Reseña: El callejón de las almas perdidas

Drama de suspenso y noir estadounidense de 2021. Dirigido por Guillermo del Toro, coproducido junto con J. Miles Dale y coescrito junto con Kim Morgan. Musicalizado por Nathan Johnson, fotografiado por Dan Laustsen, editado por Cam McLauchlin. Financiado por Searchlight Pictures, TSG Entertainment y Double Dare You Productions, distribuido por Disney.

Actores: Bradley Cooper, Cate Blanchett, Rooney Mara, Toni Collette, Willem Dafoe, Richard Jenkins, David Strathairn, Ron Perlman, Paul Anderson, Mary Steenburgen, Holt McCallany, Lara Jean Chorostecki, Tim Blake Nelson, Clifton Collins Jr., Jim Beaver, Mark Povinelli, David Hewlett, Dian Bachar y Stephen McHattie.

Sinopsis: Un joven estafador que esconde un gran secreto trabaja en una feria de atracciones con talentosas personas. Pero este lugar también oculta métodos peligrosos.

La sinopsis se la recree. Me fijé en los sitios comunes para poder copiarla y pegarla, pero ninguna de ellas se ajustaba al necesario misterio que tiene que mantener el crítico para que la película sea disfrutada sin los odiosos spoilers (en plural). Después de mil años (serán 2) volví a reencontrarme con el lugar cerrado más hermoso del mundo: el amado cine, una sala porteña de un shopping. Guillermo del Toro regresó a la pantalla grande tras el maldito 2020 (esta obra se iba a estrenar antes, pero la pandemia lo impidió), siendo La forma del agua su más reciente cinta precovid (no la vi ni me interesa verla, aunque haya sido premiada).

Me enteré de que hay otra versión de 1947, un clásico género noir (que obviamente veré para comparar luego), con Tyrone Power, Coleen Gray, etc. El mexicano adapta en segundas nupcias la novela homónima de William Lindsay Gresham (el título en inglés, claro), pero no es un remake. La atmósfera de 1940 es lúgubre desde el vamos: no tiene el nivel horroroso de la excelente Freaks de 1932 (que es de culto) pero la peste espiritual, corporal y material se nota apenas con observar el «espectáculo» de Clem Hoately (el capo y loco Willem Dafoe): su trabajo es presentar a un vagabundo destruido por fuera y por dentro, haciéndolo pasar por un monstruo o fenómeno. Lo deshumaniza y lo maltrata, viviendo este como animal salvaje, en una jaula y arrancándole la cabeza a las gallinas (como parte de su acto público).

Stanton Carlisle (un luminoso Bradley Cooper) es un buscavidas que, tras conseguir un trabajo en este espacio aislado de todo, se percata de las crueldades, pero prefiere quedarse con el lado honesto del lugar, un enano lo ayuda para preparar un número. La persona que lo acapara es Molly (una melancólica e impredecible Rooney Mara), sentada en una silla eléctrica y atacada por rayos. Stanton se enamora perdidamente. Su obstáculo es Bruno (un aceptable Ron Perlman). El cliché del grandulón y violento que, dominado por los celos, quiere controlar al novato (sin éxito). Este es el best friend de «The Major», el mismo enano gruñón.

Aunque ella y él parezcan seres similares, no son iguales. Stanton tiene el talento del mentalista. Se preocupa por aprender trucos y engaña con una facilidad impactante a las ingenuas y boquiabiertas víctimas. Entre ellas a un policía que casi podría haber ganado una estrella honorable por querer cerrar el antro. Ella es más empática y, al menos antes del conflicto, se concentra en la ilusión noble, alejada de la barbarie del mencionado empleador y del mismo Stanton.

La seducción y la tentación codiciosa se materializan cuando el ambiente espantoso de clase trabajadora (tirando a pobreza) se convierte en un salón fastuoso, con ricos como gran público, espectadores de la nueva pareja. La presencia de la intrigante Lilith Ritter, una psicóloga consultora, es un arma de doble filo: al principio es una dura piedra en el zapato del ambicioso joven, pero posteriormente lo escucha y le responde a sus deseos y miedos (no sin coqueteo de por medio).

