SIMPATÍA POR EL SEÑOR VIOLENCIA: El nuevo (y ultraviolento) cine de artes marciales
Jamás imaginé que oiría aplausos dentro de una sala de cine ante un acto tan violento, irracional y sanguinario como incrustar un bate de béisbol en la cara de un enemigo derrotado. Pero ahí estaba, anonadado –y también emocionado, ¿para qué negarlo?– por la reacción de los espectadores frente a una verdadera proeza violenta. Porque, seamos sinceros, hace falta mucho talento –y sobre todo furia– para clavar el canto de un bate en la cara de un tipo.
Fue una función temprana en un BAFICI del año 2014, a sala llena –sí, llena– y con el sonido al palo. De repente, el protagonista remata a su rival con un batazo en primer plano y la cámara gira casi sin control en 360 grados a alta velocidad, hasta regresar al punto de origen y encuadrar prolijamente a ambos personajes. Ahí es cuando notamos que quien tiene el bate por el mango lo suelta, pero… ¡magia! El palo no cae al suelo porque ya está encajado en el rostro de su contrincante que cae muerto, aunque su cabeza nunca toque el suelo porque la punta del bate lo sostiene inclinado. Gritos, aplausos, chiflidos, ovaciones de pie ante tamaña muestra de exceso, un reconocimiento a la pericia y al atrevimiento de los creadores de esa maravilla violenta, pero también un descargo por el final de una escena que venía precedida por acciones fuertes –patadas, piñas, martillazos, cuellos tajeados– hasta ese batazo asesino que por fin había terminado con el sufrimiento del protagonista. Los aplausos y chiflidos eran como una liberación, similar a esas risas nerviosas, desubicadas –y para algunos inentendibles– que explotan en algunos espectadores en medio de escenas del más puro terror, risas que utilizamos para lidiar con el miedo y, según el neurocientífico hindú Vilayanur S. Ramachandran, para descontracturarnos y “hacernos pensar que esa cosa horrible que encontramos no es tan horrible como parece”.
Vitoreábamos para liberar tensiones, porque no imaginábamos que lo que estaba por venir era aún peor.
La película a la que hago alusión es Berandal (2014), continuación de Serbuan maut (The raid, 2011), producción indonesa de acción y artes marciales que se estrenaba en Argentina dentro del marco de la decimosexta edición del festival de cine independiente más popular de nuestro país, lo que a priori, mientras pasaban los créditos iniciales, me llevaba a hacerme varias preguntas: ¿Cómo diablos una película indonesa de artes marciales, dirigida por un galés y con protagonistas anodinos llena una sala de cine argentina? ¿Desde cuándo el pencak silat y la ultraviolencia en un idioma inentendible se habían vuelto tan populares como para tener a espectadores de todas las edades que abarrotaban una función del BAFICI?
Pues bien, esa es la historia que vengo a contar.
PROGRESIVO VS. PUNK
Si hay algo que define a ese subgénero de la ciencia ficción conocido como ciberpunk –además del uso y abuso de la tecnología, las corporaciones depredadoras, las luces de neón y los hackers– es el bajo nivel de vida, la marginalidad, la violencia y la “mugre” o “suciedad” –tanto en sentido literal como metafórico– del ambiente donde se desarrollan sus historias, y la utilización de algunos recursos y estéticas del neo-noir. El vocablo “punk”, utilizado como sufijo, hace referencia a la rebeldía y la dureza de aquel estilo de rock and roll nacido a mediados de la década del 70, un subgénero que buscaba alejarse de la grandilocuencia y el sonido limpio del rock progresivo y el hard rock más virtuoso. Si bandas como Yes, Pink Floyd, Deep Purple o Rush se caracterizaban por componer canciones largas, complejas, plagadas de rupturas y solos de varios instrumentos, el punk haría todo lo contrario: canciones cortas, rápidas y minimalistas. Palo y a la bolsa. Una vuelta a las raíces del primer rock and roll al estilo Eddie Cochran, Elvis Presley y Chuck Berry, pero más acelerado, sucio y mal hablado.
Punk también es una manera despectiva de llamar a un objeto (“basura”) o a una persona (“escoria”, “vago”, “despreciable”). Por lo tanto, el ciberpunk –no así su interminable lista de derivados como el steampunk, el biopunk, el dieselpunk, el atompunk, el raypunk, etc.– ostenta un estilo urbano transrealista, que transcurre en futuros decadentes, sucios y violentos, y esa es una de las principales características que lo diferencia del resto de la ciencia ficción.
