En busca de los subgéneros perdidos #1: Samuráis urbanos y conductores de atracos

Un breve repaso por la historia del subgénero de drivers

El primer conductor

Todo comenzó hace mucho, mucho tiempo –1978– en un lugar muy, muy lejano –Nuevo Hollywood–, con una fábula película llamada The Driver, dirigida por Walter Hill y protagonizada por Ryan O’Neal. La segunda película de Hill –su ópera prima fue Hard Times (1975) con Charles Bronson en el papel de un luchador callejero (atención a esa épica pelea en la jaula contra Robert Tessier aka Jim Henry) buscándose la vida con peleas ilegales en plena Gran Depresión– dio inicio al subgénero de conductores, drivers o wheelmans, películas fuertemente influenciadas por los temas y la estética del neo-noir y con influjos de las road movies automovilísticas más salvajes de las que tomaron, sobre todo, su particular forma de narrar carreras y persecuciones.

Pero me permito retroceder un poco más en el tiempo para ubicar la(s) singularidad(es) de este evento cinematográfico.

En el año 1968 se estrenó un clásico de culto titulado Bullitt, dirigido por Peter Yates y con Steve McQueen en la piel del protagonista Frank Bullitt, prototipo del policía duro de la ciudad de San Francisco. Si bien Bullitt no es una película de conductor, en su segundo acto tiene una secuencia de persecución automovilística entre un Ford Mustang GT-390, conducido por Frank Bullitt, y un Dodge Charger R/T que con el paso del tiempo se volvió icónica. McQueen –mente maestra detrás de estas secuencias– estaba decido a conseguir “la mejor persecución de autos jamás realizada”, y junto a Yates hicieron lo que nunca antes se había hecho en el séptimo arte: rodar una escena de persecución a 170/180 km por hora entre las calles de una ciudad –y no dentro de un estudio, como se acostumbraba en aquella época–, con sonido en vivo y el uso de un camera car –un automóvil con cámara incluida para rodar escenas de vehículos en movimiento–, quizá por primera vez en la historia del cine. Todos estos elementos combinados de manera exquisita transformaron a esta secuencia de persecución automovilística en la fuente de la que bebería todo el resto de las películas de conductores por venir.

El coordinador de transporte de la Warner Brothers en el set de Bullitt le dijo a la revista Muscle Car Review en 1978: “Creo que, básicamente, la historia era larga y confusa, así que cuando llegó la persecución, fue tan buena que le dio más sustancia a la película. Creo que realmente salvó la película, porque la mayoría de la gente no recuerda la historia, recuerda la persecución”. Aunque considero algo exagerado eso de “historia larga y confusa” –al contrario, creo que es bastante clásica y simple–, es cierto que Bullitt es recordada, sobre todo, por su inolvidable secuencia de persecución. No caben dudas de que se trata de un clásico de culto –Michael Mann, un peso pesado del neo noir, homenajeó una de sus escenas finales en el aeropuerto en su notorio film Heat (1995)–, pero esa carrera alocada entre un Mustang y un Dodge es lo que finalmente quedó marcado a fuego no solo en el imaginario popular, sino también en la retina de muchos directores. Sobre todo, en la de quien fuera el segundo asistente de dirección (no acreditado) de Peter Yates en Bullitt, un tal Walter Hill que diez años después dirigiría The Driver.

En 1971 se estrenarían dos road movies dirigidas por directores malditos, películas de culto cuyo corazón es el automóvil y el asfalto su escenario principal: Two-Lane Blacktop de Monte Hellman y Vanishing Point de Richard Sarafian, con guion del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante. Ambas cuentan historias de adictos a la velocidad, hombres parcos y con pasados poco claros, cuya única meta es conducir, constantemente involucrados en carreras y persecuciones; en estas películas los autos son filmados como si se tratasen de criaturas mitológicas que fueron domadas y montadas por humanos adictos a la adrenalina; las escenas de persecución, las carreras y los choques están contados a través de una puesta en escena precisa y un montaje adrenalínico guiado por el ritmo de las persecuciones y la velocidad, una forma de narrar que muchos imitarían más adelante. Cabe destacar también la presencia fundamental de la banda sonora, sobre todo en Vanishing Point, legado que más adelante retomaría e incluso llevaría al extremo Edgar Wright con su Baby Driver (2017).

El arquetipo

Hasta aquí hemos reconstruido una parte del monstruo. El cuerpo, digamos. Pero aún falta comprender su mente, descubrir de dónde provienen su personalidad, su psicología y las motivaciones que lo transforman en un personaje tridimensional. Porque el prototipo del conductor no es un muñeco vacío que maneja un vehículo, sino que se trata de un antihéroe solitario, silencioso, existencialista, estructurado, apegado a su ley como un samurái, antisocial y violento cuando es necesario. Y el arquetipo de este conductor es Jef Costello (Alain Delon), protagonista de Le samouraï (1967), obra maestra del neo-noir, dirigida por el talentoso Jean-Pierre Melville.

