Tres caras de la misma moneda, sobre Zeros and Ones de Abel Ferrara

Zeros and Ones (2021) sigue a un personaje, el de Ethan Hawke, que a la vez es dos. El protagonista es un soldado que trabaja para Estados Unidos y recorre la ciudad de Roma tratando de evitar un atentado sobre el Vaticano. Al mismo tiempo, busca a su hermano, con el que parece estar distanciado. La distancia entre los dos es lógica, uno representa a la potencia estatal más grande del siglo y el otro, el hermano perdido que también es interpretado por Ethan Hawke, es un revolucionario anarquista. Eso es casi todo lo que se puede decir con seguridad acerca del argumento de la película, lo demás es conjetura. Lo que sí podemos hacer es nombrar una serie de figuras que aparecen: los Estados (EE. UU. y Rusia), la religión (musulmana y católica), los revolucionarios (tal vez ligados al acto terrorista) y poco más. Sin embargo, los nexos entre ellos e incluso la relación que tienen con los hechos concretos que ocurren escapan a nuestra vista y parece ser algo que la película no precisa aclarar. De hecho, el mismo director se hace cargo de su languidez narrativa, ya que en unos planos que funcionan como prólogo y epílogo de la película, Ethan Hawke (en su figura como actor y no como personaje) habla sobre cómo el placer no reside en entenderla sino en verla.

Años recientes

Las imágenes están para verse y hay que creer muy firmemente en lo que se hace como para llegar a filmar más de 20 películas. Todo el trabajo que conlleva, la financiación (teniendo en cuenta que no son películas de amplio público), la planificación y los distintos procesos de filmación necesitan de algunas certezas, y Abel Ferrara las tiene. El director estadounidense creó en su última película un mundo que parecería ocurrir en tiempos de pandemia, con todas las significaciones que eso conlleva, pero que trasciende esta época. Aunque estos años que vivimos parecieron tan particulares, mientras vemos la película de Ferrara tenemos la impresión de que todo lo sucedido (el control, el aislamiento, la paranoia y la ansiedad) es una derivación lógica del sistema en el que nos vemos inmersos día a día.

Ferrara no necesita de la pandemia, si bien alude a ella para entender que el mundo como lo conocemos tiene fin y que ese fin está al caer. En casi todas sus películas se tematiza de alguna manera la idea del apocalipsis, y esta no es la excepción. La pandemia aparece tal vez de manera más indicial, vemos barbijos, calles vacías y el personaje se pone alcohol en gel en varias ocasiones. Pero donde realmente se juega el interés de la obra es en la capacidad que tiene para juntar conceptos del presente y trastocarlos de manera sutil. La película nos plantea un mundo en el que la tecnología está integrada a nuestra manera de pensar y actuar, y esto lo hace sin apelar a la ciencia ficción o a algún futuro distópico. La cercanía de nuestro presente con lo que se narra es aterradoramente confusa. Ferrara diluye la idea de thriller político, en el que hay diferentes actores que tienen un efecto sobre la continuidad del mundo, y la vuelve un camino individual, paranoico, mediado por los aparatos tecnológicos que son al mismo tiempo Dios y el Diablo.

El lado oscuro de Roma

La película transcurre en lo sombrío. Su estructura sigue una temporalidad clara narrando lo que sería una larga noche hasta culminar en el esperado amanecer. Se pasea por una ciudad totalmente vacía, habitada solo por los actores de la película, y que se transforma en una cuestión plástica en su juego con la luz y la arquitectura romana. Esa oscuridad que se apodera de las calles y los interiores, pero que también existe en los personajes y sus motivos, es una de las partes centrales de la obra. La aparición de la tecnología se filma diversificando los registros, y la exacerbación del ruido en la imagen (lo que podría homologarse al grano en fílmico y se ve en pantalla como pequeños pixeles cambiantes) da la impresión de una película sucia y difusa, una película corrupta. La imagen que genera Sean Price Williams, director de fotografía prolífico dentro del panorama indie estadounidense, va en consonancia con lo que se quiere narrar. Trabaja más que nada con dos texturas lumínicas: el naranja y el cian. Las luces son como un respiro que aparece siempre en contraste con un fondo negro omnipresente. El ruido de la imagen fusiona lo oscuro y lo luminoso en una especie de magma cambiante que le da al mismo tiempo inestabilidad y profundidad. Esta manera de hacer fotografía es un corrimiento claro de la noción hegemónica actual de lo que debería ser la imagen en el cine digital; es explotar un supuesto defecto en la sensibilidad de las cámaras y transformarlo en estética.

El pensamiento sobre la imagen digital forma parte intrínseca de la película desde su título. Zeros and Ones nos remite al lenguaje informático binario que se modula entre unos y ceros. Estos unos y ceros son al mismo tiempo una dualidad, dos caras de la misma moneda. Para Ferrara esa moneda es el universo y en su película antepone estas dualidades sin decidirse por ninguna. Como mencionaba antes, están los rusos comunistas y los estadounidenses capitalistas, los musulmanes y los católicos, los dos hermanos, uno un soldado preparado para proteger y el otro un soldado de la destrucción. Y en entre esas dualidades hay una relación particular, como el hecho de que estos dos hermanos sean encarnados por el mismo actor. Así es como entre esos polos se generan conexiones que no terminan de quedar tan claras pero que amplían la capacidad de lo filmado. Nada es una cosa, todo es duplicidad e incluso más. Lo que sí queda claro es que el protagonista efectúa un cambio de bando repentino al enterarse de la muerte de su hermano. Su decisión lo posiciona del lado opuesto a todos los actores en juego, por lo que la película al fin y al cabo va a terminar siendo no un recorrido por Roma, sino un escape. El personaje ahora debe huir de los diferentes entes que lo buscan. Al cabo de un rato paseando, sin encontrar escondite, vuelve a un lugar ya visitado: la casa de la que parece ser su cuñada. Una vez ahí nos damos cuenta de que volvió para rescatarla a ella y a su bebé, ya que teme que estén en peligro ellos también. Al salir a la terraza, buscando una salida, se encuentra con que ya es tarde, el panorama se llena de soldados enemigos y los personajes se ven totalmente rodeados.

Un final luminoso

Como se puede inferir del texto la película trata ciertos temas universales. La idea del bien y el mal, los dilemas morales y las asociaciones con lo religioso son tal vez los que se posicionan como centrales. Sobre esto último hay una especial atención: la escena en la que el protagonista toma un rumbo completamente distinto se desarrolla por entero en una iglesia, el atentado que se está gestando es sobre el Vaticano e incluso se filman varias pinturas que tematizan acontecimientos religiosos. Parece que la idea de contraponer una cosa con otra está empotrada al interior del film como un eje ordenador de la puesta en escena. Por eso, el final es tan esplendoroso y al mismo tiempo no parece salir de la nada, porque la película lo acobijaba en su interior desde el primer plano, desde la idea misma de transitar una noche para llegar al día. Toda la tensión desplegada a lo largo de la obra se disuelve de un momento para otro con la aparición de un plano, que va de la ceguera a la claridad más absoluta, y en el que de repente aparece una niña pequeña (interpretada por la hija de Ferrara) que camina feliz por la calle agarrada de la mano de su padre que queda fuera de cuadro. Es un momento de los más emocionantes del cine reciente. La decisión que se toma requiere de un corte radical, un salto de fe, en el que se arriesga absolutamente todo lo construido para dar paso a lo que la luz de ese día tenía para ofrecer. Requiere de una valentía ajena a los binarismos, aspirando sin saber bien a qué, pero en el proceso se permite soñar con una alternativa pura, alejada de tanta corrupción.