¿Qué tiene que ver todo esto con el cine de artes marciales? Hay una nueva camada de películas del género que reúnen las condiciones necesarias para ser consideradas “punk”, característica fundamental dentro de su cosmovisión, su visión de las batallas y coreografías. Es por esta razón que decidí agrupar a esta nueva ola de películas ultraviolentas procedentes de países con una tradición cinematográfica más bien pobre y desconocida en occidente (Indonesia, Tailandia, Filipinas) en un solo subgénero al que me atreví –medio en broma, lo reconozco– a bautizar como karate-punk.1
Por karate-punk, entonces, se entiende al subgénero del cine de artes marciales que se aleja del virtuosismo de las coreografías preciosistas y cuasi fantásticas, para adentrarse de lleno en la roña de la batalla mano a mano, muchas veces sin honor ni respeto por el rival, en la suciedad del golpe letal mostrado en primer plano sin censura, en la mugre de la marginalidad y la peligrosidad de los bordes antes que en la asepsia de un templo, un dojo o un torneo de artes marciales, una puesta en abismo que vira hacia la ultraviolencia y el gore a niveles, por momentos, insoportable. Aunque, como veremos más adelante, esta mugre solo es en apariencia, porque detrás hay grandes coreografías que requieren mucho trabajo y virtuosismo.
Siguiendo con la analogía musical, si el cine de artes marciales clásico es el equivalente en el rock de bandas como Yes, Rush o Pink Floyd, el karate-punk se puede representar en grupos como Sex Pistols, Black Flag, Misfits o Crass. Uno te hace volar con su lirismo, el otro directamente te golpea en la cara.
DEL KUNG FU INICIÁTICO AL KARATE-PUNK
Si hacemos un rápido repaso de la historia del cine de artes marciales,2 encontraremos sin dificultades un patrón que atraviesa de forma abrumadora a la gran mayoría de las películas del género: predilección por la estética, las coreografías trepidantes, el virtuosismo marcial y los héroes honorables, antes que énfasis en la violencia pura y dura y los guerreros ultraviolentos. Desde la pionera The True History of Wong Fei Hung (Wu Pan, 1949), pasando por One Armed Boxer (1971), The Young Dragons (1974) –el debut tras la cámara de John “Palomitas” Woo–, Drunken Master, Snake and Crane Art of Shaolin (1978) –con un joven Jackie Chan de protagonista–, incluso las más callejeras y menos fantasiosas si se quiere, como la trilogía Street Fighter (1974) protagonizada por el autor de culto Sonny Chiba, o las clásicas películas de Bruce Lee (Enter the Dragon, de 1973, Way of the Dragon, de 1972, pero sobre todo The Big Boss, de 1971 y Game of Death, de 1978); casi toda la filmografía de Jet Li, desde sus tempranas películas sobre el mundo shaolin (Shaolin Temple, de 1982, Once Upon a Time in China, de 1991) hasta las más urbanas y cercanas al noir como The Enforcer (1995), Black Mask (1996), Romeo Must Die (2000), Kiss of the Dragon (2001), The One (2001), e incluso, Danny the Dog (2005) –en que se supone que Jet Li pelea como un perro rabioso pero es notorio que la violencia está controlada–; sin olvidar los clásicos de los 80 y 90 de Jean-Claude Van Damme, como No Retreat, No Surrender (1986), Bloodsport (1988), Kickboxer (1989), Lionheart (1990).
En todas ellas la violencia extrema casi no tiene cabida y las batallas no suelen ser tan explícitas –hemoglobínicamente hablando–, pero la pericia y la habilidad del héroe están por encima de todo.
Quizá las excepciones a la regla de aquellas décadas sean las películas del actor y artista marcial Steven Seagal.3 Sin llegar a la brutalidad de las modernas películas que forman parte del karate-punk, podría decirse que, con sus altos niveles de violencia –para la época y el estilo imperante–, su desprecio por el contrincante, el exceso de hemoglobina, las constantes y explícitas roturas de brazos, piernas, narices y cuellos, con escenas donde la brutalidad y la eficacia casi siempre son más importantes que la habilidad para girar y realizar patadas voladoras y acrobacias del protagonista,3 aunque no por eso son menos espectaculares, y los sangrientos enfrentamientos con armas blancas, las películas de Seagal tal vez sean el antecedente más directo de este nuevo cine de artes marciales ultraviolento. Películas como Nico (1988), Marked for Death (1990), Hard to Kill (1990) o Under Siege (1992) son prueba cabal de ello.
En resumen: la búsqueda estético-narrativa de las películas de artes marciales clásicas se centraba en el estilismo marcial y la espectacularidad antes que en la pura violencia y el conteo de cadáveres. En general los filmes del género –al menos hasta finales de los 90– estaban lejos de ser orgías sangrientas, como sucede en algunas películas actuales. Lo normal era ver a dos contrincantes golpeándose durante largos minutos en contiendas espectaculares –y a priori súper violentas– sin que ninguno de los dos exhibiera sangre o siquiera hematomas, cuestión que no rompía con el verosímil del relato porque era un código narrativo consensuado, una convención entre el género y el espectador que se había establecido con el paso de los años.
