Copia fiel, ficción y política #4:un chiste sobre el carnicero

Hola a todes, hoy nos ocupamos de Armando Giovanni Iannucci.
Nacido en Glasgow en 1963, se trata de un sarcástico escritor, director, intérprete, panelista y productor de radio que comenzó su carrera en BBC Scotland y BBC Radio 4. Sus trabajos iniciales con Chris Morris en la serie de radio On the Hour tuvieron su versión televisiva en una serie llamada The Day Today. De esa serie surgió un personaje cocreado por Iannucci, llamado Alan Partridge, que empezó a tener vuelo propio apareciendo en otros programas de radio y televisión del punzante escocés.
En 2005, Iannucci creó la comedia política The Thick of It y el documental parodia Time Trumpet en 2006.
En 2009 dirigió el largometraje, elogiado por la crítica, In the Loop, con personajes de su anterior comedia The Thick of It. Como resultado de estos trabajos, The Daily Telegraph lo ha descrito como «el hombre duro de la sátira política».
Otra obra para destacar es la sátira política de HBO, Veep, en la que asumió durante cuatro temporadas, 2012 a 2015, la doble función de productor y guionista. Con esta serie obtuvo una doble premiación en los Emmy 2015: mejor serie de comedia y mejor guion de serie de comedia.
De esta última, vale recordar que fue mencionada por el actual presidente Alberto Fernández, en un reportaje periodístico que le hicieron en fecha cercana a su elección como primer mandatario de la Argentina. Que le guste a Alberto tal vez no quiera decir mucho para todos con los que no coinciden con sus gustos, pero teniendo en cuenta su temática, que le guste a un presidente de un país, resulta por lo menos un antecedente interesante.
«Hay una serie que muestra realmente cómo funciona la política y está hecha en tono de comedia. Su última temporada es maravillosa y es Veep. Es la historia de una vicepresidenta que se queda con la presidencia», simplificó el presidente Fernández en una entrevista con Página12.

En efecto, en esta comedia, Louis-Dreyfus interpreta a la exsenadora Selina Meyer, una mujer que se convierte en vicepresidente de los Estados Unidos y descubre que el puesto no era lo que ella esperaba. Una ficción entretenida que no tiene parangón con la realidad argentina con la que convive nuestro primer mandatario, ¿o sí? Será cuestión de averiguarlo.
Veep acaparó por años a Armando Iannucci, hasta que el escocés resolvió dejar la serie de HBO tras la cuarta temporada. Eso le permitió volver al cine, los largometrajes La muerte de Stalin (2017) y La historia personal de David Copperfield (2019) son parte importante de su historia reciente en el séptimo arte.
De La muerte de Stalin nos ocupamos en esta entrega para la columna de la Revista 24 Cuadros: Copia fiel, ficción y política.
Iósif Vissariónovich Dzhugashvili (Iósif Stalin)
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. URSS o CCCP para quienes les gustan las siglas. Este es lugar histórico en el que se sitúa: La muerte de Stalin (título original en inglés: The Death of Stalin, película franco-británica de 2017). Sátira política que trata sobre los últimos días de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, también llamado Joseph Stalin (nombre cuyo significado es hombre de acero), acerca del armado de su funeral y de los nuevos tiempos que vendrían para el régimen soviético.

