El repostero de Berlín: dulzura que no empalaga

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En la última película de Ofir Raul Graizer, una combinación de dulzura y dolor ayuda a construir vínculos de amor y atracción, con formas poco conocidas o al menos poco mostradas en el cine.

El repostero de Berlín abre con unas suaves manos que amasan y se repetirán más adelante como símbolo de ternura y deseo a la vez.

En los primeros minutos, vemos a Oren (Roy Miller), un hombre israelí que entra a una cafetería en Berlín, en donde es seducido por las deliciosas preparaciones de Thomas (Tim Kalkhof), el repostero a cargo. Ambos entablarán una relación amorosa en la que se verán cada vez que Oren viaje de Israel a Berlín por trabajo; sin embargo, deberán mantenerla en secreto, dado que Oren tiene una esposa y un hijo en Israel.

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El romance se verá trunco al poco tiempo debido a la inesperada muerte de Oren en un accidente, lo que hará que Thomas viaje a Israel, sin un plan determinado pero que lo llevará a vincularse con la familia de su amante, en especial, con su mujer, Anat (Sarah Adler), quien casualmente también maneja un café kosher allí.

La temática religiosa y cultural atraviesa por completo la historia, sin teñir su esencia, cuyo foco está puesto en los vínculos, la soledad y las emociones. Si bien el hermano de Anat será quien vele porque toda la familia cumpla con los preceptos de la religión, lo cual incluye evitar que un repostero no judío y alemán cocine en ese café, su hermana se irá revelando de a poco, a medida que el coqueteo con el deleite culinario (y sexual) avance.

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Las tortas, los pasteles, las galletas y demás preparaciones de Thomas irán seduciendo, lentamente, también a la familia de Anat y a lxs clientes del lugar. Así, como ellxs, lxs espectadores, somos atraídxs por el ambiente seductor y sensorial que crea Graizer con planos íntimos, cercanos, de manos que decoran galletas de la misma manera que acarician la nuca de otrx o de miradas que reflejan el disfrute de un pan con chocolate que, su vez, habilita para disfrutar de algo más…

La cámara se esconde detrás de las ventanas de Thomas y Anat, invitándonos a espiar su intimidad. En una de ellas cuelga una toalla roja, que combina con la malla de baño de Thomas, quien tiene mucha más vida de la que oculta detrás de su gesto adusto, propio de una personalidad forjada en soledad. En la ventana de Anat predominan los azules que acompañan la melancolía propia de una viuda que atraviesa su duelo pero que irá iluminándose conforme vaya probando los nuevos sabores que le ofrece el misterioso repostero.

De esta manera, El repostero de Berlín destierra esa idea que sugiere que el chocolate puede reemplazar el sexo e incluso el romance, abonando una nueva, al mezclar todo a la vez sin empalagarnos.

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La soledad será otra de las protagonistas en esta historia. Thomas es un extranjero. Peor aún, es un alemán en Israel con todo el peso que ello implica. Su recorrido por la ciudad, tras los pasos del hombre que amó, lo guiarán hasta una familia que, a su vez, atraviesa su propio duelo y que quizás pueda convertirse en la familia que nunca tuvo. Anat es la viuda que está intentando reconstruir su vida, buscando un equilibrio entre la ayuda de su hermano y la liberación de sus reglas. La madre de Oren encontrará en Thomas parte de lo que veía en su hijo, invitándolo a formar parte de la intimidad de su hogar, con una familiaridad casi natural. Cada unx teje alrededor de otrx, tratando de disminuir el desamparo que les toca vivir.

El shabat se anuncia en varias ocasiones a lo largo de toda la película, sonando por algunos momentos como un acento sobre la soledad de algunxs de lxs personajes y, por otros, como una invitación a reunirse en familia. En una nueva familia, creada, inventada a partir de la necesidad y el deseo de vincularse, más allá del origen y la corrección (o incorrección) de las circunstancias.

Casi sin que nos demos cuenta, El repostero de Berlín nos abre una ventana a nuevas formas de amor que trascienden aquellas ya conocidas, ligadas al romance y la pareja tradicional, lo cual da la posibilidad de disfrutar junto a los personajes, aunque no tengamos del todo claro qué está pasando, tal como les sucede a ellxs.