Fanny y Alexander: clásico variopinto y pre-despedida

Melodrama fantástico y de época sueco de 1982. Distribuido por Sandrews, financiado por Cinematograph för Filminstitutet, Sveriges Television-1 Gaumont (París), Personalfilm (Múnich) Tobis Filmkunst (Berlín). Escrito y dirigido por Ingmar Bergman, con dirección artística de Anna Asp, producido por Katinka Farago y Jorn Donner. Musicalizado por Daniel Bell, Schumann, Benjamin Britten y Chopin. Sonidificado por Owe Svensson y Bo Persson, maquillaje de Leif Qviström, Anna-Lena Melin, Barbro Holmberg-Haugen, fotografía de Sven Nykvist, montaje de Sylvia Ingemarsson, vestuario Marik Vos Lundh.

Actores: Pernilla Alwin, Bertil Guve, Borje Ahlstedt, Harriet Andersson, Pernilla August, Mats Bergman, Gunnar Bjornstrand, Allan Edwall, Stina Ekblad, Ewa Froling, Erland Josephson, Jarl Kulle, Kabi Laretei, Mona Malm, Jan Malmsjo, Christina Schollin y Anna Bergman.

Sinopsis: Un rabino (Erland Josephson) salva a unos niños (Pernilla Allwin, Bertil Guve) suecos con un padrastro crudo en Estocolmo del año 1907.

Nuevamente esta es una sinopsis demasiado escueta, aunque con una data de vital relevancia para la trama. No obstante, no le hace nada de justicia a una obra considerada cumbre, ya que se pensó para televisión, con una duración de 5 horas y cuarto y para el cine se recortó a 3 horas y casi 10 minutos. Esta es una crítica sobre el film, por lo tanto, debo decir con cierta indignación que, al haberse partido la obra en una peli y una serie, la primera se come partes que muy probablemente marquen una diferencia de calidad superior respecto a la tijereteada.

Me topé un par de veces con críticas que hablaban de la familia Ekdahl como burgueses, falso. Son aristócratas. Explícitamente ricos que exhiben todos sus lujos materiales. Este despliegue natural para la clase más alta (cuyos miembros son herederos de títulos nobiliarios, aunque no hay en esta cinta referencia alguna a beneficios monárquicos) se debe a un trabajo excelente de vestuarios coloridos, objetos curiosos (juguetes, estatuas, figuras), una puesta en escena necesariamente fastuosa y bella, más una fotografía de ricas luces con cobertura de oscuridades. Este contraste binario es vital para distinguir sin matices las buenas de las malas acciones, la virtud simpática y solidaria del defecto despreciable llamado abuso. La distinción de un fantasma es ni más ni menos que el temeroso guardián de sus hijos y cabeza adulta perdida de la familia. Símbolo del gris, aunque esté vestido de blanco: Oscar Ekdahl murió de forma inesperada, mientras actuaba irónicamente (hecho a propósito por Bergman) del alma en pena del padre de Hamlet (príncipe encarnado por el niño Alexander, hijo de este).

Vale destacar en primer término que el punto de vista clave es el del joven Alejandro Ekdahlo. No así el de su hermana menor Fanny, que comparte sus sentimientos de profundo rechazo por su odioso y detestable padrastro, pero a la que la cámara (salvo primeros planos) y el libreto le obsequian una presencia borrosa. Esto en la versión fílmica no es nada positivo.

En segundo término, es un arte autobiográfico: Bergman sufrió de pibe (con la edad del personaje protagonista) las severas y brutales vejaciones de su padre, un obispo protestante-luterano, idéntico al Edvard Vergerus (un sobresaliente Jan Malmsjo) que encierra cual antagonista de cuento de hadas a sus hijastros en el cuarto de una torre, sumamente aburrida y fea a nivel estético, inquietante y melancólica. Alexander es el alter ego de Ingmar.

En apariencia la última gran producción del nórdico maestro de maestros (entre ellos de Woody Allen a quien admiro tanto) es una comedia festiva ambientada en 1907 y 1908 (prematuro siglo XX). Sin embargo, rápidamente el tono se acercará a las tinieblas del melodrama: expresiones teatralizadas (bastante artificiales pero imprescindibles para el desarrollo argumental), los sentimientos y las emociones alteradas e intensificadas. Este género del que yo tomo distancia porque no está entre mis predilectos contradice la inmanente y casi impecable psicología de los caracteres que I.B. moldea con paciencia y amor por ellos. Los Ekdahl se oponen a la frialdad de sujetos de otras de sus películas. Esos que se refugian de las angustias con largos silencios y caras de preocupación, indignación y misterio frente a situaciones que siempre (y esta no es la excepción) se enfrentan a la metafísica, la religión y los espectros que perturban sus espíritus.

