La boya: mi amor es el mar
Antes que el sueño (o el terror) tejiera
mitologías y cosmogonías,
antes que el tiempo se acuñara en días,
el mar, el siempre mar, ya estaba y era.
¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento
y antiguo ser que roe los pilares
de la tierra y es uno y muchos mares
y abismo y resplandor y azar y viento?
Quien lo mira lo ve por vez primera,
siempre. Con el asombro que las cosas
elementales dejan, las hermosas
tardes, la luna, el fuego de una hoguera.
¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
ulterior que sucede a la agonía.
El mar, Jorge Luis Borges
Como la luna y el amor, el mar es una de esas cosas que ha fascinado a lxs poetas más allá del lugar y el tiempo; incluso a algunxs desconocidxs que sostienen su lugar de residencia en una ciudad balnearia que suele quedar desierta durante la mayor parte del año.
Fernando Spiner, autor y director de este documental con aire de ensayo, retrata la relación con uno de sus mejores amigos, Aníbal, a través de una serie de viajes a Villa Gesell durante las cuatro estaciones, sosteniendo la tradición de nadar juntos hasta una boya que dio nombre a esta obra, así como a su productora.
Este dato da cuenta de la importancia que esta historia y ese elemento tienen en la vida del director. Aníbal no solo es su amigo, sino una suerte de hijo adoptivo del padre de Fernando, con quien compartía el amor por la poesía, lo cual los acercaba aún más, en especial, ante la ausencia del director mientras vivía en Italia.
La melancolía y sensibilidad son las que llevan la marcha en las visitas que realiza Fernando desde el otoño hasta el verano a Gesell, sin caer en un tono cursi, si bien toma caminos arriesgados al adentrarse en el mundo más sentimental de los protagonistas. En este sentido, son los elementos artísticos los que evitan que la historia traspase esa fina línea, al traducir las emociones en verdaderas piezas que pueden apreciarse con todos los sentidos.
Cada escena, ayudada por la fotografía de Claudio Beiza y la música de Natalia Spiner, es un cuadro en el que podemos sumergirnos durante un rato largo sin ahogarnos ni aburrirnos. En algunas de ellas entramos en una ensoñación, como cuando el auto entra a la ciudad iluminada en una noche de verano, mientras cae una leve garúa sobre el vidrio; en otras, nos invade una sensación de encierro en medio del mar abierto, como cuando ambos nadadores van hacia la famosa boya en medio de una tormenta eléctrica o cuando solo vemos agua y escuchamos el recuento de brazadas de Fernando.
Los poemas están siempre presentes, no como música de fondo sino como el hilo que une no solo la historia sino a diferentes personas y personajes que no tendrían conexión de otra forma. El primer lazo es el que une a esa familia de corazón conformada por Aníbal, Fernando, Lito y su abuelo ucraniano (padre y bisabuelo de Fernando, respectivamente). Aníbal, Lito y ese abuelo migrante han escrito poesías que dejan plasmadas ideas, enseñanzas, emociones. Fernando las lee y termina de completar su historia.
Por otra parte, están los pobladores. Esas personas que, como Aníbal, se quedaron en Gesell al crecer, o como esa chica joven que asiste a una de las charlas de poesía; otrxs que llegaron para vivir del mar, como lxs guardavidas que hacen de su oficio su pasión o como el poblador que vive en una pequeña casilla de madera de manera humilde y se sorprende de encontrar a otrxs con quienes entablar un relato amable. Todxs tienen un lugar reservado en este relato, como actores de reparto que comparten el amor por el mar y también por la poesía. Aníbal es quien los une y Fernando quien pinta el retrato armónico.
El mar, por su parte, sirve como elemento que ha separado y ahora une esa suerte de familia. El bisabuelo cruzó el océano, desde Ucrania, para llegar hasta estas tierras y formar una familia que después volvería a tener el mar, en medio, entre Villa Gesell e Italia. Hoy los “hermanos” se unen en un nado sincronizado, casi como un ritual, incluyendo el mar en ese abrazo, como un hermano más, reconciliando las distancias que alguna vez hubo.
Quien lo mira lo ve por vez primera, siempre. Con el asombro que las cosas elementales dejan, las hermosas tardes, la luna, el fuego de una hoguera, dice Borges en su poesía y Spiner lo refleja, mostrando a ese gigante, distinto en cada escena.
Si el mar es lo inconstante, la boya es su contrapunto. Aquello que se mantiene y que sirve de referencia y anclaje, en especial para Fernando que es quien va y viene. En esos viajes de visita y en esos nados hacia la famosa boya, el protagonista se reencuentra consigo mismo, con su historia y la de su familia, así como con el presente de la ciudad balnearia. La boya es estable pero, si llegara a moverse por la bravura del mar, puede volver a anclarse, sin problemas y a través de un ritual que sirve, nuevamente, como excusa para unir personas y tramas.