sale derecho desde la estación central y sin más misterio llega directo a destino. No hay pasajeros nuevos y los maquinistas se reparten la cabina entre ellos. Esto no significa que, al pasar por alguna de las viejas estaciones, no se vea a algún tímido aspirante a viajero con la mano levantada, como pidiéndole al viento que frene cuando sabe bien que ya agarró rumbo.
En cierto momento, el tren, que necesita de sus fogoneros y una buena cantidad de carbón, se detiene. No hay nada en las vías, la ruta está limpia. Tal vez lo que falta es combustible, así la máquina puede avanzar; pero, si bien solo un poco, al fijarse bien todavía hay un restante. Conde, en la cabina, mira al horizonte con clara confusión. Debajo suyo un pequeño señor de aspecto inglés lo mira desde las vías. En la mano tiene una libreta y un par de papeles. Los pasajeros se empiezan a preocupar, fabulan cosas, se ven implicados en un posible asesinato, tal vez en una novela de Agatha Christie. Pasa el rato y empieza a respirarse un leve pánico. Conde lo nota y se empieza a preocupar. Entonces decide pasar por los compartimentos explicando la situación que, según lo que sabemos, es más o menos la siguiente: hay que complacer al pequeño hombre inglés y así se podrá seguir camino. Eso requiere de plata y el cambio de divisas, debido al tumultuoso pasar económico de nuestro país, se genera un desbalance en la posible compra de carbón. Las grandes estrellas del cine contemporáneo, que paseaban en los vagones de primera clase, están de huelga. Conde comienza a ver como lentamente estos invitados foráneos, que antes se encontraban ávidos de conocer las playas argentinas, pierden el entusiasmo al instante. La gente se baja, de a poco, y quedan algunas caras reconocibles a las que se les puede escuchar hablar en un claro criollo. La situación es inquietante. Con el exilio de gente el tren comienza a perder un poco de peso, se vuelve más ligero. Conde siente esa liviandad como una señal, como un indicio, por lo que en un arrebato toma todo lo que queda en la caja y decide comprar, sin más preámbulo, el tren entero. Con una vivacidad peronista y sin tiempo para sacarlo de la caja, arroja desde su cabina todo el dinero encima del pequeño inglés. Este lo recibe sin más y se hace a un lado. De a poco el tren comienza a avanzar, traqueteando hasta el lejano horizonte, presagiando un trabajo cumplido.
La situación económica actual obliga a replegar las diversas alas que despliega el Estado. Claramente el festival de Mar del Plata no está exento. En esta edición número treinta y siete podemos ver un torrente de películas argentinas y latinoamericanas. Las nacionales en particular dominan las grandes competiciones, hay cuatro de ellas en la Competencia Internacional, además de un par más latinoamericanas, y otras cuantas más desperdigadas por la programación. Entre ellas forman una gran parte de la propuesta del festival, pero esto, aunque es motivo de celebración, no indicaría necesariamente un cambio radical con las ediciones pasadas. Más bien lo que se perfila como una distinción clara es la ausencia total de una figura central o, en todo caso, la centralidad asaltada por un fantasma.
Dentro de varias retrospectivas y proyecciones de películas argentinas, actuales y pasadas, el festival dedica esta edición a la vida y obra de Leonardo Favio. El director mendocino cobra un lugar interesante en el cual se lo pone a la par de, tal vez la única figura contemporánea medianamente conocida (por su obra y su afán polemista), Albert Serra. La libertad que le confiere al festival esta “forma de ser” es total, la vara se plancha aportando cierta igualdad y de alguna manera permitiendo aquello a lo que un festival siempre debería aspirar que es reunir cosas diversas. Ahora bien, dentro de esa viva diversidad nacional todavía quedan un par de preguntas por hacerse.
En la ciudad feliz
DÍA 1: El rostro de la medusa y Hace mucho que no duermo.
Con el sol y viento característico de la ciudad costera argentina Mar del Plata te invita, además de a la playa, a pasar tiempo en la calle acariciando el sentir local. Con tan solo pararte en una esquina podes encontrarte con los distinguibles concurrentes del festival de cine, con la familia que se escapó por el fin de semana, con los maratonistas que formarán parte de la próxima media maratón y con un par de remeras argentinas que ya palpitan el Mundial. Dicho todo eso la mayor parte del día la pasé en un centro comercial. El Paseo Aldrey que, con un estreno reciente y con participación en la anterior edición, se posicionó como una de las sedes que más proyecciones abarca en el presente festival. La centralidad del, valga la redundancia, centro marplatense también se corre unas diez cuadras al sur para asentarse dentro del shopping. Pero la otra centralidad, la que con justicia se niega a correrse, es la del Auditorium. Inmiscuida dentro del casino y el Gran Hotel Provincial, esta sala se reserva exclusivamente para la Competencia Internacional y para los actos de gala. Ahí pude ver la segunda película de Melisa Liebenthal, El rostro de la medusa. Es curioso como todas las películas argentinas dentro de la Competencia Internacional (sumándole a la mencionada, Cambio, cambio, La uruguaya y Tres hermanos) son las segundas películas de sus respectivxs directorxs. Tal vez haya algo que decir sobre la apuesta a cineastas que con sus primeras películas generaron cierto revuelo, sobre todo las de García Blaya y Liebenthal, y se les da un espacio dentro de una competición tan grande. Pero, volviendo al asunto, El rostro de la medusa es una película un tanto ensayística que yo llamaría “de tema”. Se establece en términos de imagen un tipo de camino a seguir, una hipótesis, y se la desarrolla hasta el final. Ese tema podría ser, con grandes letras, algo así como “la identidad” o “la percepción” o simplemente la voluntad de explorar el acto mismo de ver. Esto nos queda claro en las tediosas charlas previas a la película que ya forman parte, como obligación, de todos los festivales. Pero si la charla no existiera, ahí estaría de igual forma la primera escena y las diversas menciones a la cuestión del tema que aparecen dentro de la película.

