La reina del miedo: una indie bien

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De Aristóteles a nuestros días ha existido una enorme preocupación por clasificar los tipos de relatos. Desconozco verdaderamente qué sucede en todas las artes pero en el cine los teóricos del guion tienen una obsesión con ello. Esta idea de agrupar, clasificar e identificar todos los tipos de relatos posibles en modelos arquetípicos no hace más que instalar una de las grandes preguntas con relación a las historias: ¿es posible inventarlas desde cero?

Tratar de responder esa pregunta puede significar entrar en un juego que no tiene demasiado sentido, una suerte de dialelo. Quizá, el interrogante que uno pueda responder es si realmente es posible contar dos veces la misma historia.

Me gusta pensar esto como si hubiese una suerte de patrón genético donde cada historia tiene su propio ADN. Podrá haber similitudes, semejanzas y hasta incluso anomalías entre ellas, pero nunca una repetición exacta.

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Es entonces en esa línea única que cada historia posee, sea por sus personajes, por el contexto, los diálogos o las situaciones dramáticas concretas, el lugar donde el guionista y luego el director tienen un campo de acción posible. Es allí donde una historia puede cobrar la tan ansiada originalidad pretendida. Es exactamente esto lo que vuelve a La reina del miedo una excelente película.

La ópera prima de Valeria Bertuccelli, codirigida con Fabiana Tiscornia –experimentada asistente de dirección–, narra una historia que ya hemos visto muchas veces en el cine: un artista en medio de un brote de inseguridad frente al desarrollo de su obra.

Si uno busca ser preciso, quizá la cita más oportuna sería Opening Night, de Cassavetes y Antes del estreno, la suerte de remake local que hiciera el prolífico Santiago Giralt con Erica Rivas hace ya unos años. A esas referencias puntuales habría que sumarles algo de Woody Allen, como por ejemplo Hollywood Ending, para terminar de darle forma a un terreno donde Bertuccelli se siente más que cómoda para actuar una película bastante atípica en la cinematografía nacional.

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La atipicidad de La reina del miedo radica en que luce como una película independiente norteamericana. Una indie, como le dicen ellos. El tono, los diálogos, las acciones y la forma de caracterizar a los personajes poseen un ritmo y una estética que el cine nacional, tan preocupado en los silencios y las esperas, suele despreciar. En este sentido, el filme tiene cierta cercanía con Nadie nos mira, de Julia Solomonoff (no por nada ambas películas tuvieron sus estrenos en los festivales de Sundance y Tribeca, respectivamente).

El argumento de La reina del miedo nos presenta a Robertina (Bertuccelli), una actriz famosa y popular que vive aterrada por muchas cosas, entre ellas, la presentación de su unipersonal en el teatro Liceo, respecto del cual varios empresarios han puesto mucho dinero.

Rober o Tina, como le dicen depende la ocasión, no tiene muy en claro qué hará ni cómo aunque la fecha del estreno es inminente. Sus problemas cotidianos (un marido ausente y las peleas entre sus empleadas domésticas) le impiden ensayar y prepararse. Todo ese proceso se dilata aún más cuando se entera de que su mejor amigo Lisandro (el enorme Diego Velázquez) ha sufrido una recaída de su cáncer, motivo por el cual debe viajar a Dinamarca para visitarlo de urgencia.

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La película concentra su energía en un devenir de situaciones que van trasladando a la protagonista por inercia y sin demasiada claridad respecto de su destino. Recibe presiones, tiene miedos, lidia con la despedida de un ser amado y todo eso tiene un desenlace liberador hacia el final.

Bertucelli se luce en la versión más memorable que le hayamos visto interpretar de su papel habitual de neurótica obsesiva. Su recorrido dramático es entrañable y se apoya, como no podía ser de otra manera en una película de estas características, en la acumulación de emociones que son liberadas o distendidas siempre en los momentos más acertados.

Desde lo técnico la película está al servicio de las actuaciones. Es sencilla en cuanto a las puestas de cámara y fotografía, privilegiando encuadres largos o medios que les permiten a los intérpretes interactuar con mucha frescura y libertad. La utilización de la música es muy acertada, funcionando como un apoyo importante a los sentimientos que vive la protagonista.

Decía antes que es raro ver un filme como La reina del miedo en nuestro país. De seguro, críticos o espectadores desvelados por el uso de algún estimulante de dudosa calidad tildarán con mucho tino a la película de burguesa. Esto es cierto pero no necesariamente peyorativo. En La reina del miedo si algo prima es la honestidad y la verosimilitud con la que Bertuccelli trabaja un universo que conoce. Lejos de querer impostar una visión del mundo alejada de su cotidianeidad, las directoras trabajan sobre ella y esto hace que el resultado se vea natural. Hay, en definitiva, un ejercicio de conciencia de clase mucho más logrado que el que hacen varios de los niños ricos del Pasaje Giuffra, quienes suelen tener el vicio de querer explicarle a la gente pobre cómo debería vivir su vida.

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En Argentina estamos acostumbrados a pensar el cine y su función social de un modo bastante absurdo. Por un lado, existe un falso estereotipo respecto de qué cine debería consumir la clase trabajadora. Se les niega la posibilidad del disfrute de los géneros en pos de impostar una solemnidad permanente, como si no tuviesen derecho a reírse o asustarse. Otra contradicción espeluznante aparece al momento de señalar las voces legitimadoras de los discursos cinematográficos. No solo los pobres no pueden divertirse, sino que además quienes eligen las películas que deben narrar sus historias son la elite ilustrada que tiene el dinero suficiente para hacer películas.

En esta dicotomía siempre me parece saludable y destacable la honestidad de quien asume su lugar y desde allí intenta contar un problema que le pertenece y puede hacer suyo. En La reina del miedo no hay una exageración ni una glorificación de la clase media-alta, esto solo está presentado como un escenario con personajes que son interpelados pero no juzgados.

Ojalá nuestro “cine de personajes” fuera más así. Ojalá, en vez de preocuparnos por la originalidad, las pretensiones de los realizadores estuvieran centradas en dotar a sus personajes de particularidades que los distingan y los vuelvan más humanos.

Ojalá tuviésemos más Reinas del miedo.