Baldío: una despedida, una adicción, un disfraz y mucho cine
La vida es una película de la cual somos los protagonistas. En su última pieza, la directora Inés de Oliveira Cézar lleva este concepto a su expresión más literal, y nos traslada a un mundo lleno de referencias de cine y de la cotidianeidad misma. Baldío, que llega esta semana a los cines argentinos, es también especial para sus realizadores, como una despedida, ya que actúa la actriz Mónica Galán, quien decidió filmarla aun sabiendo sobre su condición y tuvo una gran participación en el proyecto, tanto en su brillante papel protagónico como en la perspectiva y el mensaje de la película.
La trama es sencilla, y no por esto plana. Una actriz nacional reconocida pero que ya atravesó su momento de fama trabaja en una película que se cree va a ser un éxito mundial y a su vez intenta lidiar con la adicción de su hijo a las drogas, particularmente al paco. Él ya es mayor de edad y se presenta en la película como un caso extremo, un pibe que consume hasta no sentir nada, hasta ignorar el dolor, el frío, la memoria, y que elige vivir en la calle. De allí despegan todo tipo de situaciones, en las que madre e hijo se enlazan en un tira y afloje en el que él roba para comprar sustancia, ella lo busca, lo rechaza, consulta con psicólogos, con amigas, lo busca de nuevo, intenta internarlo, él se escapa, y así sucesivamente.
En la casi hora y media de duración que tiene la película nos vemos atrapados en una especie de infierno en el que muchas veces no entendemos bien quién está bien y quién está mal, no sabemos “de qué lado tenemos que estar”. Esta apuesta de personajes con imperfecciones infinitas es arriesgada, y en ciertas ocasiones resulta un poco exagerada, pero en general vale la pena ya que nos muestra la situación a través de los lentes de un realismo brutal, un realismo que nos pone incómodos.
Como contraparte de Brisa, la protagonista, está su álter ego cinematográfico. No es casual que su vestuario en la película, su disfraz, sea mucho más osado que su ropa habitual, o que la hagan llevar una peluca rubia platinada que es directamente opuesta a su pelo castaño natural. Cuando las cámaras se prenden Brisa es otra, una mujer fuerte, arrolladora, que no tiene que lidiar con los problemas familiares, o con su ex esposo ausente, o con el temor de la vejez y la inseguridad. Pero estas dos vidas comienzan a mezclarse cuando el miedo a perder a su hijo se apodera de todo, incluso de su papel protagónico de femme fatale. Ahí es donde radica la parte más interesante de la película, la perspectiva desde la que se representa la situación de adicción.
Con una estética en blanco y negro en su totalidad nos muestra con escenas separadas e inconexas, casi como una exposición de arte en fotogramas, la forma en que las drogas afectan a las personas que rodean al adicto. No hay escenas de sobredosis terribles con espuma saliendo por la boca o narices sangrantes, no hay planos detalle de inyecciones de heroína en las venas, solo observamos a una madre desesperada, a un hijo a la deriva, y a un entorno de gente que intenta entender cómo reaccionar a los distintos episodios que se dan a lo largo de la cinta. Algunos se quedan, otros dan la espalda, otros simplemente se mantienen inmóviles viendo cómo la máscara de la fortaleza se resquebraja poco a poco. Como en la vida misma el final del largometraje es sutil, la conclusión no es otra cosa que el principio de algo nuevo. Lo que importa es el viaje. Baldío es una película simple que funciona porque no es una despedida, es un homenaje, un pedacito de vida.