La trama es así: una mujer se levanta con un rostro que no es el suyo. El desenvolvimiento de la película viene sobre todo de las peripecias generadas por esta sustitución. Entre ellas, hay un novio abandonado, una familia desordenada, una carrera como profesora de universidad y un pequeño romance. Las escenas se construyen bajo aquella cortina. Uno entiende que está yendo a hacerse un nuevo DNI porque le cambió el rostro y entiende que ahí se juega la cuestión material de lo identitario, el rol estatal de la identidad y un par de cosas más. Uno también entiende la comparación que se hace, mediante un programa de la notebook, de sus fotografías actuales y viejas, poniendo en juego la relevancia de los dispositivos electrónicos (de comunicación y de vigilancia ¿un oxímoron?). Y se comprende también que eso habilita la cómica situación por la cual ella se toma nuevas fotos y cambia los perfiles de sus redes sociales recibiendo así comentarios de lo más variado. El problema, en mi opinión, es que al correr esa cortina que funciona como sostén de la película uno se encuentra, por detrás, con la misma cortina. Como si la profundidad de la escena fuese una replicación misma de aquello que “el tema” ya puso en escena, este procedimiento, que se reitera incesantemente, llega a su paroxismo en la escena en la que Belén, la protagonista, duerme en casa de su nuevo amante. Ahí, mientras miran la tele despreocupados, uno puede escuchar como de fondo, para no olvidar de que se trata la película, se reproduce el sonido de un documental sobre medusas.
Es como si la película tomará la forma de uno de esos espejos que permiten reflejarse a uno mismo infinitas veces sobre la misma posición. Poniendo “yo” sobre “yo”, la película emana cierta inocencia adolescente en la que uno fácilmente cae sobre uno mismo. Hay algo también en sus padres, representados en la ficción por los padres reales de Melisa, en el trato que tienen con la protagonista, que la posicionan a ella y a sus contestaciones como si salieran de una adolescente crecida. Ella ya está entrada en sus treintas y sigue viviendo con los padres. Si bien no se dice nada de su vida previa al cambio de rostro, la película nos permite adivinar cómo era su pasado y qué tanto cambió su cotidianidad desde ese suceso.

Cuando la película logra escapar de su propio reflejo contiene momentos perspicaces, sobre todo en la documentación de los animales encerrados en zoológicos interactuando con los diversos turistas. Ahí hay un material muy potente; el punto de partida, según la directora, para hacer la película. Cuando la imagen finalmente logra acercarse a esa potencia, para salir de su reflejo, es justamente a partir de una ventana. En la escena final, luego de su largo recorrido, Belén hace las paces con su nuevo rostro y decide abrazarlo. Deja a sus padres y se muda sola a uno de esos apartamentos acartonados de la capital. Al entrar inspecciona el departamento con una curiosidad infantil. Los ojos saltones de la actriz Rocío Stellato resaltan aquello que ve y, aquello que ve, la resalta a ella. En un momento llega a un cuarto completamente vacío pero inundado de una agradable luz. La luz entra por una solitaria ventana que se encuentra al final del cuarto. Esa ventana, tan parecida pero tan distinta a los vidrios por los que se puede ver a los peces en el acuario, se vuelve, dentro de su casa nueva, su propia cárcel. De modo repentino un grupo de adolescentes gritones arrojan un huevo que se estrella contra el vidrio y la película termina.
Más entrada la noche, se proyectaba, en las cómodas salas del Aldrey, Hace mucho que no duermo de Agustín Godoy. La película tiene un dispositivo narrativo que explota hasta el final. Hay un hombre al que le cuesta dormir, tanto es así que, por sus prominentes ojeras, lo llaman, o él mismo se llama, el Mapache. Este impedimento para descansar no sería tanto un problema, pero la cuestión es que de alguna manera este hecho lo lanza a un mundo onírico de fantasía en cual debe buscar una mochila. En principio pierde esa mochila, pero alentado por una gitana llamada Luminitsa, sale a recuperarla a toda costa ¿Quién se la llevó?, no queda muy claro. Pero era de alguien y era para algo, y una organización de algo se la llevó para algo y en contra de alguien.