Duro como el acero
Stalin (1879-1953) fue uno de los líderes más importantes de la historia del siglo XX. Huérfano desde muy temprana edad, se unió a principios de siglo a la lucha clandestina de los socialistas rusos contra el régimen zarista. Cuando en 1903 se escindió el Partido Socialdemócrata, siguió a la facción bolchevique que encabezaba Lenin. Su lealtad a Lenin, líder de la Revolución Rusa (1917), lo hizo ascender en la estructura burocrática del Partido Comunista, hasta llegar a ser secretario general en 1922.
Una vez fallecido Lenin (1924), la habilidad política de Stalin hizo que se imponga a su principal oponente interno, León Trotski, e iniciara su mandato de apenas 29 años. Esta rivalidad fue expresada en la disyuntiva entre la construcción del socialismo en un solo país (Stalin) o la revolución permanente a escala mundial (Trotski).
Es importante mencionar que la rivalidad con León Trotski no solo quedó en esa contradicción sobre el futuro de la revolución y la URSS, sino que lo envió al exilio en 1929 y luego lo mandó a asesinar en 1940 (ejecutado por el catalán Ramón Mercader, con un “picahielo”), mientras vivía en México.
Las casi tres décadas de Joseph Stalin como máxima autoridad de la Unión Soviética estuvieron caracterizadas por dos grandes rasgos: una excesiva vigilancia militar (persecución a opositores, encarcelamientos masivos y purgas) y la industrialización mediante planes quinquenales del régimen (reacondicionamiento de viejas fábricas y construcción de una fuerte industria pesada de obtención de materias primas), lo que llevó a la URSS a convertirse en una de las dos potencias mundiales.

Otra característica de esos años fue el centralismo burocrático, que llevó a la construcción de una elite de dirigentes que marcaban el rumbo con una disciplina muy férrea. La violencia de todo tipo para sostener al régimen es el hecho más destacado por los historiadores del siglo pasado.
El Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (conocido como NKVD), a cargo de Lavrenti Beria, en el período 1938-1953, desempeñó la importante función de seguridad del Estado. El nombre de la organización está asociado, hoy en día, principalmente con actividades consideradas criminales: represiones políticas y asesinatos, crímenes militares, violación de los derechos de ciudadanos soviéticos y extranjeros, así como incumplimiento de la ley.
Ambicioso, pero sumamente realista, cumplió un rol preponderante en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). De forma previa al comienzo de la contienda mundial firmó con Adolph Hitler un pacto de no agresión (Pacto Germano-Soviético de 1939) para asegurar la tranquilidad de las fronteras, el reparto de Polonia y la anexión de Estonia, Lituania y Letonia.
Más tarde, ante el avance nazi que invadió a la Unión Soviética en 1941, movilizó el sentimiento nacionalista ruso proclamando la Gran Guerra Patriótica. Con el avance de las guerrillas de los partisanos, y ayudado por el clima y las grandes distancias, debilitó la estrategia alemana pasando a la contraofensiva a partir de la batalla de Stalingrado (1942-1943).
En 1943, en la Conferencia de Teherán, pactó la estrategia de la guerra con el primer ministro británico Winston Churchill y con el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt.
En las Conferencias de Yalta y Postdam, en 1945, negoció con ambos países el orden internacional de posguerra, posicionando a la URSS como gran potencia, con derecho a veto en la ONU, y logrando que buena parte del mundo occidental aceptara la influencia soviética en la Europa Oriental.
Débil como lo humano
En los últimos años de vida, desmejoró mucho en su salud, con fallas de memoria incluidas, lo que llevó a profundizar la paranoia sobre la idea de su propio asesinato, situación que tuvo como consecuencia un incremento en la represión, sobre todo en su círculo más cercano de asesores y cuerpo médico (en 1953 desapareció su secretario privado y fue ejecutado el jefe de guardaespaldas).
El 5 de marzo de 1953, a causa de un ataque cerebrovascular, producto de su hipertensión, la vida de Stalin llegó a su fin. Inmediatamente, el buró político del Partido Comunista decidió gobernar la Unión Soviética en comité, hasta que Nikita Jrushchov, luego de eficientes maniobras políticas internas, quedó como líder absoluto.
Comenzó, entonces, un proceso político denominado descentralización, en el que se denunciaron los crímenes cometidos por el difunto caudillo en contra del Estado soviético (desestalinización del Estado) y del Partido Comunista, pero esa ya es otra historia.
La muerte de Stalin
En La muerte de Stalin, Iannucci se vale de sucesos históricos para edificar una jocosa ironía política en la que pululan los absurdos, los espejos distorsionantes y los chistes sobre personajes despiadados y crueles de la historia contemporánea.
El relato se desarrolla como un paródico, entretenido y crudo drama asentado en las novelas gráficas de los franceses Fabien Nury y Thierry Robin: La muerte de Stalin y Volumen 2 – El funeral.

