Tick, Tick… Boom: el mundo es de los gomas

Para fin del 2021, Netflix nos regaló un par de películas copadas por primera vez en un buen rato. Entre ellas, el debut fílmico del ya famoso –y no por poco– compositor, letrista y escritor de musicales Lin-Manuel Miranda. Protagonizada por el queridísimo Andrew Garfield, la plataforma da la bienvenida a Tick, Tick… Boom, una libre y curiosa biopic del compositor Jonathan Larson.
Si usted no tiene idea de quién es Jonathan Larson, no se deje desanimar: poco y nada importa saber quién es este personaje, pues la película se encargará de mostrárselo. La obra por sí sola funciona sin leer ninguna sinopsis, ni googlear nada, ni enterarse qué sorpresas desenvolverá luego aquel personaje encarnado por Garfield, que se presenta como un loco aspirante a compositor de teatro musical en completo trauma por la proximidad de su natalicio número 30.
Siendo Tick, Tick, Boom un musical real escrito por Larson, la película no es tal cual una adaptación. Jugando con las líneas temporales, un narrador omnisciente lleva al espectador a lo que parece ser el presente del relato: la primera presentación de “Tick Tick Boom”. Desde allí partiremos en dos el punto de vista únicamente por forma cinematográfica: el punto de vista con Jonathan –activo también en todo el resto de los tiempos y lugares– y el punto de vista –por llamarlo de algún modo– con el registro. El primero tiene los parámetros audiovisuales que esperaríamos de cualquier film. El segundo, cortes de la misma acción en formato super VHS, que imitan los registros reales de la obra y vida de Larson en las cuales Lin-Manuel y el equipo de la película se apoyaron fuertemente para crear este nuevo mundo respetando la historia real preexistente. Dichos cortes son los que indican desde el comienzo que lo que se ve está basado en la realidad, y que, por alguna razón, aquello que se cuenta sigue presente en el hoy.

El “Tick, Tick, Boom” real tuvo más versiones de las que se pueden contar con las manos. Habiendo pasado por múltiples canciones, actores, números y formatos, la versión de Lin-Manuel Miranda (quien, de hecho, interpretó a Jon en la escenificación de alguna de dichas versiones) está armada cual rompecabezas con todas las piezas encontradas en el archivo de la vida del joven compositor, dándole una nueva forma y estructura a la obra original, que beneficia y juega para la película propia. De cualquier manera, en el film la obra mantiene su esencia: ser un catalizador para hablar del propio pasado. El film, siguiendo el pie de los monólogos de Larson en la obra, muestra lo que será el conflicto principal: el estreno de una ópera rock que Larson viene escribiendo hace 8 años y que tendrá lugar dentro de una semana. Dicho estreno será en el marco de un workshop que funciona de vidriera para los distintos productores y críticos de teatro que pueda llegar a conseguir que asistan. Y con una representante que hace un año no le devuelve las llamadas, el panorama es complicado. A eso y a los preparativos generales se le añaden la búsqueda de presupuesto para terminar de armar la banda para la presentación, y la necesidad de escribir una canción nueva para el segundo acto de la obra, siguiendo el consejo del mismísimo Stephen Sondheim.
Como si fuera poco, pocos días después de la presentación, Johnny cumplirá 30 años.
Temas como el miedo al fracaso, la necesidad de hacer arte versus la necesidad de vivir bien, el miedo a envejecer y el perpetuo sentimiento de que la vida se acaba y no te espera. El sentimiento de caducidad que trae cumplir ciertos años en un sistema capitalista que instala la idea de la obsolescencia programada no solo en los objetos sino en la gente. La lucha entre priorizar el arte o la vida en familia –o cualquier tipo de vida–, la idea de aceptar que hay problemas ajenos más graves que los propios, la angustiosa adrenalina de la creación, y en particular, el amor al hacer lo que se hace.

Todo esto se desarrolla en el subtexto mientras la trama avanza en el vórtex de quilombo que son la vida y las decisiones de Jonathan Larson. Un poco infantil, bastante pesado, un poco lleno de problemas que solo entendería un artista que no se ha resignado y un poco lleno de enrosques neuróticos que no se basan en problemas reales sino en profundas preocupaciones del corazón. Jonathan es un personaje que usualmente sería difícil de querer, pero que se vuelve entrañable mediante el punto de vista y las decisiones de tratamiento de Miranda y la superlativa interpretación de Garfield –que, además de ser un gran actor, resulta que sabía cantar muy bien–. Y es que en la abstracción total del personaje se revela un puro romántico, un goma tremendamente goma, pero de un amor tan grande y sincero que rebalsa de energía y emoción.
La película destaca, más allá de por su guion y su estructura del relato, por los tratamientos de sus departamentos. El sonido y la musicalización, el montaje y la dirección de planos favorecen y realzan la calidad intrínseca de las canciones y coreografías y le dan, en un tinte estilístico muy propio del verdadero Larson, una esencia y una energía que gritan “yo soy el epítome del musical contemporáneo”. La fotografía y el arte, por su lado, no nos muestran el futuro, sino que pisan fuerte hacia el pasado, reflejando el paso estético de los 80 a los 90 desde un lugar menos convencional que muchas otras obras audiovisuales. Sin glamour ni miseria extrema, el retrato de una clase media-baja sumida en la bohemia se vuelve inmersivo a través de su estética.

Lin-Manuel Miranda hace una película que no solo es consciente de su cualidad del cuento dentro del cuento y de cuento sobre el cuento a la vez, sino que también de su género sin caer en la parodia. Utiliza recursos clásicos y clichés en pos de revelar el artificio pero que no llegan a romper el encantamiento del espectador por todo el resto de las columnas que sostienen el producto.
Hablar de las resoluciones narrativas del film es vano, pues ningún texto puede reemplazar el seguir las epopeyas de aquel pequeño romántico inconsciente hasta el final. Es un trayecto por el cual el espectador debe transitar riendo, llorando, cantando, viviendo. Tick, Tick…Boom es una de esas películas que dan vida a quien la mira, que vuelve la experiencia del visualizado una experiencia activa y movilizadora. Una película que no teme ser goma en su conclusión: mandar a todo el que la vea a seguir sus sueños hasta el final. Y no teme ser goma porque sabe, e instaura, que el mundo es de los gomas.
Y desde el otro lado de la pantalla, los gomas de corazón, elegimos creer.