Ya no estoy aquí: sensibilidad ante todo
Fernando Frías de la Parra es un cineasta mexicano radicado en Estados Unidos. Estudió en Columbia y trabajó para HBO. En la cosmovisión del cine “político” o “preocupado por la realidad social” su perfil es el de un director que haría películas aberrantes. Esa famosa pornomiseria[1], que se expresa de dos maneras: o con un sobreestilismo y banalización de los hechos que ocurren (como sucede en Elefante Blanco de Pablo Trapero), o con un desprecio de las cualidades de la imagen y el sonido para generar una “estética” (ficticia) de lo marginal (como sucede en las primeras películas de Campusano).
Sea como fuere, estas dos vertientes tienen la necesidad de otorgarles las imágenes que Europa y el mundo occidental esperan de los sectores más pobres de Latinoamérica: violencia, muerte, y la representación de las conductas más primitivas de la humanidad. Para los festivales de cine, esto siempre es deseable. Un ejercicio de cine zoológico para mostrarle al espectador y regodearse de cómo vivimos.
Esto no es un patrimonio exclusivo de la burguesía inocente que ingresa a ese mundo para extraer algo. Quienes viven día a día esa realidad también entran en una suerte de alienación y muchas veces, entiendo que sin ser del todo conscientes, colaboran con la visión eurocentrista y norteamericana de que en la periferia de las grandes ciudades de Latinoamérica lo único que existe es un espiral de violencia interminable. Rara vez ocurren en estas películas hechos cotidianos. Nadie estudia, nadie trabaja, nadie sostiene vínculos humanos convencionales (amor, amistad, familia, etc.).
Por supuesto que hay violencia en las villas y en los asentamientos. Por supuesto que la gente se muere perseguida por la policía y por supuesto que hablamos de una gran cantidad de personas cuya expectativa de vida y aspiraciones personales aparecen vulneradas y limitadas constantemente por las formas de distribución de la riqueza y el saqueo que sufren nuestros países en un contexto de capitalismo cada vez más desenfrenado. Ahora bien, también, como en la vida, existe la cotidianidad y nada es tan lineal y sencillo como lo muestran estas películas.
Retomando entonces, una película realizada por un tipo con el perfil de Frías de la Parra, ambientada en un barrio muy vulnerable de Monterrey, con cierta cercanía a la frontera con los Estados Unidos y que relata hechos ocurridos durante la supuesta guerra contra las drogas del gobierno de Felipe Calderón, hacía pensar lo peor. Por suerte, lo bueno de los prejuicios está en poder desterrarlos, ya que no siempre se cumplen. Este es el caso. Ya no estoy aquí, la película en cuestión, probablemente sea la obra más honesta, compleja y bienintencionada que haya visto en mucho tiempo con una genuina vocación de retratar una realidad social imposible de dimensionar para quienes no la transitamos.
El film sigue a Ulises (Juan Daniel Garcia Treviño), un joven que tiene una bandita de amigos en un barrio muy marginal de Monterrey. Lo llamativo de este grupo de amigos es que pertenecen a una subcultura urbana llamada Kolombia. Las kolombias son canciones de cumbia ralentizadas, “rebajadas” o “aguadas”. Este efímero movimiento cultural nació en Monterrey debido a una gran corriente de colombianos que llegaron a la ciudad a mediados de los años 50. La mezcla de culturas encendió la mecha en los 80, y a comienzos de los años 2000 estalló de manera reconocible este grupo de chicos que se vestían y peinaban de manera particular, y buscaban reinterpretar los bailes y el sonido la cumbia y el vallenato. La guerra contra las drogas y la violencia desplegada durante la presidencia de Calderón exterminaron a estos jóvenes y terminaron con el movimiento durante la primera década del nuevo siglo.
La película se sitúa en este contexto y tiene una suerte de estructura de racconto in medias res. Tenemos por un lado a Ulises que llega de manera ilegal a Nueva York y, sin hablar una palabra de inglés, intenta sobrevivir. A su vez, mediante diferentes fragmentos, volvemos a Monterrey, tiempo antes, para descubrir cuáles son las circunstancias que lo obligaron a emigrar. Para el desenlace de la trama, ambas líneas de tiempo de unifican y observamos un poco más de la vida del protagonista.
Como decía, el realizador en ningún momento recurre a golpes bajos o edulcora la realidad. Tampoco es condescendiente con los personajes. Es capaz de mostrar un contexto hostil e inimaginable para la mayoría de los espectadores, pero también logra poner en imagen momentos de la vida cotidiana de los personajes que la mayoría de este tipo de films omite. No vemos solo los tiros, las peleas y las muertes. Todo eso está, porque es parte de lo que ocurre allí, pero también los personajes bailan y sostienen vínculos emocionales. En definitiva, expresan la humanidad que se les suele negar.
Otro logro para Frías de la Parra está en la forma en la que trabaja la interpretación de sus protagonistas. Ulises y el resto de la banda son no-actores o actores no profesionales. Sin embargo, sus interpretaciones son verosímiles y no ocurre lo que pasa en otras filmografías en las que todo el tiempo somos sacados de la diégesis del relato porque los personajes verbalizan diálogos imposibles e inentendibles. El director hace hablar a los personajes lo justo y necesario, se apoya en sus gestos y expresiones, y con eso alcanza.
Desde lo técnico la película es brillante. No resigna nunca el cine como motor para contar la historia. Se apoya en las cualidades de la imagen para mostrar la belleza y el horror de los paisajes donde transcurren los hechos. Además, al ser una película en que la música y el baile son tan importantes, también trabaja de una manera muy visual todos estos fragmentos.
No me interesa contar mucho más para no spoilear el desarrollo de la película. Lo más interesante y virtuoso de esta película es que echa por tierra ciertas falacias y verdades que aparecen como incuestionables con relación a cómo las condiciones de producción de este tipo de películas deben ser para lograr una pretendida honestidad. Fernando Frías de la Parra acierta donde falla la mayoría de los realizadores, en especial los argentinos. Logra una película testimonial, compleja, política, humana y honesta, sin despreciar las cualidades de la puesta en escena en el cine de ficción. Al contrario, logra paisajes visuales y sonoros increíbles para potenciar su relato. Habría muchas más cosas para analizar con relación al formato y el modelo productivo de la película y ciertos cruces con la experiencia documental que aparecen en el film, pero creo que sería para otro texto. En definitiva, estamos ante una verdadera maravilla y una película que hay que ver.
Es posible hacer este tipo de películas sin caer en la pornomiseria, Ya no estoy aquí es la prueba empírica de esto.
[1] El mismo Fernando Frías de la Parra utilizó este término al ser entrevistado por Página 12 en febrero de este año. https://www.pagina12.com.ar/249680-fernando-frias-de-la-parra-la-pertenencia-es-una-necesidad-h
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