La noche del 2 de marzo de 1953 se produjo el fallecimiento de Joseph Stalin, una muerte común, de un hombre que no lo era tanto y en circunstancias extraordinarias; el deceso de un caracterizado dictador, de un tirano, un carnicero, que, además, y el dato no es menor, era secretario general de la URSS.
La película nos cuenta en tono satírico los días previos al funeral, dos jornadas de pugnas por quedarse con un poder déspota y tirano que el tiránico líder ha dejado vacante. Una lucha política en la que todos los medios valen para la conquista: manejos, operaciones, celos y delaciones.
Todos los personajes más emblemáticos del entorno de Stalin se comportan de una manera que alcanza los límites del disparate con tal de satisfacer sus codicias, en el mejor de los casos, o sencillamente a los fines de preservar su vida, en los peores. Una mezcla de humoradas y contingencias peligrosas que se confunden en una sola trama. ¿Tendrá su gracia la tragedia? ¿Será tolerable y disfrutable? Parece posible, sobre todo cuando la tragedia es histórica, antes que personal. Iannucci lo intenta: contar una verdad a través de trazos caricaturescos, valiéndose de un agudo guion y un notable elenco.
Adrian McLoughlin es un postrado Joseph Stalin; Steve Buscemi, un ingenioso Nikita Jrushchov; Simon Russell Beale, el maligno director de la policía secreta Lavrenti Beria; Jeffrey Tambor, el poder en la sombra encarnado por Georgy Malenkov; Michael Palin, un maquinador Vyacheslav Molotov; Paul Whitehouse da elegancia al ministro de Asuntos Exteriores Anastas Mikoyan; Jason Isaacs no tiene pelos en la lengua en su papel de Georgy Zhukov; Andrea Riseborough es la hija de Stalin, Svetlana, y Rupert Friend es Vasily, el obstinado hijo.
Es curioso comprobar cómo Iannucci no necesita alejarse de los hechos históricos, solo ha tenido que encontrarles un tono de efectiva comicidad para contarlos en su película, incluso, en casos de naturaleza muy incómoda, de contenido terrible, como son los episodios vinculados con las ejecuciones a los acusados de desleales al régimen y las confabulaciones y contubernios en los que participan los dos personajes con más chances de suceder a Stalin.

En esa intención de potenciar la carga cómica de La muerte de Stalin, el relato se vale de los diálogos (uno de los fuertes de Iannucci) así como de la particular personalidad de los personajes principales, que la verdad es que tienen lo suyo. Los hechos en los que se basa el filme invitan de por sí a una perspectiva del absurdo, y en última instancia ha sido una decisión del realizador para abordar la recreación de lo sucedido con tono abiertamente humorístico cuando podría haberlo hecho desde el drama, con altas posibilidades de éxito, pero evidentemente con otro sustrato. La principal consecuencia de esto es que uno termina riéndose frente a escenas que con otro tratamiento hubieran resultado razonablemente incómodas para un público con capacidad para distinguir la tragedia histórica. Puede que, en determinados tramos, el relato presente situaciones de manera exageradamente grotesca, pero la continua (y eficaz) actitud provocativa de Iannucci buscando la hilaridad disimula estos altibajos en el relato.
En definitiva, La muerte de Stalin es una comedia hilarante, con un reparto cumplidor que contribuye a que el componente político tenga su protagonismo garantizado, pero sin clausurar la posibilidad de darle al espectador la oportunidad de divertirse por un rato, con la parte alocada de una historia sociopolítica impregnada de momentos trágicos imborrables. Recomendable.