La película abre con un plano general estático de una habitación: allí vemos a Costello acostado en la cama a derecha de cuadro, dos ventanas que muestran un día gris, un pájaro enjaulado que canta en medio de las dos ventanas y una frase que se imprime en pantalla: “No hay soledad más terrible que la del samurái. Salvo, tal vez, la del tigre en la selva. El Bushido (el libro del samurai)”. Si Edward Hopper hubiese pintado en blanco y negro, cualquiera podría confundir esta composición cinematográfica con uno de sus cuadros. Y es que el protagonista de Le samouraï es un ser solitario y melancólico, como los personajes de las mejores pinturas de Hopper. Jef Costello es un asesino a sueldo que se rige bajo un estricto código personal, una raza en extinción en un mundo cada vez más caótico y traicionero, un antihéroe capaz de matar y morir por su Hammurabi personal, aplicando la ley del talión cuando es necesario. Lo más maravilloso que consiguen Melville y Delon con su protagonista es que el espectador empatice con él, a pesar de –o quizá gracias a– su personalidad parca, sombría y enigmática. Jef Costello es un personaje de culto, un arquetipo del antihéroe noir moderno que en la actualidad aún se utiliza como molde para crear protagonistas del cine acción silenciosos, oscuros y con carácter, cuyo ejemplo actual más popular quizá sea John Wick.  

Bien, ahora ya conocemos el mito de origen del conductor en su totalidad.

Solitario, misterioso, melancólico, violento, estructurado y un poco enamoradizo, aunque no sepa bien cómo relacionarse de manera cálida y no profesional con otros seres humanos.

Bajo estas reglas se regirán, en mayor o menor medida, los protagonistas de las películas de conductores. O al menos las que siguen la línea de actualización de este mito creado por Walter Hill en base a lo realizado por Jean-Pierre Melville a mediados de los 60. Porque, digámoslo de una vez: The Driver es una actualización o modernización de Le samouraï, y Drive (Nicolas Winding Refn, 2011) es una actualización de The Driver. Es como si cada determinada cantidad de años algún director necesitase aggiornar la historia de este personaje silencioso y solitario para volver a contarla y acercársela a nuevos espectadores.

El prototipo

The Driver es una especie de remake de Le samouraï, solo que en esta película el protagonista no es un asesino a sueldo sino un conductor de atracos. Hay escenas replicadas –la joven que puede identificarlo porque ve su rostro durante el robo, el interrogatorio y la rueda de reconocimiento, la visita a la testigo en su apartamento, etc.–; hay un policía (Bruce Dern) obsesionado con el protagonista, un grupo de traidores que buscan matarlo, y un juego del gato y el ratón con las escenas de persecución más memorables de la historia del cine, algo que queda plasmado de manera explícita, por ejemplo, en la secuencia de la destrucción del auto dentro de un estacionamiento. Los personajes no tienen nombre y únicamente son definidos por sus acciones o profesiones: el “conductor”, el “detective”, el “jugador”, la “conexión”, el “hombre del cambio”, “dedos”, etc. El frío de París y las luces/sombras del blanco y negro –a cargo del D.F Henri Decaë– son reemplazados por la noche norteamericana, el asfalto y una estética de luces de neón y farolas callejeras. La película de Walter Hill impuso una manera de comenzar este tipo de relatos, casi como el “había una vez…” de las fábulas para niños: tanto The Driver, como Drive, Baby Driver, The Transporter (Louis Leterrier y Corey Yuen, 2002) y Wheelman (Jeremy Rush, 2017) comienzan de forma muy similar, con el conductor que espera en su automóvil como punto de partida de una secuencia de atraco, escape y persecución explosiva.

Treinta y tres años más tarde el director danés Nicolas Winding Refn retomaría la mítica figura del conductor –no olvidada, pero sí un poco desvalorizada por películas como Taxi Express (Gérard Pirés, 1998) o The Transporter– en Drive, una obra maestra del neo-noir de los 2000 con un personaje principal de gran parecido, tanto físico como gestual, con el conductor de The Driver.