Su estética, a diferencia del karate-punk, suele ser más bien aséptica. Sus batallas más memorables se dirimen en torneos de artes marciales –legales o ilegales–, dojos, monasterios, templos. Incluso en los torneos clandestinos a muerte hay ausencia de “mugre”, y el guerrero “sucio” siempre es el enemigo, el malo de turno, nunca el héroe protagonista.
Pero todas estas características mutaron con el paso de tiempo. Algunas se mantuvieron en las nuevas narrativas, unas cuantas se fueron eliminando paulatinamente hasta quedar casi extintas,6 y otras se exacerbaron.
Algunos directores decidieron conservar varias de las viejas características, pero llevándolas al extremo, y el nuevo siglo trajo consigo películas cada vez más violentas, más sucias, más punk.
En el karate-punk las peleas suelen ser largas y ultraviolentas. Son tortuosas: las sufren tanto los protagonistas como el espectador. La sangre chorrea en exceso, pero no para mostrar batallas más realistas, sino para hacerlas más difíciles de digerir. El espectador sufre cada golpe, siente el dolor de cada hueso que se quiebra, se agita con cada cuchillazo, y sale de la sala lastimado psicológicamente.
El “héroe” de turno ya no es un maestro con honor y respeto por el adversario. Al contrario, es normal verlo patear a su enemigo cuando este está tirado en el suelo, y muchas veces en la vorágine de la batalla, cuesta distinguirlo del villano, sobre todo cuando no deja de golpear a su contrincante, incluso después de que este haya muerto. Es como si las fuerzas que tuvo que invocar para derrotar a sus enemigos fueran difíciles de parar, como un auto con los frenos gastados. Son escenas que, como espectador, te obligan a decirle a la pantalla: “Pará, loco, ya fue. Ya está muerto, dejá ese cadáver en paz”.
Las batallas, entonces, se transforman en experiencias extremas. Cada película es un tour de force donde los protagonistas luchan por su vida, cansados, golpeados, heridos de todas las formas posibles en peleas que, a medida que se acercan al clímax del relato, suben más y más la apuesta por la ultraviolencia.
A diferencia del cine de artes marciales clásico, en el karate-punk las peleas son sucias y la mugre siempre está a su alrededor. Los escenarios de las batallas no son lugares limpios, todo está rodeado de sangre, suciedad, transpiración, grasa, barro. Hay riñas que se dan dentro sucios laboratorios de droga, en el patio completamente embarrado de una cárcel, entre el chaperío y la mugre de una villa filipina, en edificios abandonados o tomados por okupas y narcos. Los peleadores terminan inevitablemente atiborrados de sangre y sudor, sucios, embarrados, lastimados con todo lo que hay a alrededor, extenuados.
Las películas del karate-punk parecen tener predilección por los lugares cerrados y asfixiantes como escenario para sus relatos. Hay al menos tres películas de esta nueva oleada de cine de artes marciales extremo que transcurren –casi– íntegramente en espacios cerrados –cárceles, edificios tomados, villas miseria–4, y en muchas otras la asfixia de estructuras herméticas o lugares pequeños y de difícil acceso y salida. El primer cuarto de Berandal, por ejemplo –a excepción de una breve introducción– ocurre dentro de una cárcel, e incluso la primera pelea es dentro del pequeño cubículo de un baño, entre el protagonista y al menos veinte presos que se atropellan por matarlo. Imposible encontrar algo más asfixiante que eso.
Podemos agregar una característica más a la lista de las particularidades del karate-punk: un acercamiento al torture porn. Es cierto que a priori puede sonar exagerado ligar el cine de artes marciales con un subgénero tan controversial como el torture porn,5 pero si analizamos la filmografía –más bien escasa porque este subgénero es nuevo– podremos ver que tienen algunas cosas en común, sobre todo esa idea de regodearse de forma gráfica en la violencia encarnizada y el dolor extremo, para incomodar el espectador.
Esto puede verse claramente en las películas de Gareth Evans y los Mo Brothers, en Ong Bak 2 pero sobre todo en Ong Bak 3 que, sin dejar de ser una película de artes marciales ultraviolenta, tiene elementos del cine de mitología, espíritus malignos, terror y hasta torturas al estilo The Passion of the Christ (Mel Gibson, 2004).
Alguna vez el maestro Stephen King –un tipo que en la 24 Cuadros queremos mucho– dijo sobre el torture porn: “Seguro que te hace sentir incómodo, pero el buen arte debe hacerte sentir incómodo”. Y si hay un cine de artes marciales que te hace sentir incómodo, ese sin dudas es el karate-punk.
TAILANDIA, COREA Y EL INCIPIENTE KARATE-PUNK
El paso del tiempo y la paulatina modificación de los procesos culturales y tecnológicos traen aparejados cambios en la sociedad, y el cine, como cualquier arte, se adapta a esos cambios y modifica sus estructuras –narrativas, técnicas, estéticas– para crear películas acorde a lo que piden –o disfrutan, o toleran– los nuevos espectadores, y también los viejos espectadores aggiornados.
