The Sandman: o por qué hay cosas que es mejor no aggiornar

The Sandman es una novela gráfica escrita por Neil Gaiman e ilustrada por una gran variedad de artistas, publicada por primera vez en 1989 por DC Comics, bajo el ala del sello Vértigo.
Su emisión duró 7 años y finalizó su monumental arco principal en 1996. Luego de esto, Gaiman publicó de forma esporádica algún que otro tomo suelto de historias tangenciales pero pertenecientes al universo y amagó varias veces desde los 90 con llevar el cómic a la pantalla, pero al final del día, dichos tratos quedaron siempre en la nada. Hoy, la promesa de adaptación se ha vuelto real de la mano de Netflix y el director Jamie Childs (hizo la Doctor Who de Jodie Whittaker y alguna cosa más).
Y luego de la emoción inicial, ya con la serie engullida y dejada decantar, mi única y más certera pregunta al respecto es ¿por qué?
Como confesa fanática de The Sandman desde muy pequeña, no reniego en esta nota, por supuesto, de que mi juicio de valor se arma con mucho componente afectivo por la obra, e incluso por Gaiman (o la idea de un viejo Gaiman, ya que no es posible ignorar que el autor está metido en esta nueva y edulcorada versión audiovisual).
Y no es que la serie no esté buena, o que no haya sido de mi agrado per se, sino que en su adaptación hay cosas substanciales que se han perdido y que resultan graves, pues su olvido quiere maquillarse con meros accidentes y adornos.
Procederé en breve a explayar estas ideas y algunas más, pero primero lo primero: contextos y objetividades.

The Sandman narra la historia de Morfeo, Dream of the Endless, el maestro de los sueños, las pesadillas, y el mundo onírico en general. Morfeo no es un dios, sino un Eterno, una criatura primordial que encarna una faceta o cualidad sin la cual el universo y la vida no pueden existir. Los Eternos siempre han estado allí, desde que la vida existe, y allí estarán hasta que la vida desaparezca. Morfeo es el tercero de siete hermanos Eternos, que son los siguientes: Destiny, Death, Dream, Destruction, Desire, Despair y Delirium (que solía ser conocida como Delight). Cada uno de estos Eternos representa una de estas facetas indispensables a la metafísica de la existencia (más específicamente el destino, la muerte, el sueño, la destrucción, el deseo, la desesperación y el delirio) y poseen tareas y responsabilidades con respecto a cómo afectan sus reinos al mundo de los mortales (nuestro mundo real, y muchos otros mundos imaginarios más, pues los Eternos no solo están por encima de los humanos, sino también de todos los dioses, las deidades, los astros y las criaturas mágicas que hay). Dicha trama enrevesada se revuelve alrededor de esta premisa durante 10 tomos y algo más, pero hoy vamos a ocuparnos de los que abarca la primera temporada de la serie: Preludios y nocturnos y La casa de muñecas.
El punto de ataque del relato toma lugar en Inglaterra, 1916. El sacerdote de alta magia negra Roderick Burgess intenta invocar a la Muerte para apresarla y conseguir así la vida eterna. En su lugar, Dream es quien cae preso del hechizo. Pasan 72 años, hasta 1988, cuando el círculo mágico que mantiene en pie la prisión de Morfeo es roto por error, lo que causa su escape. Desde aquí, el protagonista deberá recuperar sus antiguas herramientas de poder –robadas durante su cautiverio– y rearmar y arreglar el Reino del Sueño que durante su ausencia se ha caído a pedazos, provocando estragos también en el mundo de la vigilia.
Comencemos la comparación de las versiones con un poco de factor estético: en la novela gráfica, los ilustradores varían de tomo a tomo –e incluso a veces de capítulo a capítulo–, así que es complejo adjudicarle a The Sandman una estética determinada que pueda llevar las riendas de una adaptación a la hora de traducir los lenguajes, sobre todo a un live action. Sin embargo, hay puntos comunes que hacen de guía para ciertos códigos del lenguaje cinematográfico (en especial del lado de la dirección, al comparar tamaños y secuencias de planos con los paneleados originales). Los planos abiertos con predominancia de fondo contra personaje, pegados a planos muy cerrados, picados, filmados con angulares que deforman el rostro, o la tendencia a no pasar demasiado por el plano medio son cosas que traen reminiscencias a la disposición un poco caótica del cómic original. No sucede lo mismo con la obsesión del director por cortarles la cabeza a todos sus personajes en todo momento, lo que genera una imagen muy incómoda que, si es que fue buscada, no se puede entender por qué.