Drive comienza con el protagonista (Ryan Gosling) –que al igual que en The Driver no tiene nombre y solo es llamado “el conductor”– parado frente a la ventana de un hotel, en lo que podría ser tranquilamente una pintura de Edward Hopper, pero con luces de neón. Lo que sigue es la inevitable escena de espera, robo y persecución, y una trama claramente deudora tanto de la obra maestra de Melville como de la de Hill: Gosling es un joven que durante el día oficia de mecánico y eventualmente trabaja de doble de riesgo en películas de acción, y por las noches es conductor de atracos. Pero, como Jef Costello y el conductor de The Driver, se mete en problemas con la misma mafia que lo contrató que intenta traicionarlo y asesinarlo. A partir de allí, todo es adrenalina y violencia a punto gore –al ritmo característico de Winding Refn–, persecuciones al nivel de su predecesora y música electrónica retro-ochentosa. A pesar de que los conductores parecen odiar las armas de fuego y se nieguen a utilizarlas en principio, todos terminan disparando y matando en algún momento de la película. Es como si hubiera ciertos patrones que se repiten en sus vidas y de de las que ninguno puede escapar: enamorarse, ser traicionados, ponerse en contra de quienes fueron sus compañeros en el crimen, matar para sobrevivir o salvar a su compañera. Todos tienen una relación frustrada con una o varias mujeres, y en Drive se retoma la idea del sacrificio del héroe por la mujer que lo ama –en este caso, una vecina–, cuestión que había comenzado en Le samouraï y había quedado suspendida en The Driver, pero continuaría en esta película y en la siguiente generación.

El samurái y los conductores: el silencio los define. Se trata de hombres reservados, sin pasado, por lo que estamos ante relatos de focalización externa, es decir, como espectadores no accedemos a sus pensamientos ni a sus recuerdos. No sabemos lo que ellos saben, y muchas veces ni siquiera lo que sienten –si es que están sintiendo algo–. El manejo de la información los transforma en un misterio para el espectador, y eso los convierte en personajes más atrayentes, por la manera en la que están construidos.

La nueva generación. El eterno retorno

Seis años después, todo empieza otra vez: un nuevo conductor –que, obvio, maneja como los dioses– espera dentro de su auto a que se lleve a cabo un atraco para acto seguido escapar en una espectacular secuencia de persecución. Así comenzaron antes The Driver y Drive, y así comienza también Baby Driver.

En el capítulo primero (Arquetipos y repetición) de su libro El mito del eterno retorno (1949), el filósofo rumano Mircea Eliade escribe: “En el detalle de su comportamiento consciente, el ‘primitivo’, el hombre arcaico, no conoce ningún acto que no haya sido planteado y vivido anteriormente por otro, otro que no era un hombre. Lo que él hace, ya se hizo. Su vida es la repetición ininterrumpida de gestas inauguradas por otros. Esa repetición consciente de hazañas paradigmáticas determinadas denuncia una ontología original”. En las películas de drivers,el ritual que se repite al inicio de todas ellas es el del conductor que espera en su automóvil, y todo ritual, según Mircea Eliade, “tiene un modelo divino, un arquetipo; el hecho es suficientemente conocido para que nos baste con recordar algunos ejemplos: “Debemos hacer lo que los dioses hicieron al principio”. Para Drive, Baby Driver, The Transporter y Wheelman, ese “modelo divino” es la película de Walter Hill, así como para esta lo fueron Bullitt y Le samouraï.

La manera que encontró Edgar Wright de contar nuevamente esta fábula sin caer en la copia facilista y burda fue imprimirle su toque de autor, transformando la historia del conductor en un cuasi musical. A los principales atractivos de este tipo de films –el anticarisma del protagonista y las persecuciones automovilísticas– les sumó la omnipresencia de la música de pantalla (diegética) y de foso (extradiegética), la cual se transformó en un elemento estético fundamental y una herramienta imprescindible de su narrativa. Wright –y su enorme crew de sonido– trabaja los planos sonoros y la síncresis de manera quirúrgica; la banda sonora es increíble, precisa, el soundtrack ecléctico –y hermoso para quien esto escribe– va del rock progresivo (Focus) al punk (The Damned), del garage-punk-blues (Jon Spencer Blues Explosion) al folk psicodélico (Tyrannosaurus Rex), del jazz (The Dave Brubeck Quartet), al hard rock (Queen), etc.; pero sobre todo destaca el exquisito trabajo de post producción y edición, la utilización de un montaje rítmico exacerbado en que el sonido –los ruidos y la música empática, que tiene un papel puntuador– no solo guía los cortes, sino que también define la duración de los planos. Escribe Michel Chion en su libro La audiovisión (2008): “Toda música que interviene en una película (pero más fácilmente las músicas de foso) es susceptible de funcionar en ella como una plataforma espacio-temporal; esto quiere decir que la posición particular de la música es la de no estar sujeta a barreras de tiempo y de espacio, contrariamente a los demás elementos visuales y sonoros, que deben situarse en relación con la realidad diegética y con una noción de tiempo lineal y cronológico”. La música en una película puede estar no solo fuera de espacio, sino también fuera de tiempo. Es la música la que comunica todos los espacios y todos los tiempos de la película, pero al mismo tiempo les permite existir de forma independiente. “La música es, en resumen, un flexibilizador del espacio y del tiempo”, asegura Chion. Y es así cómo se siente la utilización de la música en Baby Driver: como un flexibilizador espacio-temporal.

