1917: plano secuencia al corazón de las tinieblas

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1917 (Sam Mendes, 2019) se estrenó con un doble anzuelo. El primero consistía en que se trataba de una película sobre la Primera Guerra Mundial. El segundo, que se narraba mediante un plano secuencia de dos horas. Pero lo cierto es que 1917 ofrece muchísimo más que ese doble gancho, al punto de que la Gran Guerra se transfigura en todas las guerras y el plano secuencia se convierte en la técnica más acertada para contar una historia que (pido disculpas por este juego de palabras) no se anda con vueltas.

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El relato se reduce al esquema más sencillo: los protagonistas deben ir desde un punto A hasta un punto B. El cabo Blake (Dean-Charles Chapman) y el cabo Schofield (George MacKay), soldados del ejército británico, son convocados para transmitir un mensaje urgente a un batallón que prepara un ataque. A fin de lograr este objetivo, Blake y Schofield tienen que penetrar territorio ocupado por el ejército alemán y llegar antes de que el batallón inicie la embestida. Este esquema evoca, por ejemplo, el recuerdo de Saving Private Ryan (Steven Spielberg, 1998). Sin embargo Mendes toma prudente distancia de la espectacularidad de las escenas de Spielberg para acercarse más bien a la sobria tensión que despliega Christopher Nolan en Dunkirk (2017) o la poesía visual que exhibe Terrence Malick en The Thin Red Line (1998). Si tomamos en cuenta esta posición estética, se deriva de ello que el plano secuencia constituye, al contrario que un ejercicio de virtuosismo, una herramienta al servicio de la narración. La cámara funciona aquí como el espacio que el espectador ocupa para convertirse de inmediato en el tercer soldado de la misión suicida. En esta propuesta tan abierta y participativa hay un coqueteo con la narrativa de los videojuegos que resulta fascinante. Todo lo que uno halla a lo largo del recorrido —las trincheras sinuosas como laberintos para ratas, los territorios devastados como páramos posapocalípticos, la noche cerrada como la oscuridad del infierno— parece abierto a la exploración. Y el plano secuencia nos invita constantemente a efectuar ese sondeo. Cada tanto la cámara se separa de la espalda de Blake y de Schofield para mostrarnos una muñeca manchada con ceniza, cadáveres tapados por el barro, el fuego que devora los muros de las casas. Y nosotros observamos todos esos detalles que ella nos muestra con tanta curiosidad como con horror. Un ejercicio casi tan magistral como aquel famoso de la escena de guerra en Children of Men (Alfonso Cuarón, 2006).

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Cabe destacar también otros dos aspectos técnicos que contribuyen a expandir este juego de exploración visual. Uno de ellos es la banda sonora compuesta por Thomas Newman. La música aporta aquellos tonos que la imagen opta por dejar de lado. Se da así un contraste interesante entre el despojamiento de las escenas y la emotividad o la espectacularidad que la música propone en diferentes situaciones. Hay en este tratamiento musical algo que trae a la memoria el trabajo de Hans Zimmer en Dunkirk. Aquí, de nuevo, hallamos un punto de contacto entre ambos filmes. El otro aspecto técnico a resaltar es la fotografía que estuvo a cargo de ese genio llamado Roger Deakins. Deakins elabora una atmósfera con tonos opacos, contrastados en los que predomina el gris y el sepia. Recrea de ese modo no solo la imagen histórica y nebulosa asociada a las fotos de la época, sino también la rigurosidad del clima de la zona de Francia en la que transcurre la historia, territorio de eterno cielo blanco, de tierra dura, de inviernos ásperos. Las escenas nocturnas, por otra parte, manifiestan ese estilo que hacen de Deakins uno de los grandes maestros de la fotografía en la historia del cine. Vaya como ejemplo la escena de la ciudad en llamas en medio de la noche: esa escena es un cuadro entre onírico y siniestro que bien podría haber pintado Goya o de Chirico.1

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Al igual que en casi todas las películas bélicas, en 1917 tampoco falta la escena de la foto donde vemos a la novia que espera el regreso del soldado. En el fondo, ya sabemos que el soldado que muestra la foto de la novia nunca regresa. Pero no es eso lo que importa en 1917. Hay, como en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), la intención de alcanzar el corazón de las tinieblas, esa parte irreductible de lo humano que se manifiesta no en la guerra sino en sus innumerables situaciones laterales, en sus aberraciones, en sus consecuencias. Aquí el plano secuencia es el equivalente de la lancha en la que Willard va trepando el río para conocer al coronel Kurtz. Y lo que vemos entonces es un plano acotado en el que el peligro es algo invisible que acecha, en el que la muerte es algo en lo que uno no debe pensar, en el que el que la cara del enemigo se deforma con ese mismo terror que a uno también lo acosa. De allí esa sobriedad que percibimos en 1917. De allí esa aparente frialdad y ese alejamiento de lo espectacular o de lo melodramático que Mendes cultiva minuciosamente. A lo que 1917 aspira es mostrar lo incomprensible de la guerra y no su costado cinematográfico.

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¿Pero es o no es un plano secuencia “verdadero” el que vemos en 1917? En el Ulises, Joyce cuenta casi un día entero en 800 páginas. 1917 cuenta casi un día entero en dos horas. Hagan la cuenta. O está bien, a lo mejor metieron por ahí pantalla verde o cosas de ese estilo. ¿Pero acaso es eso en verdad algo importante? Verdadero o artificial, 1917 me ha contado con su plano secuencia una de las mejores historias que he visto en los últimos años. La magia del cine ha cumplido con su misión. ¿Para qué le pediría al mago que me revele sus trucos?


1) Tanto las referencias geográficas como la mención de Giorgio de Chirico se las debo al Prof. Martín Gómez. Sirva esta nota como un pequeño reconocimiento a este viejo amigo que me supo compartir detalles tan provechosos.