Copia fiel, ficción y política #5: los más perjudicados

Por Gonzalo Di Bona (politólogo) y Néstor Alberto Fonte (realizador y docente de cine)

Un poco de contexto

A pesar de las voluntades del sistema de Naciones Unidas por rescatar a niños soldados, la anomalía sigue ocurriendo. Y nada cambiará mientras el resto del mundo, con sus líderes políticos a la cabeza, no se ocupe, de verdad, de establecer y ejecutar políticas universales de carácter humanitario, con efecto práctico y efectivo. Corregir definitivamente este flagelo, superando cualquier instancia meramente discursiva, para tranquilizar conciencias, resulta imprescindible.

Vislumbrar una solución posible para este problema (que sin ser el único, es uno que no debería tolerarse) significará en la praxis atender, a nivel planetario, los desequilibrios y las causas de fondo que construyen los contextos donde son posibles, la guerra entre los pueblos y esa derivación aberrante de niños violentados, en todos los sentidos del término. Una carga para la conciencia de la mayoría bien pensante que habita las sociedades más desarrolladas, que les sería intolerable, si no fuera porque lo sienten muy lejos de su realidad. Y lo que no se ve no se siente; lo que no se siente no preocupa; y de lo que no preocupa nadie se ocupa.

En este orden de ideas, debe advertirse que las crisis económicas, sociales, políticas y humanitarias, especialmente en África Central y Oriental, han causado a lo largo de los años la ruptura del contrato social, generando escenarios de violencia desatada y el establecimiento de sociedades de guerra. Comunidades en las que esta escalada de conflictos se encuentra naturalizada. Casi como un karma, una herencia maldita irrenunciable, el principio rector y organizador de lo que existe, por malo y triste que sea, una naturaleza intrínseca que es necesario aceptar con cierto estoicismo, a veces, con una pátina de consagración que, en ocasiones es lo que lo hace mínimamente tolerable para las propias víctimas, más allá de la cuota de resignación que implica.

Los programas que existen a nivel internacional carecen de un adecuado financiamiento y no están logrando atender eficientemente la problemática, anclados en lo declarativo más que en lo concreto, permitiendo que se reinicie el perverso círculo de violencia. En este sentido, es de importancia central que estos niños-víctimas, y las comunidades de destino, reciban el apoyo necesario para que todos y todas puedan retornar a sus mejores ámbitos y mantener un estado de paz, para permitir que las nuevas generaciones escapen a la trampa de la guerra y tengan una oportunidad para construir su futuro.

En uno de los últimos documentos de trabajo de las Naciones Unidas en la materia se ha establecido que la protección de los niños respecto de las consecuencias de los conflictos armados. Resulta una obligación moral, además de ser una responsabilidad legal y una cuestión de seguridad y paz internacional. Por esta razón, debe ser un compromiso insoslayable de las dirigencias mundiales, con mayor esfuerzo económico y más voluntad política, contribuir, efectivamente, a los fines de terminar con el sufrimiento de la infancia a nivel global. Y en el marco de este propósito, los niños utilizados como soldados en guerras intestinas son uno de los objetivos más importantes, aunque no agotan los grupos sociales vulnerados, como sujetos de salvataje humanitario.

Mientras tanto, y en la medida de lo posible, toda expresión institucional o cultural, de gran o pequeña envergadura, de alto o limitado alcance, será no solo una necesidad, sino una valorable acción política.

El tema en la cinematografía

A través de la pantalla grande se han observado contextos de guerra y, en medio, a niños comportándose o reaccionando de distintas maneras. Los hemos visto como seres inocentes reclutados a la fuerza por organizaciones armadas, regulares como en el caso de Voces inocentes, la película de Luis Mandoki (México, Estados Unidos, Puerto Rico, 2004), donde el prepotente es el Ejército de El Salvador, o irregulares, como sucede en Paloma de papel (2003), el filme peruano, dirigido por Fabrizio Aguilar, donde el secuestro del niño es responsabilidad del grupo terrorista Sendero Luminoso.

También se los puede encontrar como víctimas de todo despojo, como vimos (y comentamos en esta revista) en la película de Angelina Jolie, Primero asesinaron a mi padre (First They Killed My Father, 2017), con un relato en el que el contexto es la violenta revolución de los Jemeres Rojos en Camboya.

No obstante, hay otras victimizaciones de niños y niñas, producto de la guerra de los adultos (no hay guerra por responsabilidad de la niñez, al menos en la no ficción), situaciones que han sido oportunamente reflejadas por el cine.

Un buen ejemplo de esto es aquella historia que cuenta la película Las tortugas también vuelan (Lakposhtha hâm parvaz mikonand/Turtles Can Fly), dirigida por Bahman Ghobadi (Irán, Irak, 2004), de cómo sobreviven niños y niñas en una situación límite, en el contexto de un conflicto bélico y de subdesarrollo agudo; situación que los lleva, entre otras atrocidades, a vivir de recuperar y vender minas antipersona. En estas circunstancias, algunos quedan mutilados por el estallido de alguna de las minas, mientras que otros directamente pierden la vida. Y en medio de este panorama, los niños sobrevivientes tienen que poder organizarse para seguir y resistir. “Obligados a crecer de golpe”, sintetizan muchos de sus críticos y comentaristas.

Por último, vamos a detenernos, en esta nota, en la película Beasts of No Nation (2015), porque es un drama, porque es de guerra y porque muestra de manera inequívoca cómo funciona el reclutamiento de niños por parte de los grupos armados, así como cuál es el mecanismo psicológico utilizado para convencer a esos niños: que es necesario matar. Atendiendo, además, al dato de que el filme se basa en la novela homónima de Uzodinma Iweala, quien recogió para su confección innumerables testimonios reales de niños y niñas que fueron soldados. Y que, si hay una solución, esta no estará exenta de política.