Los cambios en el cine de artes marciales no fueron repentinos, sino todo lo contrario. Durante muchos años el género no sufrió modificaciones y de alguna manera se estancó en sus propias ideas recicladas. El proceso que llevó del cine de artes marciales clásico al karate-punk fue tomando forma con el correr de los años y el grado de atrevimiento de los distintos directores. Pero sin dudas el cambio definitivo llegó, como no podía ser de otra forma, desde Asia.
Las películas que dieron el puntapié inicial y abrieron las puertas para esta nueva camada de cine ultraviolento llegaron desde Tailandia. Ong Bak (2003) y Tom yum goong (2005), ambas dirigidas por Prachya Pinkaew y protagonizadas por la estrella en ascenso Tony Jaa, podrían considerarse los primeros filmes que cambiaron la visión del cine de artes marciales moderno. ¿Por qué? En primer lugar, porque introdujeron un arte marcial exótico –para nosotros, los occidentales, claro está– como el muay thai, y lo hicieron protagonista, y no un mero estilo de luchadores secundarios. Pero también –y quizá esto sea lo más importante– por la violencia que destilaban algunas de sus escenas de acción. El actor y artista marcial tailandés Tony Jaa supo encandilar a las nuevas y viejas audiencias con una mezcla de virtuosismo excesivo, un estilo único de lucha, lleno de patadas y rodillazos voladores y piruetas increíbles, pero también por llevar adelante peleas muy largas y por momentos más violentas de lo que estábamos acostumbrados. Tom yum goong, por ejemplo, tiene en el tercer acto una escena larga y súper violenta en la que tal personaje (Tony Jaa) le quiebra sus extremidades a, al menos, tantos enemigos, de formas cada vez más ingeniosas, pero también agresivas.
El otro país que empezaría a importar películas mezcla de policial negro y artes marciales bastante violentas es Corea, con títulos como A Bittersweet Life (Kim Jee-woon, 2005) y The City of Violence (Ryoo Seung-wan, 2006). Los coreanos hicieron de las peleas con cuchillo un clásico de su cine, lo que elevó la violencia y la sangre de las batallas a nuevos niveles.
Sin embargo, sería Tony Jaa –junto al director tailandés Panna Rittikrai– quien se animaría a dar un paso más allá para adentrarse en un proto karate-punk, con sus películas de folclore tailandés y artes marciales ¿milenarias o centenarias?, Ong Bak 2 (2008) y Ong Bak 3 (2010). En Ong Bak 2 –que de continuación no tiene nada, por lo que asumimos que el título solo se utilizó para aprovechar la popularidad de la primera entrega– la aldea donde transcurre el relato tiene similitudes con lo que podría ser una villa miseria o un asentamiento indígena sumamente precario, por sus condiciones de higiene y marginalidad, pero además es un lugar horrible lleno de gente fea, deforme –nadie tiene los dientes sanos, ni siquiera el protagonista–, esclavistas y esclavos, tiranos inescrupulosos, alcohol, violencia, mugre y barro. A simple vista, nada atractivo para alguien que solo busca una buena película de patadas y piñas. Y más si ese alguien no es un tailandés sino un occidental acostumbrado al cine clásico de artes marciales.
Así de mal le fue a Ong Bak 2, a pesar de ser una película diferente en muchos aspectos y a todas luces interesante, violenta como pocas que se habían visto y con coreografías certeras y extravagantes.
Mientras tanto desde los Estados Unidos, apadrinada por dos legendarias directoras como las hermanas Wachowski –esta vez en el rol de productoras– y monstruos del cine industrial como Warner Bros. y Legendary Pictures, llegaría Ninja Assassin (2009), protagonizada por un idol coreano y dirigida por James McTeigue (V for Vendetta, 2006).
Si bien es cierto que no se trata de una gran película y de entrada tiene una mezcolanza que, como mínimo, llama la atención (historia de ninjas –guerreros históricos japoneses– que hablan en inglés en sus propios dojos, protagonizada por un coreano, dirigida por un australiano y filmada en Estados Unidos), sus dinámicas y bien coreografiadas escenas de acción sumadas a su exceso de hemoglobina y crueldad descontrolada –la escena de la pelea dentro el baño es el ejemplo ideal– la transforman en una película, cuanto menos interesante de ver, y gracias a sus virtudes para graficar la violencia de forma explícita, se gana un lugar en esta nueva camada de incipientes películas de artes marciales ultraviolentas.
The Man from Nowhere (2010) es otra de las películas de origen coreano que se cuela en esta lista. Mezcla de noir moderno –los coreanos son expertos en eso–, cine de gangsters, artes marciales, venganza y redención, esta película dirigida por Lee Jeong-Beom tiene una escena final de lo más sangrienta que se pueda ver en este género y un tratamiento de la violencia que la acercan a lo que vendría tan solo un año después.