Esta película, a diferencia de la anterior, no tiene un tema que desarrolla, más bien tiene una voluntad de filmar ciertas cosas. Gente corriendo, espectaculares locaciones de la capital, personas que hablan rimando y, de alguna manera, el amor son un par de las que se pueden listar. Si agregáramos a esa lista “el trabajo” podríamos tranquilamente estar hablando de otra obra con la que esta comparte ideas: Castro, de Alejo Moguillansky. La conexión y tradición que tira por parte de la Universidad del Cine se vuelve clara. Con alusiones a Aquilea, la ciudad mítica de la película Invasión, y la aparición de mapas y otros vericuetos, hay en la película de Godoy una voluntad de inscribirse dentro de una pequeña línea de películas argentinas. Esta tenue línea la conforman Invasión, Castro y, ahora, Hace mucho que no duermo. Si bien creo que la conexión Invasión-Castro e Invasión-Hace mucho que no duermo es un tanto tirada de los pelos, hay una voluntad, no de apropiarse desde la forma, si no de establecer una relación de parentesco con la película de Santiago. La línea entonces la ocuparían Castro y Hace mucho que no duermo, e Invasión aparecería como referencia aunque su programa estético está lejos de estas dos. Como toda familia, cada uno tiene sus formas.
Esto queda claro sobre todo al comparar Castro con Hace mucho que no duermo. La película de Godoy es voraz. Tiene una potencia que te posiciona en una situación muy extraña. Las locaciones que utiliza son abundantes y cada vez más inconexas. Cierta idea de continuidad espacial, que una película de persecuciones tiene como uno de sus grandes temas a resolver desde la puesta en escena, va transformándose hasta alcanzar momentos irrisorios. De repente, de la cancha de Nueva Chicago pasamos a La Bombonera, de La Boca a un túnel debajo de la General Paz y de Lugano a Palermo. Este vórtice cinematográfico en el que nada se entiende, sin embargo todo se pone en escena, tiene un efecto muy particular. Uno siente esa avasallante fuerza de lo que un mentado productor llamaría production value, un despliegue enorme que agiganta la sensación de aquello que se está viendo, como cuando se ven las miles de vacas que cruzan el arroyo en Río rojo. Lo que sucede es que, con la rapidez de las escenas y la sinécdoque formal que utiliza Godoy, esos espacios se desfiguran pasando a ser una parte pintoresca de un todo caótico. Es decir, hay una voluntad de narrar la ciudad al igual que en Invasión y que en Castro, pero esa transfiguración es más un deseo que algo concreto. Funciona de la misma manera que la mochila, la cual es más una idea que algo material, una posta que los personajes se pasan y que sirve como trasfondo de aquello se quiere filmar (gente corriendo, el amor, etc).

Si esta especie de macguffin (un elemento que atraviesa la película y la pone en marcha sin ser, en sí, un valor en la trama) tendría de alguna manera una respuesta -tal vez si pudiéramos ver que tiene la mochila adentro, o nos remitiera a algo o supiéramos por qué todos la buscan- entonces la película estaría perdida. Este objeto vacío da a múltiples interpretaciones cuando en sí no es nada más que una mochila negra con un candado que la protege y una forma rectangular. Incluso suscita que una persona del público, según se comentó en el espacio de preguntas y respuestas, vea en ella la representación de “la felicidad” y asuma que todos los personajes la buscan por esa misma razón. Esa falta de profundidad, de forma paradójica, es lo que le da profundidad al objeto. Sin embargo, todo esto se pierde ya que a lo largo de la película cada elemento funciona con la misma fórmula. Es difícil trazar relaciones, ya no solo causales si no que en un sentido más mínimo, entre las cosas que despliega la película. Las preguntas proliferan y en un momento uno se relaja, entendiendo que no va a entender o que, como decía antes, eso es así porque es así. Está narración un tanto fascista es la que choca contra la otra voluntad de la película que es establecer una historia de amor. En ese caso, en el del amor, se necesitan relaciones, se necesita valor y se necesita que algo de eso que se pone en pantalla nos importe.
Hace mucho que no duermo, al igual que El rostro de la medusa, cuenta con la producción de Gentil Cine. Por eso mismo las películas comparten equipo técnico, guionista y, en menor medida, actores. Pero, a diferencia de la anterior, aunque en consonancia con muchas otras películas que forman parte del festival, a esta también la produce Gong Cine, una productora española liderada por Gonzalo García-Pelayo, que veremos será una constante en las películas argentinas.
DÍA 2/3: Político y Náufrago.
Después de ver las cuatro horas de Trenque Lauquen, la nueva película de Laura Citarella que es probablemente la mejor de El pampero cine desde Clementina, ya era de noche. Habiendo comido solo lo que me permitía el intervalo de veinte minutos me puse en fila para entrar a la segunda película de Francisco Novick, Político.
