Tiempo de revancha, simetría y elipsis

La doble narración de Tiempo de revancha es uno de los efectos que hace que se la considere una de las mejores películas del cine nacional. La cinta de Adolfo Aristarain se estrenó en 1981, en el contexto de la última dictadura argentina. Según palabras del propio director, el gran éxito de la película los protegió de la censura. El guion no tuvo cortes, a pesar de que mostraba las tensiones de la época, quizá de modo metafórico o simbólico, pero como un claro catalizador del proceso cívico-militar que sacudió a la Argentina entre 1976 y 1983. Una grieta inconsciente se le evadió a la censura al no ver escenas de sexo o desnudos, policías o disidencias políticas explícitas, nada que se pudiera cortar o prohibir. Sin embargo…

El Estado pantanoso

Tiempo de revancha es la historia de una estafa al poder económico, a las grandes empresas multinacionales que el Estado protege en detrimento de los trabajadores que, en apariencia, no quedan bajo su tutela. El desinterés estatal es pantanoso, y solo la solidaridad de los pares puede revelar la forma de superar los abismos sociales o políticos o los conflictos personales.

Se trata de la confrontación con el poder económico, una arista muy trabajada por el director en sus películas. Un litigio laboral para sacar una tajada de la empresa, al inicio germinado en la cabeza de un compañero del protagonista, es el marcador del suceso que determinará el silencio frente a las instituciones democráticas que están suspendidas, la ausencia del Estado y el accionar de las empresas corruptas.

Bengoa (Federico Luppi) vive una desilusión sobre su pasado sindicalista, un quiebre en la relación con su padre, una traición a sus propios principios, pero también un temor opresivo y lógico por su futuro. La película abre interrogantes sobre los fundamentos personales, hasta cuándo el hombre es capaz de enterrarlos sin padecer el precio que se debe pagar, porque todo tiene un precio. Bengoa paga un precio radical y pierde un amigo, cuya muerte es una muerte más para las empresas enviciadas o los poderes de facto. El miedo es una constante en casi todos los personajes y en la precariedad de las situaciones y el estado de vigilancia. Es el miedo presente en una parte de la sociedad que clama en silencio y mira aterrada mientras que otra parte hace sus compras navideñas y colabora en la construcción de caracteres dóciles y disciplinados. Tiempo de revancha juega con la simetría entre ficción y realidad, incluso con algunas escenas muy jugadas para la época.

La película refleja todas esas elipsis en medio de la dictadura cívico-militar que imperaba en Argentina, aunque ya en decadencia, de modo que, sin aludir directamente, el personaje-individuo que no cede frente al chantaje, a la amenaza, de algún modo está venciendo y, al mismo tiempo, da paso y escape al dolor de un pueblo que en 1981 no podía pasar inadvertido. Bengoa se aferra a su derecho de resistencia a la opresión y a los «actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático» que marca la Constitución Nacional. En ese andar aparece el abogado Larsen (Julio De Grazia), para quien la justicia o la posibilidad de justicia oscila en la frontera de sus escrúpulos y sus tentaciones. En esas instituciones democráticas que se encuentran embarradas en el pantano del Estado, Larsen es la mejor identificación de cómo puede ser el humano, a veces sagaz, pícaro, contradictorio, a veces idealista, utópico, casi honesto.

Llevando al cine los conceptos del lenguaje según Bajtín, aquellos que hablan de los principios ideológicos que refractan valoraciones en el contexto cultural y construyen conciencia individual y social, la palabra es el objeto que da contenido, tanto cognitivo como ético. En esta interacción, escuchamos el texto –o al protagonista de la trama– y su contexto de situación. En Tiempo de revancha se establece una frontera entre nuestro héroe y sus deseos en un contexto desesperanzado y soterrado de denuncia social. Pero ¿dónde quedan las palabras de Bengoa que reflejan esa denuncia? En la resistencia frente al sistema, en el acto de quedar mudo, de quedar sin habla frente al poder, el miedo, los espacios amenazados y las sociedades dormidas en el susurro del silencio. Solo cuando siente el grito ahogado de su propia revancha final decide dejar salir la voz, tapada y sorda porque Bengoa ya no habla, y luego opta por callar para siempre, literalmente.

La economía de recursos hace que Aristarain cuente la trama argumental haciendo uso de las elipsis. Sin contar mucho, la oposición y la lucha expresan el encierro de Bengoa, su autoimposición simbólica, el confinamiento, la represión sobre la libertad de los cuerpos, las relaciones colectivas, el capitalismo dominante, la «timba financiera», el hartazgo obrero, el Derecho laboral y el mundo del trabajo mezquino para el trabajador.

El carácter individual del personaje de Luppi, producto de esa contrariedad sobre el pasado, va quedando atrás hasta volver a encontrar el vínculo con sus compañeros de trabajo. Resurgen la duda, la decepción consigo mismo, las sospechas sobre el abuso de la empresa, el desengaño frente a una realidad de las instituciones totalitarias que abruma y ensordece y, sobre todo, aquella actitud combativa que compartía con su padre anarquista.

Tiempo de revancha se estrenó con éxito y cosechó buenas críticas y muchos premios de la Asociación de Cronistas de Cine de la Argentina y de los festivales de Montreal, San Sebastián, La Habana, Cartagena y Biarritz. Hoy en día, podemos observar que también puso de relieve otros cánones que se gestaban en aquella Argentina de finales de los 70 y principios de los 80, además de los melodramas familiares y católicos que llenaron por muchos años las tardes de sábado de cine y justificaron un relato de poder. El público vio una historia directa y honesta, con la que podía identificarse.

La productora Aries, con Héctor Olivera a la cabeza, supo colocar la película en el mercado, y las figuras que amalgamaron el relato funcionaron muy bien como estímulo emotivo para las generaciones que creyeron en una historia muy cercana que conducía a una contralectura obligada, contada con la maestría de Aristarain.

Incluso hoy, que ha corrido mucha agua bajo el puente y las sensibilidades pasan por otros lados, la historia continúa siendo un llamado a las conciencias colectivas para reflexionar sobre la inobservancia latente del Estado cuando los poderes económicos atropellan cualquier derecho fundamental. Un ejemplo muy sencillo en el interior del país es la vulneración de los derechos de la ciudadanía al no poder acceder a un servicio de transporte público con continuidad y regularidad, y la vista gorda que hace el Estado al no velar por los usuarios. Otra vez, el pantano, donde las personas comunes debemos vadear innumerables escollos solo para llegar al trabajo y cumplir con una jornada laboral más. El manejo irregular por parte de las empresas y las municipalidades impacta de lleno en la vida cotidiana de las familias (el trabajo, la salud, la educación) y en una sociedad que podamos concebir como justa y respetuosa.

Luppi y De Grazia estuvieron acompañados por Haydée Padilla, como la esposa de Bengoa; Rodolfo Ranni, como el jefe de personal; Ulises Dumont, como el excompañero de andadas sindicales que lo invita a planear el accidente; Joffre Soares, como el padre; Aldo Barbero, como el ingeniero a cargo; Enrique Liporace, como el ingeniero capataz, y Arturo Maly, como el abogado de la empresa.

En este 2021 se cumplen 40 años de su estreno y muchas de esas caras ya no nos acompañan. Los aniversarios son buenas razones o excusas para descubrir o redescubrir una obra o un director. La invitación está hecha.