La película de Fukunaga

Beasts of No Nation busca representar la vida de un niño soldado, entre tantos otros, con su irremediable sucesión de pérdidas; y con Cary Fukunaga, tras las cámaras, y Abraham Attah e Idris Elba, a cargo de sus principales criaturas, lo logra en buenos términos.

Su relato no se dedica tanto a explicar el contexto macro en el que se desarrolla la historia del maltratado Agu (Attah), sino a seguir la espiral de degradación que supone el desquicio y la corrupción de la guerra, y cómo esto lo afecta, al presentársele como único escenario posible para encontrar una motivación de sobrevida.

Sumergido en este desvarío, no exento de lógica, el deambular del pequeño Agu, como niño soldado, a través de un país desangrado por el conflicto bélico, tiene los efectos de una aterradora escuela de la muerte, que lo captura siendo un nene travieso y simpático y lo convierte, en buena medida, en un asesino despiadado.

En una sociedad desolada y en el marco de un paisaje en su mayoría selvático o de campo abierto, o con algunas esporádicas estadías en ciudades, siempre en estado de inseguridad y de caos, Agu sobrevive malamente, como parte de la población infantil vulnerable que, como carne de cañón, alimenta la primera línea de los ejércitos irregulares que gestionan una guerra desarticulada en la que cualquier cosa vale. En estas circunstancias, Beasts of No Nation narra, también, la enfermiza relación entre un líder insurgente (Elba) y un grupo de niños militarizados que lo siguen como su comandante. Entre esos infantes se destaca Agu, con un particular vínculo afectivo con el comandante, siempre al borde del abismo de su propia precariedad. Se trata de un relato que avanza entre brumas, apuntalado por imágenes potentes, una fotografía que no quiere pasar desapercibida y que, por lo general, logra tener un protagonismo destacable, y con una pulsión de vida y de muerte permanente que violenta, tanto las acciones, como la descartable vida de los personajes.

Beasts of No Nation no es una película fácil ni agradable, aunque tal vez sí sea una obra cinematográfica que, como testimonio de un tema arduo y dramático, vale la pena ver. En este sentido, quizá resulte un poco raro empezar por lo que debería decantar en una sustentada conclusión, pero nos vemos tentados a adelantar que se trata de un buen filme.

El trabajo actoral de los protagonistas es perfecto. Sin embargo, el origen de la dupla actoral es bastante disímil. Por el lado del personaje de Agu, nos encontramos ante una verdadera revelación: el creíble Abraham Attah, quien antes del rodaje era un niño de la calle que fue entrenado para trabajar como actor apenas unos meses antes de la película, y por el otro, en el papel del carismático coronel, el ya conocido, pero de todos modos destacado, Idris Elba.

Ambos forman una pareja que será recordada por habernos proporcionado espléndidas escenas que, en no pocas ocasiones, no necesitan de la palabra hablada para transmitir lo que piensan o lo que quieren decir, incluso, entre ellos.

El personaje de Agu es el que nos guía en su itinerario a través del espanto, con sus pensamientos, en una narración en off que no se nos antoja como la voz de un niño confundido al que han despojado salvajemente de toda esperanza de futuro, sino la expresión de su ser con cierta candidez que en su fuero íntimo siente temores, pero se niega a la resignación.

El personaje del comandante no se reduce solo a un excéntrico jefe militar de una soldadesca de aguerridos infantes dispuestos a obedecerle; es también el líder de una auténtica secta, conformada por una horda de fanáticos impúberes que vaga por la jungla africana dispuesta a cualquier cosa con tal de congraciarse con él, una comunidad radical atípica, pero que tiene como toda secta sus ritos de iniciación, sus mantras y sus propias creencias.

El tercer protagonista es la guerra, como un estado que todo lo destruye y que extermina la humanidad de quien se le cruce, en todos los aspectos.

Un déficit para señalar es que, a pesar de su destacada destreza en la dirección de Beasts of No Nation, termina siendo una verdadera lástima que Fukunaga no haya podido encontrar un buen remate para la película, lograr un tramo final que esté a la altura de su desarrollo, y así evitar cierto tedio que amenaza en los últimos minutos del filme, evitando un cierre del relato en el que las cosas simplemente suceden y un final algo atolondrado y carente de sustancia.

Conclusión

Tratando de proyectar el día después del final del relato sobre Agu, podemos pensar que es posible que niños que hayan pasado por experiencias similares no terminen sus días de vida como niños soldados, e incluso que algunos sean recuperados por organizaciones humanitarias, como le pasa al pequeño protagonista de Beasts of No Nation, pero al margen de todo esto, queda latiendo una pregunta: ¿cómo volver a ser solo un niño después de tantas atrocidades? Y la película solo insinúa una respuesta probable a ese interrogante.

En otro orden de ideas, es justo agradecerle al director que, a la hora de reflejar tanta violencia, haya optado por soslayar el morbo fácil, regalándonos como espectadores una exposición sutil de la tragedia que nos cuenta, ahorrándonos imágenes efectistas y desagradables, sin negar la existencia de los horrores inherentes a la guerra, como son las violencias física y psicológica, la drogadicción forzada, el abuso sexual y, lo peor, la fatal corrupción de la niñez.

Para finalizar, cabe comentar con relación a las interpretaciones actorales de Attah y Elba, oportunamente destacadas como sustento de la excelencia del filme, que tal reconocimiento debe hacerse extensivo al aporte integral que el director Cary Joji Fukunaga le hace al relato cinematográfico, en su cuádruple rol de director, guionista, productor y director de fotografía.