Novick forma parte del Colectivo Rutemberg con el cuál produce, al igual que su primera, su segunda película. El documental sigue a Vicente, un joven recién salido de la secundaria que comienza sus estudios como politólogo. Vicente forma parte de una familia particular. En su casa, se respira política. Las paredes se adornan de fotos de Evita, de Perón en menor medida y de múltiples emblemas partidarios. Sus dos padres sufrieron la última dictadura cívico-militar-empresarial en carne y hueso, sus abuelos lo mismo, y ahora él desde un no tan lejano futuro se ve inmiscuido en lo que parecería ser una tradición familiar. A sus 18 años milita en la organización Nietes, la sucesión de Abuelas, y a lo largo de la película vemos más que nada cómo la idea de la militancia, el deber político y la consigna de memoria, verdad y justicia atraviesan su vida.

El documental captura escenas un poco más escenificadas y otras un tanto más cotidianas. En la casa del protagonista no es extraño que su novia sea también militante y nieta de desaparecidos, tampoco lo es que se le pregunte sobre ello y se le inste a hablar sobre el porqué de su afiliación a Nietes. Viendo como la idea de “lo político” recorre la vida de Vicente uno pensaría que la piedra más fácil con la que la película podría tropezar sería la de volverse autocelebratoria, cerrada y onanista. Pero Novick esquiva esa trampa al incluir los fragmentos de la propia contradicción que se establece en un ámbito de militancia grupal, familiar y personal. En el mismo movimiento también se cuida de no caer en los profusos arquetipos y estereotipos que penden sobre la idea del militante. Por ejemplo, en un caso vemos como la madre, dotada de una sensibilidad emocionante, sale a criticar al peronismo, su propia línea partidaria, por pintar por sobre unos murales de la izquierda. Esos murales están ahí cada año para recordar el brutal asesinato de Mariano Ferreyra. En la escena llega la hija, hermana de Vicente, y le cuenta el suceso. Hay un grupo que quiere impedir que se pinte o pintarle por encima. La madre reacciona con aversión y empieza a despotricar contra la típica política machista de medirse el miembro a ver quién la tiene más grande. La hija sorprendida la corrige, pensé que ibas a decir “típica del peronismo”, a lo que la madre sonríe, un poco en complicidad y un tanto avergonzada.
El panorama que pinta la película de Novick, sin pintar por sobre otro, es muy particular. Una generación en la que su juventud política en vez de construirse en contra de sus padres se construye a la par o incluso a su merced. Ese movimiento es extraño y vuelca en el documental una especie de infantilización de la militancia. Hay en esas pintadas de bandera, en las que todxs lxs nietes se reúnen en la casa de uno como un acto escolar, una sensación casi curricular. La militancia totalmente integrada al Estado es aquella en la que un padre acude a una manifestación en la que habla su hijo como otro padre podría ir a ver al suyo jugar el partido de los domingos. Simplemente resulta que a Vicente le interesa la política y tal vez no tanto el fútbol. Pero el nivel de familiaridad, en tanto comodidad, resulta el mismo. Esxs jóvenes, como Vicente, aceptan con cierta impotencia, el reto un tanto pesado del padre que les insta a estudiar, a repasar y a matarse para conseguir el título universitario que ellos no pudieron obtener. Pero ¿qué es lo que ellos no pudieron conseguir?, ¿y qué lo que consiguieron? Esa pregunta comienza a difuminarse. Parece que sacando los hechos de desaparición no queda rastro de aquella potente juventud de los años setenta. Esa juventud que una señora, en el espacio de preguntas y respuestas de la película Náufrago de Farina y Villalobos, ensalzaba como LA juventud política argentina.

La docilidad de las acciones políticas, que no las vuelve menos reales y emocionantes para aquellos que las llevan a cabo, tienen que ver con la total inserción dentro del sistema de las mismas. Ya no hay política por fuera del Estado, solo la hay desde el Estado. La imagen final es un tanto desoladora en ese sentido, ya que vemos a lxs dos jóvenes, Vicente y su novia, andando contentxs en bicicleta recorriendo la hacinada y plastificada capital de Buenos Aires, pedaleando sus Ecobicis larretianas por las cuales, en este momento, deben pagar varios pesos para utilizar. La sonrisa que tienen está un tanto fuera de lugar. A lxs jóvenes del documental pareciera que todo les afecta más que a los padres, pero ¿qué es esa afección, o de donde proviene?, ¿es tradición familiar? Los padres tuvieron años para meditarlo y en muchos casos decidieron dejarlo atrás; sin ánimos de ser severo, pienso que ese dejarlo atrás es la política desde el Estado.
