El tiempo pasa – análisis del manejo del espacio-tiempo en el cine de Richard Linklater
Una de las cuestiones centrales del análisis cinematográfico es la articulación del espacio-tiempo. Esto es así en gran medida por la importancia que tiene este aspecto en el abordaje de otro de los elementos trascendentales del hecho cinematográfico: la puesta en escena.
El espacio y el tiempo cinematográfico aparecen entonces como categorías necesarias e inevitables. Definir esto como una instancia diferente a la real es el primer paso para poder comprender ambos conceptos. En pantalla, aun en los casos más extremos como el plano secuencia o la toma única, el tiempo sucede de otra forma. Se manipula y altera para ser sintetizado o exagerado. Es entonces aquí donde aparece de forma amplia el concepto de montaje; ya no como una cuestión técnica en la cadena de producción de un film, sino como una noción realizativa integral: la definición del quién, dónde, cuándo y cómo. En definitiva, el espacio y el tiempo cinematográfico surgen como elementos moldeables que se ajustan a la necesidad de cada relato y deberían ser representados de la forma más adecuada según los requerimientos historia. Noel Bürch explica esto con suma claridad en sus dos fragmentos de Praxis del cine: “Cómo se articula el espacio-tiempo” y “Nana o los dos espacios”[1].
Debido a la importancia que tienen estas categorías en el armado de la puesta en escena y en la estructura del relato es que muchos realizadores han recurrido a ellas para utilizarlas como elementos disruptivos frente a las estéticas más clásicas sobre el tema. Cineastas como Alain Resnais, Luis Buñel y François Truffaut han sido un claro ejemplo de esto.
En la actualidad, la crisis interna que atraviesa la industria cinematográfica y la necesidad de buscar incansablemente esa “efectividad” que atraiga al público ha ido generando diferentes experiencias con resultados disímiles respecto a una articulación menos convencional de estos conceptos (quizás el ejemplo más acertado para remarcar en este punto sea el caso de Christopher Nolan).
Ahora bien, por fuera de esa manipulación efectista del espacio-tiempo, hay un ejemplo extraño dentro de Hollywood; un realizador atípico, que ha construido una propia poética con la utilización extrema de estas categorías: Richard Linklater.
La saga “Antes…”
(ATENCIÓN: la nota contiene Spoilers)
En su trilogía Antes del amanecer (1995); Antes del atardecer (2004); y Antes del anochecer (2013), Linklater toma a dos personajes en tres etapas diferentes de sus vidas y nos narra un día en ellas. En cada película se plasman cuestiones generacionales y el autor utiliza a los protagonistas como un vehículo para hablar de él en tres momentos diferentes de su propia vida, centrándose siempre en la noción de la adultez.
La historia es la de Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy), dos personas que a lo largo 18 años viven diferentes experiencias, juntos y separados.
En el primer film, Antes del amanecer, Linklater relata el encuentro de Jesse y Celine en un tren rumbo a Budapest. Jesse fue abandonado por una novia que visitaba en España y Celine va a visitar a su abuela que vive en la capital húngara. Ambos comienzan a hablar, son veinteañeros, con sueños y diferentes proyectos. El tren hace una parada intermedia en Viena, donde Jesse debe descender. Ninguno quiere dejar de compartir ese momento, por lo que Celine cede y decide bajarse a pasar lo que queda del día con el muchacho que acaba de conocer.
A lo largo de esas escasas horas ambos personajes se conocen y se enamoran, de forma apresurada pero sumamente verosímil. Es 1995, no hay whatsapp, ni messenger. El único reencuentro posible parece ser entonces en aquella estación de tren donde se despiden, dentro de seis meses.
Hasta allí lo que podría ser una película más sobre un chico que conoce una chica, pero hay algo más. En todo el trayecto Linklater se desplaza por la ciudad con la cámara junto a los personajes; habla a través de ellos, nos cuenta ese miedo a lo que vendrá, esa inseguridad sobre el futuro incierto que sobreviene cuando ya no hay universidad ni exámenes. Es un mundo donde lo que queda es la salida y el encuentro con lo real y con uno mismo. La conformación de la propia subjetividad.
Pasan los años -nueve para ser exactos- y las cosas cambian. Ya no escribe solo Linklater la historia de estos personajes. Ahora tanto Hawke como Delpy se hacen cargo y exponen frente a la pantalla sus propias dudas y problemas existenciales. En esa famosa crisis de los treinta, Jesse y Celine se vuelven a ver en París.
No se encontraron como habían quedado aquella vez, cada uno continuó con su vida. Jesse es un escritor medianamente reconocido (la película comienza con él presentando un libro donde narra su primer encuentro con Celine). Ella es una militante social, que asiste a la presentación sin tener muy en claro por qué. En el medio de una lectura ante una serie de críticos, Jesse la observa entre el público e intenta disimular, pero no puede. Hay un tiempo muerto incómodo que dilata el encuentro inevitable. Jesse termina de leer y se acerca a Celine. Desde allí y hasta casi el final de la película ambos no pararán de hablar entre sí. Comparten su día en París. Ella le hace compañía y lo ayuda a hacer tiempo para tomar el vuelo de regreso a Estados Unidos. Jesse es padre, está infelizmente casado y todavía ama a Celine, a quien no conoce en absoluto (¿o sí?). Celine es incapaz de mantener algún tipo de estabilidad, tanto sentimental como laboral.