THE RAID, O EL BIG BANG DEL KARATE-PUNK
La explosión finalmente llegaría en el año 2011, directo desde la remota Indonesia y de la mano de un director galés. Serbuan maut –mejor conocida por estos lares como The Raid Redemption–, dirigida por Gareth Evans, es el big bang del karate-punk. Evans ya se perfilaba como un director inclinado hacia el policial de acción corporal y sangriento con su opera prima del año 2006 Footsteps –una cinta de bajísimo presupuesto y calidad más bien dudosa– y Merentau (2009), una película de artes marciales con los mismos protagonistas de Serbuan maut pero interpretando otros roles, algo así como un ensayo edulcorado de lo que filmaría dos años después, con niveles de violencia y hemoglobina mucho más bajos que su sucesora, pero con el pencak silat –arte marcial de origen indonesio– como protagonista indiscutido.
Serbuan maut tiene una premisa más que sencilla y básica: un grupo de policías de elite ingresa a un edificio tomado por narcos y delincuentes de todo tipo, pero son encerrados allí y deberán sobrevivir de la única forma que conocen: matar o morir. A partir de allí la acción se monta en una espiral de violencia in crescendo, que muta en locura y descontrol, en que pueden verse acciones tan bestiales como disparos varios en la cara de un contrincante con el arma casi pegada a su rostro y en un promiscuo primer plano –algo de una brutalidad que no recuerdo haber visto en otra película de acción/artes marciales–, hachazos en cabeza, cuello y pecho, explosiones, cabezas pisoteadas, cortadas, reventadas, no una, sino varias veces contra la pared, extremidades destruidas, tendones destrozados. Y por supuesto piñas, patadas, palancas, agarres… el repertorio completo de técnicas del pencak silat, y un villano increíble llamado Mad Dog (Yayan Ruhian), que volvería a interpretar otro papel inolvidable en la secuela.
Lo que distingue a Serbuan maut de todo lo que se había visto del género hasta el momento de su estreno –además de su extrema y explícita violencia, claro está– es esa sensación de agobio y asfixia que logra generar en el espectador, la desesperación de saberse encerrado en una jaula de cemento con cientos de delincuentes que se revelan como asesinos sin piedad, que no tienen reparo en utilizar tanto armas de fuego como blancas, y hasta su propio cuerpo que, en muchos casos, es más letal que cualquier arma. Ese clima de encierro que se implanta en las cabezas de quienes están mirando, algo así como la sensación de estar de visitantes en cancha ajena, perdidos en un edificio que tranquilamente podría ser parte del paisaje urbano de Fuerte Apache o alguna de las torres de Dock Sud,7 eleva el nivel de miedo y nerviosismo de un espectador que sufre –psicológicamente– cada golpe, corte y disparo, a la par del protagonista.
A diferencia del cine de artes marciales clásico –donde, en general, por mal que la esté pasando, uno se siente tranquilo como espectador porque tiene la plena seguridad de que el protagonista siempre triunfa–, durante todo el metraje de The Raid sobrevuela esa idea de que es probable que nadie se salve –ni siquiera el protagonista–; las batallas son cada vez más largas, brutales y el héroe de turno –Rama, interpretado por el gran Iko Uwais– a medida que se suceden las escenas cada vez está más roto. «Héroe» que, por cierto, no tiene reparo en patear la cabeza de un enemigo en el suelo, clavar su cuello sobre las astillas de una puerta rota –en un movimiento tan bestial como virtuoso–, o arrojarse por una ventana utilizando el cuerpo de un enemigo (vivo) como colchón para amortiguar la caída, y todo esto mientras grita de furia, gime de dolor, sangra, sufre, y es golpeado tantas veces como él golpea, lo que lo aleja del guerrero intachable al que nos tenían acostumbrados. No es un intocable como Steven Seagal o Chuck Norris; no es virtuoso y limpio como Van Damme o Jackie Chan. La mayor virtud de los héroes del karate-punk es su inquebrantable espíritu de supervivencia –a costa de lo que sea necesario–, y una resistencia al dolor más allá de todo límite. Y es esa resistencia la que hace posibles batallas tan largas y bestiales que bordean el límite de lo tolerable.
Su secuela del año 2014 titulada The Raid: Berandal, también dirigida por Gareth Evans, logró lo que nadie creía posible: ser más extrema y violenta que su predecesora. Berandal es una película que sigue la línea de Serbuan maut, tal vez no sea tan asfixiante pero tiene una trama un poco más elaborada, con bandos mafiosos en pugna, infiltrados, traiciones, revanchas y dramas familiares, más cercana al neo-noir de tríadas y yakuzas que al survival karate horror de The Raid. Aquí hay personajes increíbles que parecen escapados de un manga –atención a la dupla de la chica de los martillos y el beisbolista–, motines a muerte en prisiones embarradas, y Rama, que vuelve a ser el protagonista-héroe, supera sus propios límites de brutalidad cuando derrite la cara de un enemigo en una sartén hirviendo, clava un bate de béisbol en medio del rostro de un contrincante o le corta todos los tendones al final boss en la que sin dudas es la batalla más bestial de la historia del cine de artes marciales.
