CPH:DOX, primera tanda de reseñas.

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Tuvimos la oportunidad de asistir al Festival Internacional de Cine Documental Copenhague que se llevó a cabo durante el mes de marzo. En una nota previa ya habíamos repasado un poco de la historia y de las competencias del festival, para no volver el artículo muy extenso decidimos dividir en dos tandas las reseñas de películas para publicarlas. Aquí la primera.

The Rest y Kabul, City in the Wind: estar en el limbo y al borde del abismo

Un hombre en primer plano, en el mar, poco se ve del fondo, y él, mientras tanto, desgarrándonos el alma a quienes estamos observando, cuenta desesperadamente y sin llorar que sus hijos están en el mar, esa inmensidad, y que nadie se hace cargo de buscarlos. El poder para generar una sensación de impotencia que tienen las imágenes es escalofriante.

El hecho de empezar por un caso no hace olvidarse de la generalidad y atrocidad de lo que a la película le compete.

Si poco o mucho sabíamos acerca de cómo funcionan las fronteras para los refugiados en Europa, Ai Weiwei (China) y su película The Rest tienen mucho para decir al respecto.

Sólo pedazos: dedos, manos, pies, yacen en un cementerio que sólo existe por la voluntad de un hombre que lo considera necesario.

El muro de Berlín se cayó, pero todavía se pueden construir otros. Desde Afganistán, cruzan en barco con la esperanza de llegar a la frontera de Francia, y una vez allí, no los dejan entrar. Familias enteras quedan en un limbo fronterizo, viviendo en condiciones inhumanas y siendo tratados como basura.

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Bocas cosidas con hilo para no comer, en huelga, fuego, mucho fuego, paredes que se levantan: ustedes no pasan. Como si la tierra debiera pertenecerle a alguien, como si migrar no fuera un derecho humano.

Esta película no se puede contar. Lo cruento de lo que se ve gracias a una cámara que no se ahorra estar en ningún lado y que no le teme a nada, la desesperación de hundirse en el lodo en una tierra que te dicen que no es tuya, todo lo que pueda escribir acá, se queda corto.

Agradezco profundamente el riesgo de la búsqueda del documento, la mirada sensible sobre las situaciones sin tenerle miedo a la crudeza de las imágenes, que muchas veces son insoportables.

900 horas registradas componen 80 minutos de película, que juraría, por suerte, son 150, sin contar el tiempo que queda estampada en tu cabeza. El autor en una entrevista en el Museo Louisiana que visita por esta ocasión dice: “no existe cosa tal como los derechos humanos. Así que cada generación debe redefinir qué son los derechos humanos en su tiempo”.

Si el cine mueve el mundo, proyectemos mucho esta película.

 

“Viva Afganistán, nuestro amado país”, suena entre el viento, el humo, la muerte y el desierto, esa música arábica. Así comienza la película ganadora en la categoría NEXT:WAVE en este festival, Kabul, City in the Wind, de Aboozar Amini.

En Kabul, se cuentan dos historias que son mucho más que eso.

Por un lado, quien canta, Abas: un chofer dueño de colectivo que resulta ser un filósofo de la vida que fuma hachís en pipa todo el día, y es él mismo quien poco a poco nos va revelando la historia de por qué su vehículo de un aspecto vetusto, oxidado, se rompe todo el tiempo. Amante sentido de su tierra, su rostro sonriente transmite más que simpatía y gracia. Hay más en él. Hay más ahí.

Por otro lado, Afshin, un niño de unos 12 años que se hace cargo de sus dos hermanos pequeños que tendrán 5 y 2, se vuelve jefe de hogar a pesar de la presencia de su madre, tras la partida de su padre ex soldado que viaja a Irán para estar más seguro.

Es difícil no emocionarse al recordar la sensación que provocan los planos en esta película. Es, para mí, una poesía hecha film. Es como ver una pintura impresionista, como sentir la piel un poco despegarse de la carne.

Vemos una ciudad en ruinas, en muchas estaciones: la vemos nevada, la vemos con sol.

Vemos a Afshin que trabaja duro haciendo las labores comunitarias que el padre deja vacantes. Sus tumbas, presentes desde el principio y actualizadas al final con el padre que toca la guitarra para su amigo muerto al que le dice que allí se está más calentito; el tanque, lugar de juegos de niños, para no olvidar que la guerra, la muerte, siempre están presentes.

Hay algo siempre moviéndose, como si el viento de Kabul verdaderamente te rozara, una amenaza constante en un país en guerra, pero que lejos de generar miedo tiene la capacidad de introducirse hasta las tripas con una llamada telefónica del padre a sus hijos; y sí temerle y entender por qué esos niños están, como Afganistán, siempre al borde del abismo.

