Licorice Pizza: ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor?

Entré muy emocionada el finde al cine a ver Licorice Pizza. Los comentarios y reacciones que había tenido por parte de conocidos y colegas habían sido bastante positivos y como se trataba de Paul Thomas Anderson trabajando con el hijo de Phillip Seymour Hoffman pensé, “¿por qué no?”.
Con la sala casi vacía, comenzó el ritual clásico del cine como institución: pochoclos, publicidades, tráileres, inicio de película.
Todo iba perfecto, ya en los primeros minutos la historia me iba atrapando rápidamente, entre algunas risas, carcajadas y chistes inteligentes (de esos que tanto me gustan). En sí, la historia es bastante simple: chico conoce chica, chico se enamora, chica lo rechaza, la relación va y viene. Mi dilema comenzó entre los vaivenes justamente de esa relación, que podría parecer como cualquier otra, pero no lo es. Alana (Alana Haim) trabaja en un estudio fotográfico que se encarga de sacar fotos escolares y Gary (Cooper Hoffman) la encara mientras está haciendo la fila para sacarse su respectiva foto. Alana tiene 25, Gary tiene 15. Gary no sabe sino hasta más adelante la edad de Alana. Alana siempre es consciente de la edad de Gary.

Ahora, como decía, mi dilema es justamente este gran margen de diferencia de edad. Supongamos que la situación es al revés, que es Alana quien no sabe la edad de Gary y Gary es quien sabe siempre la brecha de edad que los separa. ¿No estaríamos entonces desgarrándonos las vestiduras gritando a cuatro vientos lo mucho que la película romantiza el abuso de menores? ¿No estarían siendo Licorice Pizza y Paul Thomas Anderson cancelados por una sociedad que dice tener cero tolerancia con la pedofilia? Entonces ¿qué estamos haciendo sino aplaudiendo una historia que romantiza una relación pedofílica, también nominada a los Óscar como mejor película y mejor guion?
Más allá de eso, supongamos por un ratito que la diferencia de edad no existe. En lo que respecta quizás a nivel más bien de guion, Licorice Pizza abre un sinfín de temas que todos quedan en la nada. Es algo que decidí llamar como “sí, bueno, ¿y?”. Les ejemplifico: Gary arranca su historia contando que es actor. Sí, bueno. ¿Y? Alana tiene una pésima relación con su padre. Sí, bueno. ¿Y? Gary tiene una mamá. Sí, bueno. ¿Y? Entre otras cosas. Son esa especie de subtemas que no llegan a ningún lado y que quedan abiertos sin modificar tampoco la esencia de la película, la cual más allá del romance muestra también el nivel de inadaptabilidad que tiene Alana para con la vida.
Siendo la menor de tres hermanas, en una familia judía ortodoxa y pintada como el gran fracaso temperamental, Alana termina siendo durante la película como un intento de boya que se deja llevar o bien por la corriente (que en este caso sería el personaje de Cooper) o rara vez tomando una decisión por sí misma, las cuales –sorpresa– tampoco llevan a ningún lado.

Es importante también aclarar que si bien Gary es un chico que aparenta ser maduro para su edad, que tiene un poder de convicción y de toma de decisiones enorme, sigue siendo justamente un chico.
Recuerdo cuando vi Call Me by Your Name (de Luca Guadagnino) que tuve la misma sensación de que algo estaba mal. Son vínculos amorosos que se arman que no están en igualdad de condiciones y que quienes salen perdiendo siempre son los menores, porque se enamoran de adultos que vienen en un mundo que ellos no conocen, y que no deberían conocer tampoco.

Leí por ahí, y estoy completamente de acuerdo, que es muy curioso cómo se valora de forma positiva el abuso cuando la víctima es un chico heterosexual.
Si la idea de Paul Thomas Anderson (quien no solo la dirigió, sino que también la escribió, la produjo y le hizo la fotografía –destacable–) era generar controversia. Me parece que en pleno siglo XXI, hay temas muchísimo más importantes para levantar polvo que romantizar una situación de abuso a un menor.
Personalmente y para finalizar, me hubiese encantado que el final haya sido abierto.