Político se transforma, y se vuelve sobre “la política de las cosas”, en esos momentos en los que se pone en escena lo que cuesta una cosa. Cuando se narra el esfuerzo para llegar a ese algo y se abandonan los aprioris ideológicos. Como si en vez de pensar que el Parque de la Memoria es de por sí emocionante se viera la sentida flor que le deja la familia de Vicente a uno de sus abuelos desaparecidos o la tradición familiar, interrumpida por la pandemia, que implica ir ahí todos los años. En este sentido es muy divertida la escena en la que todxs lxs nietes están reunidos en la casa de uno para pintar su bandera que, consecuentemente, dice Nietes. En esa terraza pintan sin cesar, pasándose la tarde y llegando a la noche, hablando sobre cómo conseguir tal color o sobre cómo hay que ponerle agujeros a la bandera así no se vuela. En fin, problemas materiales. Lo que no tienen en cuenta es el piso de esa casa chacaritense el cual fue totalmente manchado por sus pinceladas juveniles. Ese no saber, y ese reto maternal que llega desde abajo, sumado a la complicidad de lxs nietes que se ríen del asunto, ilustra con claridad este estar-en-familia como la comodidad política que implica muchas veces ese espacio, al mismo tiempo que muestra la capacidad de desafiar los mandatos con un sonrisa.
Al final, en el espacio de preguntas y respuestas, además de con una sala amena nos encontramos con llantos contenidos y felicitaciones sentidas por la realización de una “película necesaria”. No hubo ni preguntas ni respuestas, sino declaraciones importantes e impostadas. Esta atmósfera es difícil de generar, y se puede llegar a ella de distintas maneras. Lo que se discutía, si es que se discutía algo, no eran ya ideas ni modos de hacer política. Lo que se ponía en cuestión eran experiencias personales personificadas en personas. Un poco lo mismo genera Náufrago de Farina y Villalobos, pero de una forma opuesta.

Farina es un cineasta al cual me siento muy cercano ya que lo vengo siguiendo hace rato, por lo que al ver su película dentro de la programación me saqué una entrada sin pensarlo. Llegué sin expectativas ni conocimientos de causa y, tal vez por esa misma razón, me encontré con un material muy extraño. Más de la mitad de la película está conformada por imágenes de celular y, lo que parecería ser una cámara de video, que toman diversos planos de la ciudad de Cabo Polonio. Estás imágenes las filmó un par Villalobos, codirector, y otro par Farina. Por la clara distancia entre nuestras vidas y las que sabemos que llevan a cabo los habitantes de esos parajes en vías de extinción estamos ante una incertidumbre muy grande. Se pone en escena una vida que se acaba, un modo de vida que desaparece y que nos es ajeno. La huerta, la pala para sacar la arena de la casa, los perros sin ataduras, la falta de electricidad, wifi y luz, son un sinnúmero de los elementos demodé que nos podemos encontrar en la película. Ya desde el comienzo con el primer plano, en el que vemos como zarpa un barco, observamos como la obra circula la idea de un desprendimiento, algo que se va de tierra firme para no volver más. Ese naufragio, azotado por olas sin nombre y golpeado por el pasar de los años, se cristaliza en la figura de Willy.
Hay golpes de knock out y otros que te dejan medio bobo, pero Villalobos parece estar bancándosela bastante bien. Está en su casa, tranquilo, hace sus cosas y eso lo deja con mucho tiempo para pensar. De este tiempo sale la voz que puebla esas imágenes alucinadas; son audios de whatsapp que Willy, entre dormido y desvelado, le mandó a Farina narrándole sus sueños y, aunque a veces son lo mismo, sus reflexiones. La voz carrasposa, su cadencia irregular, es lo que termina de sellar ese aura de alucinación, como de delirio, que tienen los primeros 60 minutos (más o menos) de la película. Willy habla sobre su pasado, sobre su participación en la lucha armada de los setentas, sobre lo que se hizo bien y lo que se hizo mal, pero sobre todo habla de un mundo perdido al que solo se puede acceder mediante la alucinación o el ensueño. Está primera película entra en choque con la segunda. Está oposición se da a partir de un claro cambio de registro. De repente se modifica la cámara con la que se venía filmando e incluso la noción de encuadre sobre lo que se registra. En vez de explorar los exteriores de Cabo Polonio, en vez de centrarse en las cosas, los perros, la pala, el agua, la luz, la puesta en escena ahora se construye alrededor de una mesa. En ella están sentados Willy y sus amigos Adolfo Bergerot y Sergio Langer. La cámara los registra mientras conversan. Ya despabilados, con toda la conciencia que aporta la mañana, en contraposición a la razón medio dormida de la madrugada, discurren sobre sus vidas. A fin de cuentas, Willy, ahora acompañado de dos compañeros de lucha, habla sobre lo mismo que en la primera parte, solo que de otra forma. Es interesante el contraste que logra la película con este movimiento. Se pregunta cómo generar discurso desde la poética, traccionando desde el documental, y luego, en su segunda parte, se hace la misma pregunta pero a la inversa: cómo generar poesía desde el discurso.
