Velvet Buzzsaw: el mundo de los psicópatas de terciopelo
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Con Nightcrawler (2014), Dan Gilroy tomó la estructura del thriller para mostrar la voracidad de los noticieros. Con Velvet Buzzsaw (2019), Gilroy emprende el mismo experimento pero adoptando esta vez la estructura del cine de terror. Así, ese Louis Bloom (Jake Gyllenhaal) que en Nightcrawler recorría las noches de Los Ángeles en modo Joker, en Velvet Buzzsaw adopta el sofisticado nombre de Morf Vandewalt y se apacigua hasta convertirse en un psicópata de terciopelo. Cambia las calles nocturnas por las galerías de arte contemporáneo. Abandona la cámara portátil y adopta la MacBook como su herramienta de carnicero. Ya no importa mostrar cuerpos despedazados en crímenes o en accidentes de tránsito. Lo más urgente ahora es descubrir el más reciente bastidor, la más reciente instalación, el más reciente artista para ofrecerlos a esa hoguera de las vanidades llamada mercado del arte.
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Velvet Buzzsaw es, por lo tanto, una fábula de terror. Cuenta las desventuras del crítico de arte Morf Vandewalt y de varios de sus colegas (interpretados por un sólido reparto entre quienes destacan Toni Collette, Rene Russo y Zawe Ashton) cuando descubren la obra del enigmático pintor Vetril Dease. Estas pinturas despiertan una fascinación que, en el caso particular de los marchantes y los coleccionistas, se traduce en un ansia irrefrenable de posesión. Aquí, de igual manera que en Nightcrawler, aparece de nuevo la voracidad como indicio de podredumbre. Sin en Nightcrawler había algo que apestaba dentro del mercado de las primicias gore, en Velvet Buzzsaw hay algo que huele mal en los museos y en las subastas de arte y ya no hay perfume francés que alcance a disimular ese hedor. En este terreno es donde Velvet Buzzsaw pone en marcha su carácter de fábula: a quienes manifiesten esa voracidad desmesurada, la obra maldita de Vetril Dease se encargará de darles lo que merecen. La justicia poética (o, dicho de otro modo, el mecanismo sanguinario del horror sobrenatural) se convierte en una alegoría sobre lo irreductible del arte a la condición de mercancía. Para comprobar esto, basta con enumerar quiénes son devorados por la maldición y quiénes escapan a ella.
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Velvet Buzzsaw ofrece también otros juegos. Uno de los más evidentes es la sátira. Con enorme sutileza, Dan Gilroy captura los tics, la jerga, la vestimenta, la frivolidad del mundillo del arte contemporáneo. Los personajes entablan duelos dialécticos donde ellos exhiben menos su profundidad que su recalcitrante esnobismo. En este sentido, la profusión de los diálogos recuerda en mucho el estilo afilado de Aaron Sorkin. Valga como ejemplo la escena en la que Morf Vandewalt describe un funeral como si estuviera criticando una obra que no está a la altura de sus estándares estéticos. Para un mercader del arte la muerte es algo tan efímero y vulgar como el ejercicio de comprar y vender cuadros.
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Velvet Buzzsaw intenta ser una fábula de terror, un relato coral, una alegoría sobre el arte contemporáneo y una sátira sobre los integrantes de ese círculo tan distintivo. En esta amplitud de aspiraciones quizá también subyace su mayor debilidad. El terror se desdibuja con la profusión de personajes, el costado crítico se diluye frente a la necesidad de contar una historia fantástica y la sátira pierde fuelle cuando bordea ciertos estereotipos. El principio y el desarrollo del filme procuran balancear con mucha dificultad este desajuste. No obstante, el final gana consistencia sobre todo cuando prevalece el tono de horror. Lo cierto es que, a pesar de sus defectos, Velvet Buzzsaw sabe provocar cierto escozor. Tal vez no alcanza la ferocidad de Nightcrawler pero no por eso Velvet Buzzsaw es menos gore. Y si no imaginen cuántos tipos como Morf Vandewalt andan sueltos por el mundo transformando obras de arte en serruchos de peluche.