Ya desde el comienzo sabemos que el enigma que esconde a los demás nuestro falso protagonista (falso porque encaja con la figura del antagonista, pero la volatilidad del cine le da el primer lugar) no es tal para nosotros. El fuego, la soledad absoluta y el odio son los fantasmas malvados (no bondadosos como el espectro de El espinazo del diablo) que acosan sin cesar la mente del brillante cagador. Sufre el tormento de día y en sueños. Las sesiones psicoanalíticas con la grandiosa Cate Blanchett lo ayudarán cual placebo temporal, acompañadas de sus misiones ruines, donde parece florecer una sociedad de indeseables en plena Segunda Guerra, pero las apariencias pueden engañar. Por más reiterativa que sea la frase, vale destacarla para esta y para infinitas historias con guiones buenísimos.

La dirección de Del Toro, con movimientos de cámara muy suaves o sutiles, es casi perfecta. La fotografía impregnada de verdes apagados, luces artificiales naranjas y amarillas (que pegan con el diseño artístico) más el poder del sol y el tópico inmanente de lights & amp, shadows, crean una estética exquisita. Junto al ideal acompañamiento musical, la belleza audiovisual le obsequia a la narración un estilo efectista. El sonido también es espectacular. Los vestuarios son los normales para esos tiempos oscuros, contrastados por anillos en los dedos.

Tampoco olvido los efectos especiales, un rasgo distintivo de la sobriedad ingeniosa del gordo.

Para que el relato sea bien degustado, la concentración es fundamental: algunas líneas pasan volando y si bien los diálogos son lentos (estiran mucho la duración), los hechos diegéticos son atrapantes hasta el clímax, de esta manera es más ligera, reduciendo su densidad. El sexo con orgasmo es el gran ausente. Le hubiera dado más vigor (recordar que cualquier acto explícito era prohibido en la peli original). No obstante, es secundario.

Las actuaciones son incuestionables y satisfactorias. La conclusión es digna de una fábula: aquello que no queremos ver puede ser el nuevo traje exterior si somos unos mierdas. La corrupción asquerosa que fracasa cuando la miel es arrebatada desemboca en la depresión y la falta de rumbo. Es muy probable que el delito se pague si otro personaje abre la boca, el arrepentimiento fue y es (hoy quizás más que nunca) un recurso primordial en la ficción y en la realidad.

Pero como el título lo dice, el callejón está lleno de almas perdidas: no hay santos redimidos. Solo Pete (maestro de onda de Stanton) tiene una ética clara y predica con el ejemplo. Lamentablemente es derrotado por la adicción. Su aprendiz quiso escucharlo, pero no quiso comprender el peligro que conlleva pretender que las mentiras se transformen en verdades, que el límite se cruce, metiendo la mano en la lata gorda.

Toni Collette no sintoniza bien las intenciones de su personaje con sus expresiones faciales. Estas contradicen su esencia. Ella era otra manipuladora que jugaba con la fe de los pueblerinos, aunque se hiciera la buenita.

Lo único que bloquea que este dramático y triste thriller sea una masterpiece es el origen del desprecio que Stanton le tiene a su padre: ¿qué lo llevó a matarlo? No lo sabemos, es una herida abierta que perjudica el cierre del círculo donde la psique es la protagonista por antonomasia.

Stanton viola la confidencialidad de magos e ilusionistas: explica en varias ocasiones sus recetas sorprendentes, paso a paso. Esto por un lado sacia el apetito curioso nuestro, por el otro es como si un periodista revelase las fuentes de sus investigaciones en torno a temas serios.

El parecido con Double Indemnity es una marca estructural del noir: el vendedor de seguros Neff (Fred McMurray) es Stanton y Lilith es Dietrichson, la femme fatale (Barbara Stanwyck). La diferencia es que Neff termina zafando y aquí es al revés. Quien tiene más humanidad es la que se supone la villana.

En la línea de El espinazo del diablo (incluso me gustó más que la del 2001), El callejón de las almas perdidas es un diamante con una mancha negra, en sentido negativo y también en el positivo. Pero mucho más en este último. Es muy probable que sea premiada.

Guillermo ya tiene el estatus de autor famoso. Ya tiene galardones. Pero su joya bruta es la pasión por hacer cine con frecuencia, de ese que juega en la liga del deleite.