En un momento sorprendente de la conversación, Bergerot, que toma un rol central con su participación en la obra, tiene un pasaje poético. Con un viejo lenguaje de la contraofensiva el militante hace, junto con Villalobos, un análisis de la figura del padre y del hijo. Dicen que existen dos personas: el que se posiciona como padre y por lo tanto elige cargar él mismo con la culpa y la toma de decisión, y el que se vuelve hijo y pasa a echar culpas más que accionar. La distinción que ellos hacen sobre sí mismos es la que nos lleva a conocer el relato de Bergerot. Él es de esos hombres que tuvo la posibilidad de elegir por sí o por no, y en ese momento crucial, eligió ser un padre. Contra todo pronóstico determinó por sí mismo, más allá de todo lo que la razón le dictaba, volver al país, ya estando en el exilio con su familia, para intentar una nueva contraofensiva. Como sabemos todos, la cosa terminó mal. Pero la decisión estuvo, más allá del mal manejo de la organización que lo dejó tirado.

Bergerot tenía veintidós años cuando eligió volver a la Argentina. Ya tenía una esposa y una hija (¿o un hijo?). El asombro de la hazaña a tan corta edad, más allá de si estás de acuerdo o no, lleva a admirar el accionar de Adolfo. Tanto es así que en el espacio de preguntas y respuestas, que fue un largo discurrir político con un claro tufo nostálgico, se remarcó siempre su valentía y se destacó esa voluntad de cambio de la juventud setentista como única e irrepetible. Sin embargo, lejos de romantizar esa adultez temprana, Adolfo entiende que ese momento, hace ya casi cincuenta años, fue su etapa más madura, en la que decidió “decir que no” cuando todo indicaba que sí. El poder de decisión no es propio de la juventud, sino que es propio de un momento en la vida. “La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristezas que cabe en unas cuantas líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante” dice Conti. Pero esa luz deslumbrante solo puede venir si sale de la oscuridad más pura para oponerse a ella, y eso es lo que la juventud actual debería estar buscando. La pregunta es si es deseable e incluso realizable como práctica política una militancia desde el Estado, desde los padres, desde la familia, en fin, desde las instituciones. Por otro lado, podemos continuar con la infantilización de la política que nos lleva a ser eternos niños tironeados por los otros, transportados a placer en nuestro cochecito, distraídos por el sonajero.
DÍA 4/5: La uruguaya y Cambio, cambio.
A las cinco de la tarde tenía cita en el shopping Los Gallegos para ver una película que me causaba entusiasmo. Aunque la ópera prima de su directora, Ana García Blaya, no haya sido particularmente de mi agrado, lo que me interesaba era el modelo de producción por el cual se concretó su segunda película. La hazaña se gestó con una larga colecta mediante crowdfunding, un sistema de recolección de dinero en el que cada uno aporta como coproductor a un proyecto que le gusta en aras de obtener alguna especie de beneficio. Está situación generó que me encontrara con una sala muy particular. Las butacas estaban casi en su totalidad ocupadas por conocidxs de la directora, o lo que pude entender eran coproductores. Era como una gran juntada de amigxs que se reunían para reirse y pasar un buen rato viendo viejas fotos escolares. En esa línea, la introducción de la directora y sus productores fue igual de cercana. García Blaya mostró una emoción genuina al darse cuenta la magnitud que tomó el proyecto y su estreno en un festival tan grande ante una sala expectante.

La película es una adaptación de la novela del mismo nombre, La uruguaya, de Pedro Mairal. Narra el viaje de un escritor argentino llamado Pereyra que va a buscar unos dólares que tiene guardados en una cuenta en Uruguay. Más que un escritor, Pereyra ya se volvió un intento de escritor, un escritor imposibilitado, que adopta la típica figura de cincuentón derrotado que busca la satisfacción en cualquier lado menos en lo que él hizo de su vida. Así conoce a una joven, en un viaje anterior al país oriental, a la que va a visitar en su nuevo periplo por Montevideo. Llega a Uruguay escapando de Argentina, sin embargo, todo lo que sucede ahí no deja de hablar del país que dejó atrás y, al mismo tiempo, no deja de hablar de él como escritor argentino. Hay una clara intención de representar a este personaje como un fracasado, un venido a menos, un patético. La mayoría de los pases cómicos de la película vienen de ese juego con el patetismo que destilan de la conjunción entre un adulto que se comporta como un niño y una joven que se comporta como adulta. Esa niñez se mezcla con una tarea “adulta”, muy cercana a las clases pudientes argentinas: tratar de sacar el mayor provecho posible del cambio de divisas. Es decir cuidar tu plata. Sin embargo eso es algo que a Pereyra le cuesta trabajo hacer. Para su viaje planea gastarse una buena parte del dinero que estaba destinado al colegio de su hijo y las obligaciones de Buenos Aires en una habitación lujosa en la que pasar la noche con Guerra, la joven uruguaya. La tensión sobre la importancia del dinero, y lo que se va a hacer con él, se ve reforzada por diversos planos que enrarecen las reacciones y situaciones que el personaje atraviesa. Se genera, para mí de una forma fallida, un suspenso sobre el hecho de que Pereyra anda por la calle con un gran fajo de dinero en dólares atado a su cintura. La gravitación del dinero en la vida, y de los dólares como un símbolo homologable al ser argentino, es algo que esta película comparte con Cambio, cambio, la segunda película de Lautaro García Candela.