 

A Moon for My Father (Mania Akbari & Douglas White): la joya que gana Vision Award

Cuando esta película empezó, la presentó el marido de la directora (Douglas White, director también) y su hijo bebé, Robin, y dice: “Esto que van a ver es lo que sucede cuando se conjugan el arte y el amor… como esto” (y mira a ese bebé que tiene en brazos). Y sí, digo bien: cuando esta película empezó. Porque la película en este caso, es imposible desentenderla de esta presentación y de estos personajes. No sabría que sería así hasta que terminó.

Lo primero que vemos en la pantalla es una mujer que se desviste en un consultorio médico y se descubre rápidamente un pecho sin una teta y la otra teta con una forma muy irregular: se trata de Mania. Le sacan fotos médicas pidiéndole que pose de diferentes formas, lejos de estar en la producción de un book en un estudio de fotografía; mucho, mucho más frío, duele.

Sin poder salir ni un segundo del mundo en el que nos sumerge esta película, de entrada y sin anestesia, vemos el proceso creativo y productivo de las obras de arte de Douglas White, mientras escuchamos recitar las cartas que se envían entre ellos, directores, siendo esta obra –hablo del film– el proceso de construcción de una película, una escultura, una relación, una familia.

Crear una palmera con llantas de autos, imitar la piel de un elefante muerto con material que primero es blando y después es duro (como las pieles en general, vivas y muertas) y registrar el velorio de su padre no son sino accesorios y materiales que se usan para construir la escultura final: Mania Akbaris, una reconstrucción. Sacar de lo muerto, vida.

Cada dibujo sobre su cuerpo y cada corte se sienten en el propio cuerpo desde la butaca por ser mujer y no poder no identificarme, no fui la única.

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Mania no se aleja de su lugar de origen ni con la lengua ni con la lucha: nos muestra de dónde viene y hacia dónde va. Nos identifica con las mujeres iraníes que alzan sus voces y sus cuerpos manifestándose por sus derechos, nuestros derechos, y entendemos que es algo más grande, que a través de su cuerpo y en otro sentido pero hacia el mismo punto y mostrándolo entero, lo sentimos en profundidad y no como un panfleto ni como una consigna que si nos tocan a una nos tocan a todas.

A Moon for My Father tensiona de una manera punzante, guiada por la hermosa voz de Mania, en ese musical y bello persa: nushambé, seshambé, aishambé –lunes, martes, miércoles…–.

Todos los días pincharse. Después de haber reconstruido sus senos que el cáncer había deformado o llevado, Mania construye sin ocultar ni un paso a les espectadores, todos los días un poquito y cada vez con más dolor, un cuerpo gestante.

Después de ver el nacimiento de Robin, entra ella en la sala. La emoción que sentí al verla caminar hasta pararse delante de la pantalla y verla fuera de ella es algo difícil de escribir. Él es artista plástico y ella artista audiovisual, y nos dice, ahora sí al final de la película, en vivo: esta vez la escultura la hice yo, y él hizo la película.

 

Vivir en los 20: War of Art

“Si te gustara tu realidad, pero te dijeran que en el futuro todo es mejor, muy diferente, pero mejor, ¿irías?”

Así cierra el Q&A Tommy Gulliksen, el noruego que dirige esta película, War of Art.

Corea del Norte se quedó en los años veinte, podría ser la premisa que guía la película. Sin embargo, eso es a donde llega el público.

Un grupo de artistas de distintas disciplinas y distintos orígenes (París, Alemania, Noruega, China, etc.) viaja a Corea del Norte bajo la coordinación de Morten Traavik con el objetivo de concretar un intercambio cultural.

Para quienes desconocen el régimen político que existe actualmente en Corea del Norte, con esta película es muy fácil zambullirse en él desde el inicio: vemos a Morten solicitar permiso a las autoridades coreanas para que dejen entrar al país a este grupo, y convencerlos de qué es lo que significa un intercambio cultural y cómo eso podría beneficiar a su país.

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Si bien muchos nos quedamos con las distintas ideas de concebir el arte para la institución artística de Corea (la perfección en la técnica e imitación de la realidad), y la concepción artística de los visitantes (la innovación y el concepto en la obra), estas son, por supuesto, cuestiones que determinan de alguna manera, el modo de ver el mundo.

