El prófugo: las cosas que pasan al explorar el mundo de los sueños

El cine nacional ha explorado el género de terror psicológico con ciertos resultados, pero con poco reconocimiento internacional. En un período dominado por la reproducción masificada de estilos pre-armados y el reinado indiscutido de las tendencias establecidas por las megacorporaciones de la industria, el llamado tercer cine (sacando de esta categoría todo su contenido ideológico-político y tomándola como el conjunto de filmes que no pertenecen a la maquinaria hollywoodense ni al “cine de autor” europeo) quedó relegado a tener que producir obras costumbristas para lograr algún tipo de notoriedad de sus primos mayores. No se pretende con esta introducción afirmar que este tipo de fama es algo que se busca activamente, pero es real que abre puertas de otro modo impensadas para actores y realizadores de la región.
Natalia Meta toma este elemento entre sus manos, lo retuerce como plastilina y le da un giro único, para entregar al público una de las películas más originales y peculiares de los últimos años. Es preciso mencionar al hablar sobre El prófugo que está basada en la novela El mal menor, del autor argentino C. E. Feiling. Es una obra de lo que podría denominarse “terror burgués”, en donde el horror se encuentra en la vivencia cotidiana. Lo perturbador se centra en el orden de los personajes, y no en los efectos de la narración. La película sigue esta línea a la perfección y conduce al espectador por un viaje onírico que recuerda a un episodio de parálisis de sueño.
Una base costumbrista
Los primeros planos de la película son dignos de una pesadilla. Sobre planos desenfocados se escucha la voz de una mujer desesperada suplicando y agitada. Todo contribuye a un ambiente claustrofóbico que denota la inescapable realidad de un juego perverso y abusivo que se está desarrollando. Inmediatamente la pantalla se concentra en Inés, una actriz de doblaje que está dando vida a estas escenas del espanto, le está prestando su voz a ese cuerpo ajeno y sufriente. La noción de la voz y el cuerpo está presente a lo largo de todo el filme y se convierte en algo clave al llegar a su conclusión.

De la sesión de doblaje se pasa a un avión, así nomás, sin preámbulos ni transición. Estos cortes abruptos pueden ser desconcertantes en un principio, pero son elecciones de montaje conscientes que le dan un carácter onírico a la narrativa desde el comienzo. La historia salta de sueño en sueño, de la realidad a la pesadilla sin aviso.
La protagonista viaja con su novio a un paradisíaco México y allí el aire cambia por completo. De la oscuridad y sofocamiento de la cabina se pasa a un humor liviano. Erica Rivas remite con su Inés a sus personajes más icónicos, como el de Relatos salvajes, y Daniel Hendler brilla moderadamente con su estereotipo de “flaco pesado”, la pareja que en cualquier comedia romántica la protagonista desecharía cuando apareciera el verdadero galán.
Las vacaciones simpáticas, sin embargo, toman otro cariz vertiginoso y la secuencia sigue con el mismo formato del comienzo: cortes abruptos entre realidad y sueño y una ausencia de música de fondo que convierte cada elemento en algo enloquecedor, como esa sensación de estar subiendo lentamente por la pendiente de una montaña rusa esperando con el aire contenido a la inevitable caída. Y qué tamaña caída nos propone El prófugo. El punto de quiebre del primer acto es brutal, y así como la vida de Inés da un vuelco, también lo hace la percepción de la audiencia.
Donde se juntan la realidad y las pesadillas
El concepto de la dualidad se maneja mucho a lo largo del filme. Por supuesto su principal núcleo tiene que ver con el mundo de los vivos y el mundo de los sueños, pero también se puede observar cómo la misma Inés lidia con su mundo cambiado y los diferentes personajes que aparecen en su vida y presentan contradicciones particulares. Su madre, por ejemplo, es una mujer que la sobreprotege en su ausencia, la trata como una niña pero la deja a su suerte en sus momentos más vulnerables. Cecilia Roth está muy bien, encontrando un rol maternal conflictivo que se le nota cómodo y natural. Cuando se revela que la protagonista es también cantante lírica, aparece en escena su maestro, que se presenta como una especie de figura paterna de reemplazo (no se sabe bien por qué el padre biológico no está, pero pareciera haber fallecido). Es este elemento protector del director del coro que contrasta con su insistencia en que Inés se medique, a pesar de que ella le repite una y otra vez que las pastillas le generan pesadillas y visiones. Llega incluso a proporcionarle psicofármacos propios, sin ningún tipo de indicación profesional.

La música en sí misma cumple otro papel dicotómico en la película y en la historia de pesadillas y realidad de Inés. Durante largas secuencias no hay sonido de fondo más que el del mismo ambiente, para luego contrastarse con una explosión musical a cargo del coro en el que participa (fundamental aparición de la Coral Femenina de San Justo).
Además de los factores externos, existen conflictos duales dentro de la protagonista, que sobrepasan su incapacidad de distinguir la realidad del sueño y que atraviesan certeramente su rol como artista, pero además como mujer. Se disputa entre sus dos trabajos, uno que le da más independencia de horarios y creatividad, mientras que el otro la sigue resguardando, casi como a una niña, bajo las alas del “maestro”. Estos dos lugares también están representados por dos hombres diferentes: el descontracturado ingeniero de sonido Nelson y el misterioso organista Alberto. Es obligatorio destacar en esta parte la actuación de Nahuel Pérez Biscayart como este último. Logra encapsular de forma perfecta la mezcla entre lo sensual, lo distante y lo “friki” en un personaje que va a ser difícil de descifrar hasta los últimos momentos antes del clímax de la película. Pero la decisión entre ambos va más allá de sus cualidades como pareja, tiene que ver con algo mucho más profundo, con las identidades típicamente masculinas y femeninas en esencia. Inés quiere ser exitosa, quiere que su voz destaque, quiere concentrarse en su carrera, pero a la vez quiere una relación que no sabe bien cómo conseguir. Le cuesta conectar con los otros. Es aquí cuando se hace presente este “prófugo”, esta entidad que –como ella hace en sus doblajes– se mete en su cuerpo y comienza a modificar su posesión más preciada, su voz.
El placer de lo terrorífico
El prófugo no es una película convencional. Su forma de montaje, sus elecciones sonoras, incluso sus actuaciones van en un crescendo que atrapa al espectador por una hora y media de una manera claustrofóbica y sofocante, como si uno quisiera dejar de ver pero simplemente no pudiera. Realidad y pesadilla se mezclan entre sí hasta concluir en un final explosivo, delicioso, que cuestiona la misma fibra del mundo tangible y quiebra todas las fronteras de lo que antes parecía opuesto. “Hay lugar para los dos”, le dice Alberto a Inés durante el último acto, y tiene razón. En el miedo, hay placer, y en lo cotidiano hay terrores inevitables.

No es una sorpresa que el filme de Natalia Meta sea el elegido para representar a la Argentina en la categoría mejor película internacional en la próxima edición de los Premios Óscar, otorgándole a esta exploración del género del terror nacional un reconocimiento nuevo y tal vez inesperado. La película toma elementos del costumbrismo de Buenos Aires y juego con ellos, les da vuelta, así como lo hace con la realidad misma del espectador. Es, como se ha mencionado anteriormente, un legítimo horror burgués.
El prófugo tuvo su estreno en el Festival Internacional de Cine de Berlín de 2020 y participó en muchos otros festivales, como el de San Sebastián, La Habana y Londres. Hoy en día todavía se la puede encontrar en salas de cine. Ahora que la situación mundial permite hacerlo, es recomendable ir a verla, disfrutarla en pantalla grande y, de paso, apoyar este proyecto nacional.