En otro acierto, la cámara con predilección por el movimiento está bien usada y le da un aire fantástico y extraño a la imagen que puede condecirse con la atmósfera oscura y tensa del relato original. No obstante, hay algo muy decepcionante en la fotografía, que se ve, desde lo plástico, tan actual que duele y vuelve imposible a un espectador activo no ser consciente de que está viendo otra puta serie de Netflix. Lo mismo sucede con el CGI, que se pone polémico por momentos, sobre todo en quizás el momento que más épica requería –y eso porque mejor ni hablemos de lo increíble que hubiera sido usar locaciones reales y efectos prácticos–. Y sí, hablo del descenso al Infierno. Porque, dale, uno viene comprando –y con entusiasmo a pesar de los detalles ya mencionados– y de pronto tiene que encontrarse con que en el momento en el que su héroe se halla en plena catábasis, a alguien se le ocurrió que en vez respetar o reinventar con criterio el diseño de los demonios era mejor que a Morfeo le abriera la puerta del averno el CGI de un Thanos del subdesarrollo. Y esto no mejora en el resto del capítulo, en el que las hordas de demonios son apenas cabecitas del God of War tiradas a la que te criaste en planos generales sin contextualización del espacio. Y ni hablar del diseño del resto de los demonios. Mazikeem de los Lilim, la amante de Lucifer, pasa de ser una entidad con la cabeza explotada a una muchacha bonita con media cara un poco quemada. Choronzon, duque del infierno, poseedor del casco de Morfeo, es un tipo pintado de verde. Lo único que se salva es la sobria y adecuada interpretación de la Lucifer de Gwendoline Christie, que en su propio tono caracteriza bien al personaje inspirado en su momento en el también extraño y andrógino, David Bowie. El resto es de terror.
Conectando puntos, es importante mencionar que en esta nueva diégesis el cautiverio de Dream no es de 70 años, sino de más de un siglo. Esto es porque la producción ha decidido ambientar este live action en nuestro propio tiempo, el año 2022. Y no temo decir que este cambio fundamental en la columna vertebral de la historia provoca la mayoría de los errores de la adaptación.
Más allá que restregar ese tipo de estética mainstream de la modernidad va en contra del hecho de que el “look cinematográfico” está en la emulación de las características del fílmico, el advenimiento de The Sandman al 2022 –que no suma nada sustancial al aspecto narrativo, salvo cada tanto la aparición de un celular o dispositivo con internet– lo único que hace es aburrir la dirección de arte, vestuario y el diseño de los personajes. Y es que The Sandman tiene uno de sus puntos fuertes en la creación de los seres que lo habitan, y no solo en los irreales, sino en los humanos del día a día que transitan sus páginas.

Como buena novela gráfica de los 80 y 90 The Sandman está lleno de punks, mods, alternos y outsiders que, si bien no pertenecen a un estilo o tribu urbana específicos en sus acciones (como sí lo hacían los personajes de muchísimos historietistas de la década), llevan en su expresión física la marca de una época y el trasfondo de ciertos ideales que son una parte clave de la marca personal de Gaiman y del universo de la serie. En el live action todo esto se ha perdido. La nueva normalización de la estética supone varios problemas: por un lado, una considerable reducción del grotesco de diversas situaciones que, sumada a la decisión de la realización de no enrarecer mediante el montaje, atenta contra la construcción del tono macabro original de los diversos contextos. Por otro, la eliminación de las referencias a la cultura popular conduce a que los personajes hayan perdido todo estilo. Si bien Morfeo se mantiene bastante en pie, y la encarnación de Deseo es interesante, Desesperación y Muerte son despojadas en su totalidad de sus características y esencias originales, porque sí, que la parca sea gótica es esencial, quizás no al relato, pero sí al world building. Y me permito decir que sí, que también es esencial para el relato, puesto que es constante la comparación y la hermandad entre los distintos grupos de personajes a través de los tomos por la coherencia de una estética común: que las jóvenes protagonistas –tantas veces mujeres– tengan ese punto en común con los seres metafísicos, con los que la humanidad tiene una relación de dependencia, aquellos seres que guardan algunos de los secretos y poderes más imponentes de toda la existencia, ¿no significa nada?, ¿cómo no va a significar nada? En la versión original también hay gente “normal”, es una decisión de construcción. Y es inconcebible pensar que en pleno 2022 esa herencia se haya perdido cuando basta caminar un rato por la calle (o, en el peor de los casos, buscar en internet) para ver que, aunque con cambios, los estilos contraculturales siguen existiendo y aún con más exposición que en el pasado. Quitar este tipo de cosas despoja al universo diegético de algunas de sus características más entrañables y memorables.
Otra rareza que puede atribuirse al cambio de época es la cantidad de cambios de género y etnia que maneja la temporada. Si bien no molestan pues uno de los puntos altos de la serie son sus interpretaciones, todas muy buenas y acertadas, es difícil encontrarles una justificación cuando The Sandman es una novela con muchísima representación femenina, étnica y demográfica, no solo en un estándar de la época, sino en general. Y, sin embargo, la adaptación trae cambios que, temo, tienen gusto a querer lucrar. Se pone más extraño aun cuando en el episodio “Calíope” hay un comentario que descoloca muchísimo.
En una suerte de momento irónico el personaje Richard Madoc, escritor que tiene secuestrada a la musa Calíope para que le otorgue ideas para sus obras y sobre la que ejerce violencia física y sexual, habla con su agente por teléfono y especifica la necesidad de que en su próxima adaptación cinematográfica tanto el cast como el equipo técnico tengan por contrato al menos un 50% de mujeres y personas racializadas. Esta secuencia no existe en los cómics, es nueva. Claro que es sarcástica y está puesta adrede, pero qué ruido insoportable que hace ese chiste amargo cuando te das cuenta de que la propia serie estuvo sacando muchísimos momentos de gran importancia para el trasfondo feminista original y reemplazándolos con cosas más visibles pero infinitamente más banales, como convertir en Johanna a John Constantine.