Pero además de este interesante intercambio muy particular y lleno de conflictos, mucho humor y restricciones por parte de las autoridades coreanas que, entre otras cosas, no permiten salir a pasear solos a los visitantes y terminan sin dejar exponer absolutamente nada de lo que tienen para compartir, hay una tensión que atraviesa la película: la posibilidad de oprimir el botón y hacer estallar la bomba atómica.

Un país convencido de ser fuerte ante la amenaza de Trump y su estallido nos genera un suspenso constante después de la cadena nacional que los artistas de afuera exigen ver, donde los locales celebran que su arma de destrucción masiva funciona. Sólo se está a la espera de quién la use primero.

La suerte de estar en el instante preciso del documentalista, sumado a los personajes diversos y entretenidos, y a la vez complejos (tanto los guías norcoreanos como los artistas visitantes), hacen una película visceral y llena de arterias que generan, en definitiva y contradictoriamente con el nombre, la convivencia aunque difícil entre los mundos: ahora estamos más cerca con Corea del Norte que antes del film, y se lo debemos al arte.

 

La música que nos guía: Once Aurora, Everybody in the Place y A Dog Called Money

En la sala Social Cinema del Charlottenborg, con esos sillones rojos muy cómodos, una pantalla a la altura perfecta para recostarse, y una cerveza en la mano, estos son los films que mejor le quedan.

Once Aurora es una película sin conflicto, no se entiende muy bien hacia dónde quiere llegar ni qué aspecto quiere mostrar o construir.

Sin embargo, esta película que trata sobre un momento determinado en la vida de la cantante Aurora, que saltó a la fama por la viralización de un video que un amigo subió a YouTube, no se la puede desconectar del tagline de su afiche: “she will conquer you”. Es absolutamente cierto, Aurora nos conquista de una forma en la que, más allá de lo dicho arriba, no podemos despegar los ojos de la gran pantalla, pero lo más importante: termina la película y podemos hablar sobre ella.

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Lo que vemos en el film es cómo una artista aniñada se considera ya adulta habiendo comenzado desde chiquita, y cómo gana seguridad en su proceso creativo.

Se muestran sus ataques de ansiedad, sus niveles de estrés, pero a diferencia del documental Amy, por ejemplo, Aurora tiene el apoyo de todo el mundo, y su manager incluso decide que debe volver a la casa, descansar, etc. Nadie la explota. Muy nórdico todo.

Lo nórdico en la película también son los paisajes de los fiordos preciosos en los que vive y a los que Aurora extraña, al igual que la familia.

Y en este sentido, la película se vuelve interesante, porque como latines, podemos hablar mucho sobre lo que significa ser familiero (así se define ella) evidentemente, en una cultura y en otra.

Los choques culturales que muestra la película también se esbozan en la pasada de Aurora por Brasil: cómo somos los fans en un hemisferio del globo y cómo son en el otro.

Y acá me dejó un poquito de sabor amargo, ya que Aurora en Brasil no abraza y en Noruega sí. Lo que por un lado me choca y por el otro lado fue útil ver, es que, efectivamente, todavía, para algunos lugares del mundo, en el sur somos la barbarie.

En otro sentido, Everybody in the Place, del inglés Jeremy Deller.

El mismo director da una clase sobre la historia de la música house en un aula en Inglaterra con estudiantes de distintas partes del mundo.

A partir de imágenes de archivo que se muestran en una tele para les estudiantes, vemos la historia del house como un movimiento que surge desde las casas, y como música negra.

La historia, el surgimiento de los estilos musicales, está absolutamente ligada a cuestiones sociales y culturales y cumple un rol en una determinada época.

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Es así que se entiende el por qué ahora, al finalizar la película, hay fiesta con luces boliche en el aula. En una clase multicultural en un mismo lugar, y con diferentes historias y diferentes aspiraciones y diferentes posibilidades también, los jóvenes construyen de alguna manera, una nueva identidad, y quién dice quizás, un nuevo estilo musical.

 

Y entre identidades y conquistas, tenemos a PJ Harvey, en A Dog Called Money.

Esta película es el registro de la grabación del nuevo álbum de PJ Harvey, A Dog Called Money, que está pensado como una obra en sí misma, una instalación performática, que puede ser visitada; pero también es el registro de su proceso creativo.

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La particularidad de esto es que la búsqueda creativa de la artista se hizo recorriendo Kosovo, Kabul y Washington DC.

Es impresionante cómo la música nos hace viajar a los espacios que nos muestran y aumentan la sensación que generan las imágenes de las ciudades, muchas veces, espacios destruidos. Pienso el vínculo entre cómo los músicos componen música para el cine y cómo en este caso se compone una película a partir de la música, y van ambas creciendo en paralelo.