Al igual que el norteamericano nacionalizado inglés Joshua Oppenheimer, Gareth Evans le debe su carrera cinematográfica a Indonesia, e Indonesia le debe la reciente popularidad de su cine a Evans. Oppenheimer, porque con sus altamente recomendables y premiados documentales –The Act of Killing (2012) y The Look of Silence (2014)– desnudó la impunidad de los genocidas indonesios, artífices de las masacres durante la dictadura del año 1965, y se hizo un nombre en la industria cinematográfica, y Evans, porque puso en el mapa del cine mundial a Indonesia y el pencak silat, al tiempo que se hizo notar como un gran director y hoy en día ya cuenta en su filmografía con Apostle (2018), una superproducción de terror producida por el gigante multinacional Netflix.
Son cuatro verdaderas obras maestras en su género, y eso ha convertido a ambos directores en parte importante de la cultura y la cinematografía indonesia. A su manera, todas narran historias violentas y viscerales; algunas desde el enfoque de la no-ficción y el documental, y las otras desde la ficción pura. Por lo visto, el país del pencak silat empuja a colocar el ojo de la cámara en historias sangrientas.
Una vez allanado el camino para el nuevo cine de artes marciales gracias al binomio de la dupla Evans/Uwais, comenzarían a estrenarse en diferentes partes de Asia películas con un estilo y una estética punk similares a las de Serbuan maut y Berandal.
Desde Corea llegó No Tears from the Dead (2014), soberbio neo-noir coreano de acción –¿ya dije que los coreanos son por lejos los mejores en esto?–, ultraviolento y sanguinario, quizá con demasiadas escenas de tiroteo y un poco falto de artes marciales –y no tan sucio– como para ser considerado karate-punk, pero con batallas tan sanguinarias y un protagonista que sufre cada pelea hasta terminar bañado en sangre, roto, cansado, sucio y lastimado, que tranquilamente podrían haber sido filmadas por los mejores exponentes del subgénero.
En 2016 se estrena en Japón Re: Born, dirigida por Yûji Shimomura y protagonizada por Tak Sakaguchi, un conocido del cine de culto de acción y clase b japonés (Versus, Azumi, Tokyo Gore Police, o la magistral Why Don´t You Play in Hell, de Sion Sono, entre muchas otras), una interesante –y violenta, por supuesto– película que narra la historia de Toshiro Kuroda, un asesino de elite asediado por su pasado y antiguos aliados que ahora buscan liquidarlo. Una historia que, a pesar de haber sido contada mil veces, aún funciona, en parte gracias al carisma de Sakaguchi y las impresionantes escenas de acción que, a medida que corren los minutos, se vuelven cada vez más largas, complejas y sangrientas. Dato de color: Alguien se tomó el trabajo de contar la cantidad de personas que Tak mata en Re: Born, y el killcount –que pueden verse en YouTube resumido en 7 minutos– finaliza en 156 muertes.
A partir del éxito de las películas de Gareth Evans, llegaría la inevitable explotación de su cine. Headshot (2016), dirigida por los indonesios Kimo Stamboel y Kimo Stamboel–mejor conocidos como The Mo Brothers, y directores también del soberbio thriller de acción del año 2016 titulado Killers–, tiene todos los condimentos para ser considerada una cinta explotation (Indonesia como escenario, Iko Uwais como el héroe, el pencak silat como arte marcial protagonista, gangsters, violencia sucia y excesiva) pero con ese toque de carácter propio que solo los Mo Brothers pueden imprimir, incluso en una película que busca emular las virtudes de otras para ganarse de entrada a los espectadores. Headshot es otro thriller noir de artes marciales en que el dolor físico es llevado al siguiente nivel, con un tratamiento casi de survival movie, de película de horror donde todo sangra, todo se rompe de formas dolorosas e inimaginables. Basta con ver la escena donde un contrincante tiene ahorcado a otro que lo golpea en el rostro insistentemente para que lo suelte, y el primero le escupe la cara con la sangre que mana de su boca, lleno de odio y rencor. La secuencia termina con el «héroe» que aplasta el cráneo a golpes a su contrincante, al mejor estilo Irreversible pero con las manos desnudas. Quizá Headshot no sea el mejor exponente de este cine, pero tiene la suficiente dosis de acción y adrenalina para entretener durante 120 minutos, y un villano a la altura de la circunstancias: el infame y despiadado Lee (Sunny Pang) que nos deleita con una pelea final impactante. Y además vuelve a aparecer en pantalla una figura femenina de suma importancia en el incipiente karate-punk: Julie Estelle –la chica de los martillos en Berandal– que interpreta a Rika, una asesina que se va a las manos con Uwais en una de las escenas finales de la película.
