Reseña: El sistema K.E.OP/S

Toparse con el género de la risa en la vuelta a las salas si la obra es muy buena provoca un placer que brota a borbotones. Si es mediocre o pésima, una seriedad rígida. Nicolás Goldbart dirige y escribe una historia insólita y delirante sobre el ojo que todo lo ve, pero no es el gran hermano de 1984, en todo caso hay referencias paródicas a aquella pieza sobresaliente de la literatura y el cine. Acá son las cámaras y computadoras manejadas por un par de pelotudos que juegan a ser espías, quienes molestan a Fernando Berlasky (Daniel Hendler) en el barrio de Belgrano.
Berlasky es el marido del personaje de Violeta Urtizberea y padre de una niña. La pequeña le reprocha que se rasca las pelotas, tiene razón: lo único que hace es usar aparatos tecnológicos. Es un burgués vago. Sin embargo, su intención es escribir un guion sobre el hombre máquina (el personaje de un cómic) y para esto engaña a su amigo Sergio (Alan Sabbagh) mandándole un mail con la propuesta, falseando su identidad en Facebook para putearlo por las porquerías que lleva a la pantalla grande.

¿Qué carajo significa K.E.OP/S? Un sistema que vigila, persigue y recluta personas al azar para ejecutar misiones delictivas, como si fueran organizaciones político-clandestinas, pero en realidad se trata de un simple MacGuffin. Goldbart juega con los tiempos, con superposiciones de imágenes, fundidos encadenados, con la confusión generada por la música extradiegética con la diegética. La frustración de Sergio por no poder publicar el guion que querría, sumado al abandono del “Oso” (Martín Garabal) de su proyecto y el correo con un emisor que ignora, le siembran unas ganas de matar a trompadas a los pibes que se creen agentes de la CIA.
La comedia se transformará en drama con el secuestro de los protagonistas: la violencia sangrienta será la expresión caricaturesca de una trama absurda. La palabra verosímil es innecesaria porque el coqueteo con las vicisitudes de la historieta es permanente. Por difícil que parezca dimensionar, lo insólito hoy en día es moneda corriente.
Se trata de dejarse llevar por la gracia que irradia Sabbagh (con mayor notoriedad que el Hendler) y por los diálogos casi fantasiosos que, sin llegar al pináculo de las carcajadas (como en varias cintas de Olmedo y Porcel), crean las risas en situaciones peculiares por el canal de las acciones específicas.
Esteban Lamothe (que tiene una aparición breve) es un capo mafia engañoso: el perro que ladra, pero que no muerde. No tiene la verdadera concentración de poder que aparenta y se muestra acartonado.
Para aderezar más la irracionalidad casi surrealista de todo, K.E.OP/S está surcado por un fetiche raro con la miel, los tatuajes y los caramelos.

Sabbagh se lleva la película: su actuación es digna de la actitud del típico frustrado que siente la necesidad de exorcizar en los otros sus malas vibras, sin perder nunca el espíritu curioso del vagabundeo moderno. La acumulación de sucesos adversos lo trastoca, emergiéndole la pulsión suicida en el clímax.
La similitud entre sus planes artísticos y todo lo que padece es la huella mayor de la calidad del guion.
En medio del conflicto el ritmo pierde consistencia, la intriga se desestabiliza por la excesiva carga de tensión, agobiando y decayendo. La resolución hubiera sido mejor lograda si sintonizaba del todo con el proyecto inicial del hombre-máquina, pero su final trágico no fue más que un mero amague. En las preguntas y respuestas posteriores a la finalización de la función en el Gaumont, en el marco del BAFICI, el director dijo que lo importante no era K.E.OP/S ni sus miembros, sino la relación de amistad de los dos personajes y los peligros altos pero graciosos que atraviesan.
Los géneros tienen en sus adentros la magia de que cada emoción específica florezca en nuestro ser, pero no todo lo que brilla es oro, también puede ser plateado o bronce. Como ocurre con esta película.