Aunque ambas versan sobre el dinero, sus modelos de producción (de dónde sale el dinero para realizar la película) son bastante diversos. La uruguaya, como se pudo leer, tiene este método de crowdfunding, mientras que Cambio, cambio tiene un modelo más tradicional de productoras asociadas. Entre ellas, está la ya mencionada Gong Cine. Es curioso como dos películas que comparten la Competencia Internacional abordan de manera diferente el mismo tema. Me pregunto hasta qué punto esos 1961 productores de La uruguaya tuvieron algún tipo de injerencia más que en la elección del casting, me pregunto de qué manera se hace una película con tantos productores o cómo se administra ese dinero: ¿En qué se vuelve esa película?, ¿algo para la gente, una creación colectiva? No lo sé. Pero la película de García Blaya, además de tematizar el dinero, lo utiliza de una manera novedosa para poner en funcionamiento su modo de producción. A decir verdad, la película en sí no contiene mucho en materia de pensamiento en imagen sobre el dinero, sobre todo porque no logra hacer que cobre peso la manera en la que el dinero atraviesa el deambular de ese personaje. Se centra más, si se quiere, en esa historia amorosa, adornándola de ciertos clichés del amor y de la comedia, e intentando que se genere la idea de un interes romantico signado por el engaño (de Pereyra a su esposa y de Guerra a Pereyra). Por momentos llega a situaciones que logran un vínculo real entre el espectador y la pareja, siendo la más lograda la escena en la que Pereyra y Guerra entran fumados a una librería. Si bien el montaje atenta todo el tiempo contra la continuidad de la narración, poblando las escenas de elipsis y dificultando la identificación con los personajes, hay algo ahí que persiste, un cierto carisma que poseen los actores a lo largo del largometraje.
Por otro lado, como decía, Cambio, cambio, cuenta con un modo de producción más tradicional. Aunque no deja de ser una película sin mucho presupuesto, sí cuenta con el apoyo de lo que se puede llamar “el favor y la dicha de ser europeo”. Gong Cine, que entró unos cuantos euros al país con una facilidad que Pereyra debe envidiar, tomó por asalto el panorama cultural argentino. Comienzo con la larga lista de sus acciones en tan solo un año: tres libros editados y distribuidos, el redescubrimiento de la cineasta Lucía Seles con la producción de tres de sus películas, la proyección de esas películas en el Bafici (un festival al cual proporcionaba dinero por el Gran Premio, el que además tiene como director a Javier Porta-Fouz, a quien le editaron un libro y a Álvaro Arroba como programador, pero además asociado de varias de las películas programadas), una retrospectiva de las obras de Seles en distintos teatros y salas de la capital, dos películas en el Bafici y una retrospectiva en la Lugones de García-Pelayo, cinco películas en diversas competiciones del Festival de Mar del Plata, etc. La trama del amiguismo en todos los grandes circuitos culturales del cine argentino se rinde al aparecer una figura foránea con un poco de verde en mano. Todos llevan agua para el mismo molino y el criterio empieza a borronearse. Esto no sería un problema, pero la alevosía de todas las acciones que fui recopilando en tan solo un año de actividad en el país me parece cuanto menos atendible, sobre todo en los entrecruces entre juradxs, productorxs y películas programadas. Cómo se producen las películas, de dónde proviene el dinero que las hace, y qué circulación tiene el mismo no es menor para pensar incluso la política de programación del festival más grande de nuestro país. Y si todavía hablo de Mar del Plata es porque parece que el Bafici ya está tan hundido en su propia mierda que no tiene cómo salir. A menos que haya cambios grandes.