A lo largo de esas horas que dura el encuentro nos enteramos que la abuela de Celine falleció y por eso ella no estuvo en Viena ese día. Sabemos también que Jesse, a pesar de haberlo negado en un principio, sí estuvo allí ese día, esperándola.
Hay, llegando al final, un único momento de silencio donde los tres explican todo. Quizá el mayor acierto en una película donde se dialoga todo el tiempo es esa simpleza de contar sin decir. Entendemos entonces que Jesse ya sabe lo que tiene que hacer y que ese pasaje de avión quedará vacante. En la mirada, en los silencios, el trío continúa dialogando.
Si antes había sido todo un día, esta vez Linklater cambia y decide narrar todo en un símil tiempo real, apenas un fragmento de una tarde le alcanza para mostrarnos que la relación de los personajes puede ser igual de verosímil.
Otra vez, el tiempo pasa -otros nueve años-. Otra vez Europa, ahora, en las playas griegas, Jesse y Celine vuelven a encontrarse. En esta oportunidad no estamos frente a un encuentro físico, sino que el asunto pasa por otro lado. Sabemos de inmediato que él no se tomó ese avión en la película anterior, y que desde ese día ambos han estado juntos. Ahora Jesse y Celine son un matrimonio; tienen hijos y problemas mundanos. Ese mundo de anhelo se ha vuelto cotidiano. Linklater, Delpy y Hawke nos hablan entonces de otra crisis, la que posiblemente atraviese la mayoría de las parejas de su edad. Se trata entonces de percibir qué hay detrás del amor, cuando el otro ya no es algo deseado, sino la realidad de todos los días. El objetivo es conocer si Jesse y Celine realmente pueden estar juntos y seguir así. El final, que no tiene ningún sentido arruinar, es sublime.
Esta experiencia de Linklater respecto al manejo del tiempo se asemeja a lo que alguna vez hizo Truffaut con la saga de Antoine Doinel, solo que esta vez los personajes no son meramente un álter ego del realizador, sino también de los actores, en un proceso más colectivo y generacional que personalista. A Linklater le alcanza con narrar cinematográficamente tres días en casi seis horas de duración para transmitirnos esta historia. Podría haber hecho lo que hizo todo junto, con un poco de tiempo entre película y película, pero decidió otra cosa. Optó, en última instancia, por esperar y transitar dieciocho años, para madurar; tanto él, como los personajes y los actores. Observamos de esta forma una utilización y recategorización del tiempo cinematográfico en contraposición al tiempo real.
Finalmente, Jesse y Celine podrán existir mientras vivan Hawke y Delpy, en un relato cuya única finitud estaría dada por la moratoria vital. Jesse y Celine tienen hijos en la universidad, el famoso nido vacío. Jesse y Celine son abuelos. Y así, casi ad eternum en una historia que podría incluso extenderse a futuros protagonistas de un spin-off.
El extremo: lo único en Boyhood
Hasta el caso descripto en la trilogía mencionada podríamos hablar de una saga de excepción, atípica, pero no única. En Boyhood Linklater decide tensar estas ideas aún más y desarrollar un ejemplo que, a riesgo de poder equivocarme, aparece como único en la historia del cine: una ficción filmada durante casi doce años.
De este modo, el realizador opta por construir de forma cinematográfica el paso de la niñez a la adultez con una decisión ideológica más propia del documental que de la ficción. Sigue entonces a Mason (Ellar Coltrane) haciendo parte al espectador de la vida de este personaje a través de diferentes momentos en su vida: la relación con sus padres separados, las mudanzas, los cambios escolares, el primer amor, la primera decepción, lo incierto del futuro. En definitiva, se trata de todo ese cambio que atraviesa Mason en doce años, y que solo puede resultar tan verosímil y real porque el propio Ellar Coltrane, de alguna manera, recorre ese trayecto. Es una ficción documentada. Una ingeniería de la utilización del tiempo cinematográfico imposible de concebir sin una paciencia envidiable.
En Boyhood todos los personajes cambian. Todos tienen matices y todos expresan sus problemas generacionales. El proceso de filmación, las decisiones realizativas y todas las cuestiones que trascienden a lo que se observa en la pantalla son indisociables de la imagen, porque se transforman en elementos palpables. Se trata, sin dudas, de una película sobre la espera.
Para finalizar, creo que hay dos ejemplos que permiten comprender en su máxima expresión lo que piensa Richard Linklater sobre la utilización del tiempo cinematográfico. El primero de los casos está en el inicio de un documental que narra la relación y el vínculo entre el realizador y James Benning. Al comienzo del film ambos dialogan respecto a qué es el tiempo para ellos. En ese diálogo concluyen que en realidad lo único que existe es el presente, un único punto muy pequeño. Todo lo demás, sea que se ubique por detrás o por delante de ese punto, será pasado (a recordar u olvidar) o futuro (impredecible). El segundo ejemplo lo encontramos en la conferencia de prensa que brindó el realizador a propósito del estreno de Boyhood en el festival de Berlín. Casi al finalizar la charla, uno de los periodistas le preguntó a Linklater qué futuro esperaba para Mason luego del final de la película, a lo que este respondió: Bueno, quizá viaje a Europa, se suba a un tren rumbo a Viena y conozca una chica.
[1] Noel Burch. (2008). Praxis del cine. 9ª Ed. Madrid: Fundamentos.