El espanto: sin cura no hay paraíso

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En 2012, los directores Pablo Aparo y Martín Benchimol debutaron con un documental titulado La gente del río, el cual nos introducía en el pequeño pueblo de Ernestina y nos contaba los sucesos que los habitantes deben atravesar frente a los turistas que se acercan todos los años a visitar el río. La atracción de los realizadores por las localidades alejadas de las grandes ciudades, esas que parecen olvidadas en el tiempo, vuelve a manifestarse con El espanto.

El ¿falso? documental narra la historia de El Dorado, un pueblo que, según el último censo del INDEC del año 2010, cuenta con la excelsa suma de 318 habitantes. Allí no hay médico y solo se lo visita en una localidad vecina “por alguna cirugía”, como dice una de las protagonistas. Los lugareños se curan entre ellos; por ejemplo, si duele una muela, hay que pasarse un sapo por la mejilla. Pero hay algo a lo que nadie puede hacer frente: el espanto, una extraña condición que podría calificarse como una suerte de neurosis en la que no hay más reacción que el pasmo y la quietud. El único que, aparentemente, sabe curar esta enfermedad es Jorge, un anciano enigmático que vive en las afueras del pueblo y al que nadie quiere visitar.

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Con un apartado técnico impecable, la película presenta a los personajes de manera dinámica, cada uno contando sus formas de curar dolencias y males. Se muestra una comunidad unida, propensa a participar en conjunto si así lo requiere el caso. Sin embargo, a medida que avanzamos, se repiten los planos con silencios prolongados, con los habitantes de El Dorado mirando a cámara o fuera de campo para que el espectador los asimile con cierta simpatía que, lamentablemente, puede mutar en burla.

Después, una vez que los directores visitan la casa de Jorge y este les muestra el lugar donde realiza las curaciones, pareciera que el documental pierde el rumbo. Se empiezan a contar diversas historias que se alejan del espanto propiamente dicho; sin embargo, esas historias ponderan al pueblo como protagonista y lo hacen acreedor de una realidad que esconde secretos visibles a todos. Rápidamente, el protagonista del film pasa a ser el pueblo, por más que resulte fascinante y sobrecogedor que un lugar con creencias de dudoso empirismo esté a poco más de 300 kilómetros de la Capital Federal.

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Personalmente, creo que el mejor acierto de Aparo y Benchimol es generar un relato ficcional entre los personajes. Por un lado, la historia de la mujer que en un principio parece tener el espanto, su traslado en una ambulancia y su posterior regreso con la afirmación de los curanderos de que no tenía la enfermedad que da título a la película. Surge una inevitable pregunta, y es saber adónde la llevaron. Además está el casamiento, ese ritual que no parece el pináculo de la felicidad para el marido, y que se narra matizado con comentarios de los personajes sobre la sexualidad y la homosexualidad. Sin embargo, no aclarar si Jorge, esa especie de brujo parco y de apariencia hosca, es o no un farsante aleja a la película del género inicial. Todo se vuelve un poco extraño de digerir. ¿Es un abusador sexual que, bajo la figura de curandero, hace lo que quiere con las personas que van a visitarlo? ¿Es el pueblo tan obtuso como para no verlo? O si lo ve, ¿lo entiende a su manera? Las respuestas a estas preguntas no aparecen en ningún momento y dejan la puerta abierta sobre una realidad un tanto más macabra. Es por esto que la ficción hace su entrada para salvar un poco todo, y la historia final engloba muchas más cosas además del espanto.