Dicho todo esto, la película de García Candela es, de las que pude ver yo, la más interesante del festival. Cambio, cambio sigue la vida de Pablo que trabaja como arbolito en la calle Florida; ahí se desarrolla casi toda la película, allí conoce a Florencia, su interés amoroso, en ese escenario comienzan los engaños que lo llevan a meterse con gente pesada y ahí también ocurre el desenlace final. El ritmo frenético al que apuesta, aun con sus fallas, sobre todo en la resolución de las escenas, es un aire fresco para la fórmula de cine cansino que se prolifera en tantas otras películas del festival. La cuestión del valor del plano, de su duración en el tiempo y demás no puede abordarse con generalidades, por lo que no vengo a decir que las películas de Costa o Serra son aburridas porque sus planos duran mucho, de hecho todo lo contrario. Tampoco digo que las películas que apuestan a la distensión del tiempo sean de por sí aburridas, lo que digo es que es aburrido que nadie quiera explorar otra idea cinematográfica distinta a esa, con otro ritmo. Las duraciones son relativas. No es que un plano que “dura mucho” de por sí se vuelva tedioso, es como se manejan las diferentes aristas de la puesta en escena para tensionar aquello que está pasando en pantalla. Y ese es uno de los grandes aciertos de Cambio, cambio, sobre todo en las escenas que logran igualar el frenesí que la trama propone con el manejo de la puesta en escena. Un gran ejemplo de esto que menciono es la escena de la peluquería, en la que se maneja la tensión entre Pablo y su jefe de manera magistral dentro de un espacio muy reducido. Cuando falla ese solapamiento entre el frenetismo de la narración y el de la puesta en escena es sobre todo en las escenas que quieren representar las corridas del dólar, la inmediatez y tensión al momento de cambiar dinero y lo que se pone en juego con ese movimiento. Esta falta de tensión ocurre cuando la película quiere encargarse de una cosa a la vez, a diferencia de otras escenas en las que hay más de una cosa puesta en juego por lo que se tensionan distintos puntos desde diferentes lados, generando la idea de que siempre está ocurriendo algo.
A diferencia de Nueve reinas, con la que comparte la tradición del dinero, el engaño y la voluntad de escenificar de alguna manera la contemporaneidad de “lo argentino”, la película depende de cierta astucia documental para representar estas secuencias. Es por eso que por momentos no logra llegar al pico de tensión que se alcanzaría si, por ejemplo, se formulara una situación más concreta y desarrollada más que amontonar planos documentales de Pablo gritando “cambio, cambio” hasta que alguien se frene. Porque, además, ese alguien que se frena para cambiar es un actor e igual de notoria es la división entre los planos robados y los escenificados. La música intenta de alguna manera emparchar este collage de imágenes. Una de las escenas finales, que debería ser la de mayor tensión, en la que están buscando un comprador para esos dólares que les queman en la mano, es un gran ejemplo de ello. La secuencia está compuesta por diversos planos de gente gritando “¡Cambio!”, una música creciente, la negativa de varias personas a comprarle los dólares, las caras de preocupación de los personajes y todo eso hasta que uno de los transeúntes se frena y dice que sí, que quiere cambiar dinero. La resolución es un poco decepcionante, al igual que con el incendio y el final de la película, sobre todo porque no puede hacerse cargo del clima generado. Cambio, cambio tiene sus pasajes extraños, como salidos de otra película. Sobre todo el final, con un giro un tanto meloso, construyendo una carta filmada que es más capricho del director que voluntad del personaje, el cual pasa de ser un tipo que se quiere ganar la vida para estar con su novia a un instagramero cursi fan del Abasto.

La película deslumbra en su voracidad y riesgo de querer establecer un relato sobre el dinero, sobre los argentinos, sobre el amor y todo sin detenerse a pensar en nada, sin querer darle explicaciones a nadie más que a su propia realidad. En ese frenesí establece un verdadero lazo entre la economía real y la amorosa, lo que cuesta vivir en pareja, compartir el espacio de una casa que antes era para uno, querer acompañar un sueño ajeno pero necesitar dinero para seguir el propio. García Candela logra aquello que García Blaya no puede alcanzar ya que sus temas se mantienen claramente compartimentados. Cambio, cambio respira el mismo aire que la calle Florida. La actuación de Ignacio Quesada es exactamente lo que uno podría necesitar en esta película como para que no se vuelva una huevada disfuncional. Todos los personajes están dentro de un código muy particular de actuación que los hace poder recitar diálogos que de otra manera no serían posibles (tal vez el único que desentona en ese estilo es Ricky). Alcanzar un registro alejado del costumbrismo, en el que los diálogos no parezcan impostados, ni funcionales a “la gran idea de la película”, es algo que García Candela alcanza en varios momentos. Hay excepciones, pero en general los actores hacen lo justo y necesario, aquello que nos hace pensar que hay una vida que se desenvuelve frente a nosotros. Y, como decía, eso me parece una rareza en el cine nacional que apuesta por una ficción dura.
Hacia la capital
Así termina este conjunto de dobles programas que se pueden formular entre, por mera casualidad, algunas segundas películas de varios autorxs argentinxs. Con seguridad, a la brevedad muchas de estas películas, finalizados sus recorridos festivaleros, podrán verse en las pantallas de los cines de la capital. Espero que vayan al cine y las vean porque siempre es una experiencia sentarse junto a un par de personas, inclinar levemente el cuello hacía arriba, y mirar algo que está por fuera de nosotros. Eso es un poco la propuesta de un festival, que en Mar del Plata, por lo menos para mí, también implica un viaje. Esos dos términos que se unen hacen de este evento una vivencia tan disfrutable como compartida, en la que una vez por año tenemos la oportunidad de pensar y vivir tres, cinco o siete días de cine.