Vivarium: el terror de las inmobiliarias fantasmas

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Con Without Name (2016) y, sobre todo, con Vivarium (2019), Lorcan Finnegan se consolida como miembro destacado de esa corriente de directores provenientes de Irlanda que —junto con Damian Mc Carthy (Caveat) y Neasa Hardiman (Sea Fever)— elaboran un género cinematográfico muy reciente que podríamos llamar weird por su desenfado a la hora de combinar suspenso, ciencia ficción y terror. Without Name cuenta la historia de Eric (Alan McKenna), un agrimensor contratado para estudiar las posibilidades de explotar un terreno boscoso. Para ello, se traslada a una cabaña en medio de un paraje desolado. Allí Eric descubre que se le había asignado el mismo trabajo a otra persona antes que él. Sin embargo, esa persona, por circunstancias misteriosas, dejó su tarea inacabada. Al principio, Eric intenta llevar adelante la labor asignada. Sin embargo, poco a poco comienza a sentir el extraño influjo del bosque que lo aparta de su objetivo y lo arrastra a experimentar situaciones que Eric no sabe definir muy bien si son reales o producto del delirio. Without Name comparte cierta consanguinidad con Caveat a la hora de contar una historia en un espacio aislado donde el protagonista debe ajustar su vida cotidiana a reglas muy precisas. A este detalle, Finnegan le agrega un rasgo de estilo que Without Name comparte con Vivarium: el gusto por los bucles narrativos.

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Vivarium es una coproducción entre Irlanda, Dinamarca y Bélgica. Se estrenó en el festival de Cannes de 2019. Al igual que en otros casos, la pandemia afectó su distribución en cines, por lo que su lanzamiento se realizó a fines de marzo de 2020 en algunas pocas salas y en plataformas de VOD. La película narra la historia de Gemma (Imogen Poots) y de Tom (Jesse Eisenberg), una pareja en busca de una casa. Acuden a una inmobiliaria donde ofertan casas de un barrio de viviendas. Martin (Jonathan Aris), el agente inmobiliario, los guía hasta un barrio llamado Yonder, un complejo donde las casas, las veredas, las calles, las esquinas lucen idénticas. Martin los invita a conocer la Casa 9. Mientras Gemma y Tom recorren las habitaciones, Martin desaparece. La pareja decide marcharse, pero pronto descubren que no saben cómo salir del barrio. Recorren las calles al azar y regresan siempre a la Casa 9. Al no hallar otra opción, deciden pasar la noche en la Casa 9. Luego de varios intentos de escapar del barrio, encuentran una caja con un bebé y un cartel que dice: “Críen al niño y serán liberados”. A partir de ese momento, Gemma y Tom se convierten en padres a la fuerza, encerrados en un barrio de viviendas tan kitsch como siniestro, llevando una rutina de pareja de la que intentaban huir, con un hijo que se comporta como un tirano.

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Vivarium es una combinación que, de acuerdo con las reseñas de países europeos o anglosajones, resulta una llamativa mixtura de terror con ciencia ficción. Sin embargo, hay algo en esa mezcla que para nosotros posee un sabor muy familiar. En efecto, Vivarium bien podría ser un relato de ese tipo de género fantástico que practicaba Cortázar: la inusitada interpolación de lo raro en un universo cotidiano, minúsculo, cercano, con tonos pasteles y carente de estridencias. En este aspecto, resulta admirable el modo en que Finnegan introduce lo inquietante en esa Casa 9 que se parece tanto a las viviendas que los gobernadores sortean y entregan en la mayoría de las provincias —si no en todas— de Argentina. Quizá esta peculiaridad —las casas repetidas, las calles laberínticas, las tiranías de cada familia puertas adentro— que a nosotros nos resulta consabida, al resto del mundo le provoca una inquietud inexplicable. Esta hipótesis tiene un costado muy sugestivo: implica que buena parte de nuestras historias son pioneras en un subgénero de terror que hasta hace poco nosotros llamábamos realismo.

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El otro aspecto con el que Vivarium también despierta inquietud es el fantástico. Es en este terreno donde ese rasgo de estilo que mencionamos al principio —la inclinación de Finnegan por los bucles narrativos— cumple su rol principal. La repetición de un ciclo siniestro, parasitario, constituye el correlato fantástico del ciclo cotidiano, exasperante, de lo real. Y ese ciclo siniestro se encarna en la figura del hijo extraño (Senan Jennings) que Gemma y Tom se ven obligados a criar. El niño no es de la pareja, pero la pareja es obligada a criarlo como suyo. En torno a estos roles forzados se monta una pantomima de la familia feliz y radiante. Tom se comporta accidentalmente como un padre autoritario e indiferente. Gemma, casi sin querer, reacciona como una madre sobreprotectora. El niño, por su parte, festeja esa teatralidad componiendo imitaciones burlescas de ambos. El niño repite las malas costumbres de sus padres postizos, los desarma con la parodia y se alimenta de su humillación. Ese niño tiene un aura que recuerda un poco al hijo no deseado de Eva y Franklin en We Need to Talk About Kevin (Lynne Ramsay, 2001) y otro poco al hijo putativo de Katherine y Robert en The Omen (Richard Donner, 1976).

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Como buena parte del terror de los últimos tiempos, Vivarium no apela a espectros imaginarios sino a fantasmas muy reales. Últimamente, los monstruos han dejado de ser aberraciones sobrenaturales o científicas: se han convertido en productos engendrados por el capitalismo más salvaje. Al respecto, Finnegan expresó lo siguiente en una entrevista: “Las empresas constructoras copiaron el modelo estadounidense [de los suburbios] pero tratando de meter la mayor cantidad de casas en el menor espacio posible y pidiendo cantidades exorbitantes por ellas. Esos suburbios me inquietan porque son manifestaciones de la codicia capitalista. Para esta película, nos inspiramos en lo que ocurrió en Irlanda y en el resto del mundo con las inmobiliarias fantasmas: España, Grecia, los Estados Unidos tuvieron el mismo problema durante la crisis económica de 2008”.