Por otra parte, Jailbreak, de Jimmy Henderson (Camboya, 2017) y Buybust, de Erik Matti (Filipinas, 2018) quizá sean los ejemplos más claros de explotation pura del cine de Evans. Son cuasi copias de Serbuan maut y Berandal: la primera, de dudosa calidad, transcurre dentro las asfixiantes paredes de una cárcel tomada en un motín, donde los protagonistas son policías que debe sobrevivir (¿les suena?) al asedio asesino de los prisioneros, y no ofrece más que algunos planos de secuencias bien ejecutados y ciertas coreografías con estilo. La segunda, sin dudas superior a Jailbreak pero aún lejos del alto nivel de The Raid o la potencia de Headshot, transcurre entre los pasillos y el chaperío de una villa filipina, donde un grupo de policías de elite quedan encerrados con los delincuentes locales que buscan asesinarlos de las formas más brutales posibles (¿les suena?). A pesar del intento de emular las virtudes de sus predecesoras, Jailbreak y Buybust son simples productos de explotación que sin la pericia tras la cámara de Evans o los Mo Brothers, ni la habilidad y el entusiasmo de Iko Uwais, Yayan Ruhian, Julie Estelle o Joe Taslim, quedan lejos del nivel más elevado que puede ofrecer el subgénero.
Corea, con su estilo particular de thriller/noir/artes marciales, produce desde hace al menos 10 años películas con escenas de acción que podrían enmarcarse dentro del karate-punk: desde las antes nombradas –A Bittersweet Life, The Man from Nowhere, No Tears for the Dead– hasta las más recientes como The Villainess (Jung Byung-gil, 2017), cuya escena inicial en POV, donde la protagonista asesina al menos a cincuenta tipos en un largo plano secuencia, exuda virtuosismo y originalidad, pero sobre todo sangre, sudor y muerte. O Revenger (2018), película dirigida por Lee Seung-won y protagonizada por Bruce Khan –con potencial para convertirse en la próxima gran estrella del cine de acción coreano–, que tiene todos los condimentos para engrosar la lista del cine de artes marciales punk –una sucia e infranqueable isla prisión como escenario principal, llena de presidios asesinos que quieren eliminar de las formas más doloras posibles al héroe de turno–, pero con batallas más estilizadas y un héroe ultraviolento pero casi intocable, al mejor estilo Steven Seagal.
La última gran película del karate-punk no podía provenir de otra parte del mundo sino de Indonesia, cuna de este estilo. The Night Comes for Us (2018), dirigida por uno de los Mo Brothers (Timo Tjahjanto) y con la participación de un verdadero seleccionado del karate-punk indonesio –Joe Taslim, Julie Estelle, Sunny Pang y, por supuesto, el infaltable Iko Uwais, aunque esta vez con un rol secundario–, es lo más cercano estética, técnica y espiritualmente a Serbuan maut y Berandal, sobre todo a la segunda, teniendo en cuenta que narra la historia de Ito (Taslim), un asesino de la tríada del sudeste asiático conocida como Enam Laut (Los Seis Mares), a quienes traiciona por salvar a una niña que esconde en su antigua casa en Yakarta. A partir de allí comienza la implacable caza de Ito por parte de diferentes agentes de la tríada, entre ellos, Arian (Uwais), un asesino de elite otrora compañero de Ito. The Night Comes for Us es un tour de force de violencia extrema y dolor, que no cualquier espectador podrá resistir, una película difícil en el más amplio sentido de la palabra, filmada con una pericia y un sentido de la ubicación en la puesta de cámara a la hora de mostrar peleas emocionantes, pero sobre todo comprensibles, que solo un Gareth Evans o la dupla Chad Stahelski/David Leitch podrían lograr. Por supuesto que The Night Comes for Us tiene un final a todo trapo, una batalla épica e interminable, cuasi gore, en una especie de taller mecánico lleno de fierros, mugre, polvo y grasa, lo que nos deja al protagonista más roto, sangrado, cansado, cortado, inflamado y sucio de la historia del cine de artes marciales. 100% karate-punk.
Pero además, en esta película podemos encontrar referencias a Muerte en Venecia (1971), de Luchino Visconti –no, claro que no es casual que suene el adagietto de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler en el final de una película en que un hombre muere cerca del agua por una niña que no conoce– y sobre todo algo que no abunda en este género: mujeres fuertes, activas, guerreras despiadadas, efectivas, y no víctimas. Acá las mujeres son victimarias, tanto las del bando de los buenos como los malos, y ya sabemos que la línea que divide a los buenos de los malos es un tanto borrosa en el karate–punk. Mención aparte merece Julie Estelle, una actriz que antes de su debut en el cine de artes marciales nunca había tirado una patada, y en la actualidad ya estaría mereciendo su propia película solista luego de haber encarnado a Hammer Girl en Berandal, Rika en Headshot, y habiendo protagonizado una de las mejores y más brutales escenas de acción contra dos villanas, en el papel de The Operator en The Night Comes for Us.