En cuanto al protagonista de esta nueva generación –Baby, interpretado por Ansel Elgort–, es igual de solitario, silencioso y antisocial que sus antecesores, pero es bastante más joven y tiene un pasado apenas más claro, pasado que se devela de a poco, a medida que transcurre el relato. Su obsesión tanto con la música como con los automóviles y la velocidad se explica a medida que se nos devela su pasado. Porque como todo buen driver, para Baby lo más importante es manejar –mientras escucha música–. No por nada es un conductor raza pura.

En su libro El medio es el masaje (1967), el filósofo y teórico de la comunicación Marshall McLuhan asegura que: “Todos los medios son prolongaciones de alguna facultad humana, física o psíquica. La rueda es una prolongación del pie, el libro es una prolongación del ojo, la ropa una prolongación de la piel, el circuito eléctrico una prolongación del sistema nervioso central”. La cuestión es que además del amor con una mujer, del romance carnal, estos conductores tienen un amor particular por el automóvil, podríamos decir su verdadero romance platónico. En Comprender los medios de comunicación (1964), McLuhan define al coche como “la novia mecánica” del hombre. El automóvil, como todo invento o tecnología, es una extensión de nuestro cuerpo físico, por lo que necesita además nuevas relaciones o equilibrios entre los diferentes órganos y extensiones del cuerpo: “Fisiológicamente, el hombre, en su uso normal de la tecnología (o de su cuerpo diversamente extendido), es constantemente modificado por ella a la vez que descubre un sinfín de maneras para modificarla a ella. El hombre se convierte, por decirlo así, en los órganos sexuales del mundo de la máquina, como la abeja lo es en el mundo vegetal, y ello le permite fecundar y originar formas nuevas. El mundo de la máquina corresponde al amor del hombre cumpliendo sus deseos, es decir, proporcionándole riqueza. Uno de los méritos de la investigación de la motivación ha sido la revelación de la relación sexual del hombre con el automóvil”. Después de estas palabras de McLuhan, creo que no es necesario agregar nada más para justificar la relación cuasi mecanofílica entre los drivers y sus vehículos, el verdadero corazón de las películas de conductores.

El estereotipo

[percepción exagerada, con pocos detalles y simplificada, que se tiene sobre una persona (o cosa) o grupo de personas (o cosas) que comparten ciertas características, cualidades y habilidades]

Tomo la definición de estereotipo de la Wikipedia simplemente porque me calza a la perfección para cerrar este artículo.

Existen otras películas del subgénero conductor además de las antes nombradas, pero decidí no dedicarles tiempo a su análisis porque simplemente no valen la pena. Wheelman, The Transporter y The Driver (Wych Kaosayananda, 2019) son algunos films de drivers que tienen en común a su protagonista –un conductor de atracos– y el hecho de no destacar en casi nada. Se trata de películas menores, cuyo verdadero problema radica justamente en lo que debería ser su fuerte: el protagonista. En Wheelman, por ejemplo, el conductor (Frank Grillo) habla demasiado para ser un driver clásico, pero además es padre de familia y tiene una conexión fuerte con su hija. No hay misterio en su personalidad ni oscuridad en su pasado. El conductor de The Transporter –que más que un neo-noir es una película de acción/aventuras– es cancherísimo, bocón, experto en artes marciales, gracioso, exagerado e insoportable. Y de The Driver en realidad no hay mucho para decir: es un exploitation clase B que roba un poco del cine apocalíptico de zombis y otro poco de las películas de conductores, protagonizado por el héroe de acción de bajo presupuesto Mark Dacascos, que perdió la onda hace más o menos 20 años desde Le pacte des loups (Christophe Gans, 2001), y que para ser un driver lo cierto es que conduce muy poco.  

Ninguna de las tres utiliza o reinventa las cualidades más interesantes del arquetipo del conductor. No son “canon” en el sentido de que no son una actualización del relato clásico del driver, y seguramente por eso ninguna de las tres quedará flotando en el imaginario popular cinéfilo como The Driver, Drive y Baby Driver.

Quedamos a la espera de la próxima película que vuelva a actualizar el subgénero de conductores que, con un director virtuoso y arriesgado tras las cámaras, puede dar historias de altísimo vuelo y velocidad.