The Eyes of My Mother: la banalidad del mal

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 Mother

The Eyes of my Mother (opera prima de Nicolas Pesce, estrenada en 2016) es un estudio breve, poco convencional y muy efectivo del slasher. Su duración es de 76 minutos. Está filmada en blanco y negro. Por medio de ello, la obra remonta su linaje al terror de los años cincuenta y sesenta, previos al surgimiento de las cintas cuya paleta de color pasaría a teñirse con el tono de la sangre. A su vez, se alterna el uso de la cámara subjetiva con el empleo de lentes anamórficas para el encuadre de las escenas. Esta duplicidad brinda a la narración un ritmo atípico. Comparte la mirada contemporánea –móvil, parcial, errática– con la construcción de escenas en las que el cuadro se divide (con enorme virtuosismo) en nuevos cuadros, en las que la aberración de la imagen contribuye a dotarla de un matiz onírico, y en las que predomina un tempo estático, donde reina una lasitud que despierta a la vez desasosiego y exasperación. Finalmente, el tercer gran componente que acrecienta el extrañamiento de la historia lo constituye la superposición del idioma inglés con el portugués. Así, la cabaña en medio de un bosque norteamericano es también una granja perdida en algún valle de Portugal, donde la severa moral protestante se alía con las imágenes del santoral católico. Y así, el idioma nativo de Francisca –la protagonista del relato– se pervierte en el idioma de la asesina serial.

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Father

Francisca (una inquietante Kika Magalhães) vive con sus padres –una pareja bastante entrada en edad– en una casa apartada en medio del campo. Su padre es un hombre seco, de pocas palabras. Su madre, en sus ratos libres, le enseña a Francisca a disecar las cabezas de ganado y le cuenta los detalles de las mortificaciones y de los martirios que sufrieron los santos cristianos. Una tarde, esta calma virginal se ve quebrantada por medio de una desgracia que desencadena el instinto criminal de Francisca. Como se puede ver, la película cuenta, más o menos, la típica historia de los asesinos seriales del cine. Sin embargo, no es en este aspecto donde subyace la inventiva del film. De hecho, lo que Pesce hace es ajustarse a los cánones del género para indagar en sus mecanismos. De este modo, la película subvierte ciertos tópicos del slasher. La inocencia, por ejemplo, que se suele asociar a la víctima, aquí se liga en más de una ocasión al victimario. Lo mismo que la idea de monstruosidad: hay varias escenas en donde la imagen del monstruo se pervierte a tal punto que la repulsión compite con cierta solidaridad desesperante. La más sobresaliente de todas estas secuencias (y quizá uno de los mejores momentos de horror que he visto en el cine de los últimos años) es aquella que, para identificarla de algún modo –sin incurrir en spoilers– podríamos llamar la escena del granero y el niño. Allí, como espectadores, no solo vivimos la experiencia del horror: comprendemos también su secreto, el modo misterioso y perfecto en que ese mecanismo opera sobre nosotros.

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Family

Uno de los rasgos distintivos del slasher es la exageración. Por medio de ella, experimentamos el terror en carne viva y, al mismo tiempo, tomamos distancia de él: la exageración nos ofrece refugio al advertirnos lo imposible de lo que se muestra en la pantalla. De esta condición derivan el salvajismo de Leatherface, la inmortalidad de Jason Voorhees y la ubicuidad de Freddy Krueger. En oposición a todos ellos, Francisca se sumerge en una rutina gris, sin sobresaltos. Sus crímenes, aunque atroces, se encadenan a lo cotidiano como si se trataran de costumbres inofensivas. El horror no brota aquí de lo desmesurado, sino de su naturaleza común y corriente: lo que despierta el terror es la manera en que lo habitual, de golpe, se transforma en algo espantoso. Quizá sea esta la mayor conquista de The Eyes of my Mother para el género del terror: demostrar lo banal que resulta el hecho de convertirse en un asesino perfecto.