Nadie sabe que estoy aquí: Larraín y compañía
Hace algunos años, con ocasión del estreno y nominación al Óscar de Una Mujer Fantástica, escribí un poco sobre la película e hice una cierta caracterización de la producción cinematográfica chilena con relación a la Argentina para entender ciertas diferencias. Si la producción audiovisual argentina es elitista, en Chile es inaccesible para ciertos sectores sociales que ni siquiera pueden soñar con estudiar cine o formarse en él de manera tradicional.
En esa línea, el rasgo distintivo que tienen las películas chilenas de los últimos años es un costo promedio un tanto mayor que las argentinas y un modelo de producción que genera menos cantidad de films, pero con una distribución y proyección internacional más que interesante. Son películas de un presupuesto más alto, pero con ciertos cuidados en la realización que permiten enmarcarlas en lo que se suele llamar cine de autor. Sí, es un poco vacío seguir hablando de este término sin problematizarlo, pero bueno, sigue siendo una muletilla válida para dar a entender ciertas ideas.
Hace algunos días Netflix lanzó en su plataforma Nadie sabe que estoy aquí, opera prima de Gaspar Antillo, producida por Fábula, compañía de los hermanos Pablo y Juan de Dios Larraín y punta de lanza de la producción y distribución del cine chileno “más conocido” de los últimos años.
Solo para ejemplificar, este año la productora tiene dos series en Amazon Prime Video, El presidente y La Jauría, una estrenada y otra a lanzarse dentro de poco, respectivamente. A su vez, Larraín estrenó Ema en MUBI, su muy buena nueva película; y además de Nadie sabe que estoy aquí, está en postproducción el film Distancia de rescate, nuevo largometraje de la cineasta peruana Claudia Llosa (La teta asustada), basada en la novela de la escritora Samanta Shweblin y financiada por Netflix. Todo esto sin contar los proyectos que tiene Larraín en Hollywood, donde hace poco se confirmó que está trabajando para llevar al cine la vida de la princesa Diana, como ya lo hizo con Jackie Kennedy, esta vez con Kirsten Stewart como protagonista.
El caso entonces de los Larraín y su productora resulta muy interesante. Han sabido insertarse dentro de lo que queda de la industria del bajo-medio costo, haciendo películas con altos niveles técnicos, pero sin perder cierta autonomía creativa e intención artística. No hablemos de cine de autor, está bien, pero digamos entonces que lo que se nota cuando uno ve alguna de estas películas es que detrás de cámara hay un cineasta, con una idea visual y sonora muy trabajada, y con todos esos recursos volcados al trabajo de una puesta en escena que tiene cierta coherencia interna y que brinda una sensación de un tratamiento homogéneo. Siendo más preciso: ideas claras y concretas, abordadas a partir de un tratamiento virtuoso y armónico de la imagen y el sonido.
Eso, en mayor o menor medida, y con aciertos y errores, es lo que ocurre en Nadie sabe que estoy aquí, una película muy interesante sobre un hombre retraído y retirado del mundo, perseguido por el fantasma de un pasado confuso.
Memo Garrido (Jorge García, alias Huguito Reyes o Hurley de Lost) encarna a un cuarentón que vive en lo que podríamos denominar como un Tigre chileno, un delta digamos, junto con su tío Braulio (Luis Gnecco, un habitual de los hermanos Larraín). Memo disfruta de meterse en casas ajenas, es callado y silencioso. Un poco porque está traumado y otro tanto porque si hablara mucho atentaría contra la coproducción, el español del bueno de Jorgito no es muy bueno aunque venga de familia cubana. A su vez, nuestro protagonista escucha una canción de manera repetida, mientras fantasea entre los árboles que es una estrella de la canción pop latina.
Con el correr de los minutos la película nos cuenta un poco más sobre esto, va revelando información y develando las razones del protagonista. Incluso, Antillo justifica de forma narrativa cierto uso y abuso del drone para mover la cámara, quizá el peor de los males del cine actual.
Para no spoilear y arruinar el argumento, debo decir que los puntos más destacados de la película están en la atmósfera visual y sonora que se construye alrededor de su protagonista. Las locaciones son muy lindas y el uso de la música incidental y los angulares nos ayudan a entrar en la cabeza de Memo y transitar su recuerdo. Sin embargo, esto que resulta muy efectivo, en ocasiones termina por volverse un artilugio efectista y le juega algo en contra a la película. Más que nada promediando la segunda parte. El final, eso sí, es hermoso.
A nivel relato, quizá algunas cosas aparecen subrayadas por demás y hay un poco de brocha gorda con dosis de moralina, pero eso no impide que la película se sostenga. Si tuviese que simplificar diría que con menos drone y un poquito mejor justificada la coproducción la película sería excelente (realmente algunos pasajes son bastante molestos por lo poco natural que habla el personaje y el esfuerzo que se hace para dejarlo callado y no develar estos problemas).
En un escenario en el que cada vez van quedando menos películas guardadas de este año maldito para lanzar y donde la vara está cada vez más baja, Nadie sabe que estoy aquí sale muy beneficiada en la ecuación y es más que recomendable. Además, seamos sinceros, tiene una canción muy pegadiza y el solo hecho de llegar hasta el momento en que aparece Gastón Pauls y preguntarse por qué carajos está metido ahí adentro ya paga la entrada/suscripción/descarga.
Pingback: Los ilusos #20: felicidades | REVISTA 24 CUADROS