Como alguna vez le sucedió a Jet Li o a Tony Jaa, Iko Uwais ya traspasó las fronteras de Indonesia y llegó al mercado norteamericano. Y como Li y Jaa, sus películas filmadas fuera de Oriente con directores occidentales son mediocres, cuando no directamente malas. El verdadero problema es que no los dejan ser, no confían plenamente en ellos –siempre tienen que estar acompañados por un héroe blanco y occidental, el “chinito” solo como protagonista no garpa– no les dan la suficiente libertad para un papel protagónico, y las películas norteamericanas de artes marciales suelen ser chatas, básicas, sus directores –y principalmente sus productores– nunca arriesgan nada. Entonces no es casual que los mejores filmes de Jet Li fuera de su China natal hayan sido rodados en Francia –Kiss of the Dragon, por ejemplo– y que la mejor película de Tony Jaa fuera de Tailandia sea una producción China (SPL: Kill zone 2, 2015). En el caso de Uwais, hubo un intento de juntar a las tres estrellas orientales en ascenso (Tony Jaa, Iko Uwais, Tiger Chen) junto a los mejores exponentes norteamericanos del género (Scott Adkins, Michael Jai White) en una sola película titulada Triple Threat (Jesse V. Johnson, 2017), pero el resultado fue más bien flojo, desabrido, y aun peor cuando lo pusieron de ladero de Mark Wahlberg –otro héroe blanquito, buenmozo y occidental– en la fallida Mile 22 (Peter Berg, 2018).
Lo más interesante fue que el mundo entero conoció a la dupla Uwais/Ruhian gracias a una breve aparición en blockbuster universal conocido como Star Wars –puntualmente The Force Awakens (J. J. Abrams, 2015)–, donde interpretó junto con sus compañeros en Serbuan maut y Berandal (Yayan Ruhian y Cecep Arif Rahman) a unos piratas interestelares. Esto da una pauta de lo rompedora que fue The Raid en su momento. El propio Abrams dijo en una entrevista: “Vi la oportunidad, y como fan de lo que hicieron en la película de Gareth Evans, no lo dejé escapar (…) ʹDios, ¿te imaginas que están disponibles para que los contrate?’, pensé. Y para mi sorpresa, estuvieron encantados de participar y rodaron unas tomas simplemente increíbles. Han hecho un trabajo estupendo”.
Es posible que Netflix sea, en parte, culpable de la modesta popularidad del karate-punk al tener disponible en su plataforma de streaming películas como The Night Comes for Us, Headshot, Merentau, Buybust, Jailbreak o Revenger. Y además, en breve sumará una nueva serie de artes marciales llamada Wu Assassins que, si tenemos en cuenta el dato que indica que Iko Uwais será protagonista y productor, podemos imaginar por donde viene la cosa.
El karate-punk es un subgénero relativamente nuevo. Cuenta aún con pocos títulos, y lo que no se sabe a ciencia cierta es si habrá muchos más. Puede que mañana pase de moda, que fracase y los espectadores ya no estén tan sedientos de artes marciales ultraviolentas, y caiga en el pozo del olvido. O tal vez aparezcan nuevas y buenas películas durante un tiempo más, hasta su inevitable declive.
Lo cierto es que hasta el día de hoy ha dado tres obras maestras (Serbuan maut, Berandal y The Night Comes for Us) y un puñado de películas entre aceptables, mediocres y olvidables.
En literatura existe una ley llamada “ley de Sturgeon”, que nació a partir de una famosa cita del escritor norteamericano de ciencia ficción Theodore Strugeon: «El 90% de la ciencia ficción es basura, pero también el 90% del resto de la literatura es basura. Una vez aceptado esto hay que reconocer que el restante 10% de la ciencia ficción puede ser tan bueno como lo mejor del restante 10% de cualquier otro género literario». Esta misma ley puede aplicarse al cine de artes marciales, y puntualmente al subgénero karate-punk. Hay que meter la mano en el tacho de basura y revolver entre la mugre para encontrar algunas joyas al nivel del mejor cine mundial.
AHI UNA PELÍCULA QUE NO LOGRO ENCONTRAR…ES SOBRE UN ASESINO ALTERADO GENÉTICAMENTE QUE TIENE LA HABILIDAD DE DETECTAR MERCENARIOS, ESQUIVAR BALAS Y MATAR SIJILOSAMENTE EN PUBLICO..SU MAYOR PUNTO ES QUE EL ANTES DE ATACAR.. HACE SONAR SU COLUMNA VERTEBRAL Y MUEVE SUS HOMBROS Y UTILIZA SUS MANOS CON UN CUCHILLO ESPECIAL DE CARAMBYT.. EL PROTEGE A UNA NIÑA QUE SIEMPRE DEJA OBJETOS EN LA ARENA DEL MAR…CUAL SERIA ESTA PELICULA??
Me gustaMe gusta