Jugar con el género: Reseña de «Green Room»

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Problematizar acerca de la distribución cinematográfica en la Argentina deviene intrínsecamente en analizar la conformación de ese cuello de botella que desde hace varios años se genera en la industria nacional. Mientras más aumenta la producción de películas nacionales, menos espacios y tiempo en pantalla dichos films tienen. Esto no es ninguna novedad, por supuesto.

Dicha situación suele buscar ser explicada desde diversas ópticas, principalmente, una postura mercantil desde la que se entiende que las películas que distribuyen las majors son “más atractivas” para un espectador promedio. Esa lógica, extremadamente simplista y casi neandertal, conlleva evitar dar una discusión necesariamente epistemológica que requiere cierto grado de predisposición al pensamiento. Lo anterior, como sabemos, no es una moneda común en nuestra sociedad y mucho menos en el mundo de los negocios donde lo que habla es el dinero.
La discusión que hay que dar requiere entonces reflexionar sobre cómo se genera “un espectador promedio” y si este se construye o se trata de una categoría determinada de antemano.

Esta problemática respecto del binomio pantallas/películas si bien es predominantemente visible en el caso de la producción nacional, no es excluyente de ella ni se agota allí. También abarca a una gran cantidad de películas más pequeñas a los tanques habituales que no logran ni asomar su cabeza por estos lares.
No hablamos de películas hechas por un joven marinero bengalí perdido por allí, no hace falta ponerse snob o hipster con delirios festivaleros. Basta con ver el caso de la película que nos trae a esta reseña, “Green Room”, para comprender que nuestros cines no son ni siquiera bombardeados por una industria norteamericana en busca de un control totalitario de nuestra sociedad. Esa “colonización”, para utilizar un término cool y progre demodé, solo se pretende ejercer con un porcentaje pequeño de dicha cinematografía. Hablamos de Aquellas películas que pagarán la entrada y llenarán los bolsillos de gente como los inefables Hermanos Weinstein (porque si de ganar amigos se trata, es mejor ganar de los importantes).

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Toda esta suerte de introducción medio-pelo editorializada, no es más que una forma catártica de expresar el enojo muy grande que me generó el hecho de saber que una película tan necesaria en las pantallas como Green Room no se estrenará jamás en nuestros cines.

El film es la tercera película (segunda “grande”) de Jeremy Saulnier, quien en 2013 ya se había despachado con la sólida, y también necesaria, “Blue Ruin”. En dicho film, este joven cineasta de las huestes del indie, abordaba de una manera muy particular el género, trabajando climas y estéticas visuales dignas de una historia que no necesariamente transcurría del modo en el que tradicionalmente esperamos que lo haga.

Esto no es nuevo, Saulnier es generacional a otros cineastas que han desarrollado esto. De este modo, tanto Blue Ruin como Green Room, son de alguna manera hermanas de films como HesherBrickTake Shelter o It Follows. Hablamos de realizadores que toman géneros clásicos con sus convenciones y claves visuales, pero que deciden abordar la narración o el tono del relato de un modo alternativo, y viceversa.

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Green Room es entonces una película que si se la observa sin haber tenido al alcance ningún tráiler nos desconcertará por completo, toda vez que lo que el relato va incorporando no hace más que jugar con las expectativas del espectador para contrariarlas. Así la historia comienza como la típica aventura de un grupo Punk rebelde por los suburbios de los Estados Unidos post-crisis, para luego convertirse en un cuento truculento de unos jóvenes encerrados en una habitación mientras son acechados por una suerte de congregación neo-nazi (como en Mar del Plata pero con más control territorial).

No quiero develar muchos más detalles de la trama ya que, insisto, la película se disfruta mejor mientras menos se sabe de ella. Vale la pena remarcar el hermoso cast que construye – nuevamente –  Saulnier, que incluye desde su actor fetiche Macon Blair, hasta un Patrick Stewart en un papel de villano raramente visto en su carrera. El elenco de los jóvenes músicos y fisuras que circulan por la película también es muy sólido, en él se destacan el querido Anton Yelchin (QEPD) y la hermosa Imogen Poots.

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Lo más destacable de este film termina siendo como se juega a través del planteo realizativo con la tensión entre el on y off, es decir, entre aquello que se escucha o muestra en pantalla y aquello que deliberadamente se oculta. El realizador deposita entonces la tensión dramática en la fragmentación y en el uso del campo y fuera de campo de tal manera que genera verosimilitud incluso en algunas situaciones que de guión parecerían dudosas. Allí es donde la apuesta cobra un valor aún mayor: el riesgo no es solo narrativo, sino que se acompaña desde un audaz planteo de la puesta en escena que termina redondeando a Green Room es una muy buena película, necesaria para una cartelera tan repleta de films pero vacía de contenido como la nuestra.

Probablemente, al igual que ha sucedido con sus contemporáneos, el camino de Sauliner lo lleve a dar el salto al mainstream dentro de poco. Lo esperaremos con ansias, deseando que ocupe un lugar en el panteón del nuevo Hollywood junto con los héroes que han venido a salvar una decadente industria: Jeff Nichols y Rian Johnson.