Reseña: El Crazy Che

Is this the real life?
Is this just fantasy?
Caught in a landslide
No escape from reality
Al terminar de ver el documental de Pablo Chehebar y Nicolás Iacouzzi, vienen a mi mente las primeras estrofas de Rapsodia Bohemia. ¿Es real lo que acabo de ver? ¿Puede ser que una persona toque la puerta de una embajada y se ofrezca como espía? ¿De verdad funciona así? Al menos para Guillermo “Bill” Gaede, así funcionó.
El espionaje es un universo inmenso y en constante expansión, tal como el nuestro y, como todo, ha ido cambiando sus formas a lo largo del tiempo. Quienes saben del tema podrían decir que no fue lo mismo el espionaje de la Guerra Fría que el implementado después de la caída del muro de Berlín o aquel ligado a la seguridad informática.
Al parecer, nuestro querido Bill estuvo en la bisagra entre un momento y otro. Utilizando libretas con doble fondo o gamulanes adulterados logró robar información clave para el avance tecnológico, desde las empresas en las que trabajaba, como AMD e Intel, para pasarlas al gobierno cubano. Un acto que obligó a que, más adelante, cambiaran las leyes norteamericanas sobre robo informático.

A grandes rasgos, Gaede es un argentino nacido en el corazón de Lanús, proveniente de una familia de clase media que pasó algunos años de su infancia como migrante ilegal en EE. UU., junto a su familia, donde aprendió el idioma y la idiosincrasia de ese pueblo, lo que le sirvió para volver a elegir ese país en la adultez. Una vez allí, empezó a trabajar en AMD, en los años en los que Silicon Valley se estaba formando y reclutaba casi masivamente jóvenes ligados a la ingeniería o que tuvieran interés en la informática. Hacia allá fue el querido Guillermo, apodado Bill, quien con el beneficio de ser rubio y hablar perfecto inglés podía pasar como un verdadero yanqui y no un inmigrante sudamericano.
Según sus propias declaraciones, las de su familia y algunas amistades, Bill tenía interés por el comunismo, lo que lo llevó a ofrecerse de manera voluntaria ante la Embajada de Cuba en Argentina para pasarles información clave de las nuevas tecnologías (como los circuitos integrados) para que la isla, junto al bloque soviético, pudieran avanzar en su tecnología, que venía retrasada en comparación con la del bloque antagónico.
Así como lo cuentan. Un día tocó el timbre de la embajada y se ofreció para la tarea.
La historia empieza de manera bizarra y el tono no cambia en ningún momento. Bill realizaba esta tarea en la tranquilidad de un trabajo de oficina y escondía la información en un soporte físico al estilo de las películas de espionaje de la Guerra Fría. Tanto el protagonista como su mujer, la única entrevistada cuya imagen no se ve por completo en el documental, relatan esta y otras partes de la historia con el mismo matiz cómico, como si la familia hubiera estado jugando a los espías durante años.
El juego les valió un viaje a Cuba para conocer el mismísimo lugar de la Revolución donde, según comentan, la pareja se sintió decepcionada por lo que vio. Fue a su regreso, y en coincidencia con la caída del muro, que Bill decidió cambiar de bando y ofrecer sus servicios de espionaje al gobierno de EE. UU. Así nada más. De un día para el otro, Bill estaba del otro lado, y lo siguen relatando como si fuera un chiste o una mala película de espionaje.

El juego siguió otros rumbos que no vale la pena continuar develando, ya que estoy convencida de que esta historia de un argentino en Silicon Valley atrapa con solo saber los primeros sucesos.
Los viajes entre Argentina y EE. UU. eran frecuentes, así como el contacto con familiares y amistades de su infancia que hoy atestiguan en el documental, entre la incredulidad y ese mismo halo de fantasía que rodea toda la película.
Sin dudas, con los mismos hechos concretos, esta sería una película totalmente diferente si no la hubieran realizado dos argentinos. Al mejor estilo del gran Néstor Frenkel, Chehebar y Iacouzzi nos muestran un hecho bizarro pero real, sin tapujos ni cuidados, y despojados de todo juicio sobre los acontecimientos y sus protagonistas. Queda en quienes miramos el documental creer o no en lo que estamos viendo y permitirnos reír, espantarnos o enojarnos. Esa es la magia de este tipo de piezas. Dejan al descubierto todo para que solo quede de frente nuestra propia mirada.
Apta para ignorantes, como yo, sobre la temática y amena para quienes gustan de una creación bizarra y ciento por ciento argenta.