Y en ese intento es que la serie se vuelve, por edulcorada, mucho menos feminista y combativa y denunciante de lo que era en sus orígenes.
La violencia de género hacia Calíope, hiperexplícita en el cómic, se minimiza.
Los padres abusivos de Jed Walker se vuelven un padre violento y una madre víctima por miedo al “qué dirán” del público, por no poner a una mujer abusiva a la par que su marido en la pantalla, cuando en realidad es hasta insultante sugerir que las mujeres somos siempre buenas, siempre víctimas, destripándonos de nuestra ambigua cualidad humana.
El episodio “24 hours” –uno de los más crudos de la adaptación– borra todo el sesgo homofóbico de la relación entre varios de los personajes atrapados en la cantina, lo cual no solo despoja al capítulo de su profundidad temática original por tomar una postura “políticamente correcta”, sino que cae de forma brusca en la estupidez, porque negar que la homofobia existe es mil veces menos empoderante que aceptar su existencia, exponerla y denunciarla.
¿Por qué insisten en apoyarse en el caretaje ideológico de tirarle migajas de inclusión al cine?, ¿y por qué, aún peor, lo hacen con una obra que ya era tan clara y poderosa?, ¿por qué vacían todo de sentido sin ningún motivo real y contundente? Y hacer berrinches sobre lo que implica adaptar –por supuesto, una tarea ardua y desafiante– insinuando que el poder del papel supera lo que se puede hacer en el cine es falaz.

Es cierto que hay relatos que se condicen más con un formato que con otro, pero: punto número uno, si tu obra es inadaptable, entonces sería loable dejarla en su condición original; punto número dos, implicar que el libro sea más poderoso que el audiovisual es subestimar años de éxitos de lenguaje, código y desarrollo cinematográfico.
Por supuesto que The Sandman podría haber estado mejor, incluso para su propio éxito comercial. Lo que se dibujaba como uno de los tanques de fantasía del año se terminó quedando corto en un montón de aspectos y el público lo nota.
No importa si igual “está buena”. Podría haber sido muchísimo mejor solo ateniéndose a algunos parámetros narrativos clave pero fáciles de identificar que son aquellos que hacen a la esencia de la obra, y que son los que generan que sea el cómic de culto que es y que la gente lo ame como lo ama a través de los años y los lugares del mundo. Nada más había que dejarlo ser lo que era. Hay que dejar de tenerle miedo a la profundidad temática en la industria. Existen innumerables exponentes de que esto no solo es posible, sino natural al medio. Hay que dejar de contraponer arte y entretenimiento. Y hay que dejar de hacer las cosas sin amor.
Ahí está esa línea fina entre la noble y necesaria postura de defender el modelo industrial que mueve el producto cultural y genera y regenera el trabajo, y convertir a la cultura en un objeto prefabricado, en la máquina de hacer chorizos que provoca que hoy día todo se vea igual, que destripa a las historias de su verdadero sabor enmascarándolas con relatos de plástico berreta.
Ojalá que en una segunda temporada mejoren estos aspectos. O que mejor no la hagan.