El misticismo como está definido/escrito no existe. La unión del alma con Dios (a quien pongo en duda, porque me considero agnóstico) no puede admirarse desde el ascetismo descabellado ni por la devoción irracional y venenosa. Las gemas reales son la solidaridad, la austeridad humana (entendida por el apego hacia la modestia), la fraternidad y la mutua simpatía (además de la ineludible estabilidad económica). Todos estos valores son ejecutados por una institución familiar muy unida, cristiana y tradicionalista, que nunca se deforma por culpa de conservadurismos retrógrados ni tambalea por malicia de socialismos anti-millonarios. La estructura se mantiene hasta el final y con una hermosa fuerza, en el lado grandioso del existir. Se conserva lo que sirve y se ahuyenta lo que no. Quizás el más admirable vigor sea el de Emilie Ekdahl, hija de Helena (actriz de la compañía teatral), que sabiendo que está siendo víctima del peor de los maltratos patriarcales (el de su segundo esposo episcopal), saca pecho e intenta huir de la fortaleza a la que se mudó tras la boda, pretendiendo que sus retoños también escapen del monstruo (que además de represor y sumamente autoritario, es antisemita, como lo era su ídolo Lutero).

Fanny y Alexander son socorridos del encierro involuntario por un mercader hebreo llamado Isak Jacobi, que ocupó un rol no menor para los Ekdahl, siendo confidente de la abuela Helena, que es la matriarca forzada (ya que enviudó). Pero en esta particularidad, la apariencia no es esencia (aunque sí funcionan como sinónimos para los Ekdahl en general): no hay una manifestación de matriarcado dañino, aunque filosóficamente este pueda caer en las mismas crueldades del patriarcado. No hay una ausencia de hombres. Luego de la muerte de Oscar, quedan Carl: débil, de baja autoestima, que descarga sus frustraciones con su esposa, denigrándola por sus deudas (paradójico, teniendo en cuenta que tiene el incondicional respaldo de su estirpe), que se destaca por provocar las risas de los infantes por sus flatulencias (escena hermana de lo fellinesco). Gustav Adolf: dueño de un restaurante, mujeriego. Un tipo muy agradable que, al concluir este magno testamento fílmico, es la prueba en carne de que la bondad puede triunfar con energía ante la maldad, así como en paralelo, el optimismo y la risa por sobre el pesimismo y el llanto. Gustav ofrece un discurso para cerrar el telón, digno de reverse: reivindica el bienestar, el placer de la riqueza tanto en capital monetario como en capital espiritual; tanto en estilo de vida gregario como en individualismo fuerte. La búsqueda, inseparable del encuentro con la felicidad.

Algunos dirán que peca de idealista. Pero los personajes de Bergman no son perfectos y en la mayor parte de la peli no están en armonía. Esta palabra es justamente el premio que alcanzan tras derrotar desde una adherencia religiosa a otro religioso hipócrita e hijo de puta. Dos caras en pugna, sin complemento o concesiones.

El pobre Alexander satisface su curiosidad observando el teatro, la magia y los títeres de su verdadero padre del corazón: el ya mencionado mercader Isak. Constantemente está latente el miedo de nosotros espectadores a que un inocente pibe, que se escuda en la mentira para zafar de las puniciones, sea violado o abusado sexualmente. La mucama Maj es la primera que sospechamos que puede llevar a cabo una de estas aberraciones. En la primera parte se insinúa la pedofilia: Maj dice que no puede dormir con Alexander la noche pos-Navidad. Siente una atracción que no puede ocultar por él (aunque quiera). La segunda vez es por el obispo mismo: imprevisible. Puede ser un potencial criminal (y aunque sin llegar a ese extremo, sí es un inmoral horrendo). Obsesionado con la inteligencia de Alexander y por cómo lo puede vencer por la retórica, siendo (en palabras) vencido por la astucia del nene.

Finalmente es Ismael: un andrógino que habita la tercera casa (la de Isak), un ser que se construye sobre una extraña ambigüedad: desea lo peor para el protestante tirano. Al mismo tiempo acosa verbalmente a Alexander mientras lo toca. De ángel no tiene nada y es un simple perverso que quiere destruir al Mal, siendo él alguien maligno, que se aprovecha de la confusión que provoca su género y de la ingenuidad de Alex, otro espanto. Ignoramos si el titiritero Aron (sobrino de Isak) o el mismo comerciante es consciente del sadismo de este personaje.

Tesis y antítesis se sintetizan en una las mejores y deliciosas películas del eterno sueco. Sus defectos son la pesadez rítmica y la densidad lenta, sumada a una duración inusual y a interpretaciones actorales que corren el peligro del artificio. Normalidades para Ingmar, difíciles (a veces muy difíciles) de digerir para amantes del cine. Fanny y Alexander es una reivindicación de las buenas costumbres y valores, la familia feliz, penetrada por el amor y la conexión indestructible. En oposición a todo tipo de factores que contaminen o atenten contra estos, ya acusados. Visualmente, multisensorial gracias al capo Sven Nykvist (DF que Allen le «robaría» a posteriori) y narrativamente paciente pero atrapante, llega a puerto deseado.

Los enemigos de los Ekdahl son entonces: el pecado, la culpa, el maltrato, el ascetismo y la hipocresía falsa, enmascarada en un puritanismo que nomás es verídico en apariencia.

Espero poder ver la versión más completa, succionada por la pantalla chica, no es una promesa, pero sí una pesquisa anhelada y helada, ya que todo transcurre en la invernal Upsala.