Mute: Sci-fi antojadizo

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¿De qué sirve ambientar una película en el futuro si ese futuro no gravita para nada en la trama? ¿Cuál es la gracia de transformar al protagonista en practicante de una religión particular si esto tampoco es relevante en la historia?

La nueva obra cinematográfica de Duncan Jones –el hijo de uno de los más grandes músicos de la historia de la humanidad, también conocido como David Bowie– es una historia con estética de ciencia ficción al estilo cyberpunk que tranquilamente podría haber transcurrido en la Inglaterra de los 80 o en los Estados Unidos del 2018, pero sin embargo, transcurre en una Berlín del futuro. ¿Para qué? Para nada. ¿Por qué? Supongo que Netflix tiene mucha plata para invertir y sus popes entienden que todo lo que sea similar –en cuanto a estética y ambientación– a Blade Runner 2049, o remita de alguna forma a la ciencia ficción futurista, automáticamente va a ser atrayente para el espectador. Incluso, la idea original de Jones era filmarla en la Londres contemporánea. Pero alguien se encaprichó en que todo pasara en un futuro. Al pedo.

Mute cuenta la historia de Leo (interpretado por el sueco Alexander Johan Hjalmar Skarsgard), un joven de familia amish que de niño sufre un accidente que lo deja mudo. En realidad la ciencia médica podría haberlo salvado, pero no lo hace por decisión de la madre, y es ahí es donde aparece por primera y única vez con fuerza el peso de su religión. Los amish son un grupo etnoreligioso protestante que se caracteriza por ser una comunidad cerrada con su propio idioma (el deitsch), un “ordnung” o código de conducta propio, al igual que una estética particular (vestimenta, barba) y unas costumbres muy particulares que los llevan a rechazar cualquier tipo de tecnología, desde lo más básico como la electricidad hasta, incluso, en los casos más extremos, el automóvil, la tecnología smart y la ciencia médica moderna. Es por esto que la madre de Leo no permite que operen a su hijo y le salven las cuerdas vocales dañadas en el accidente.

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Una elipsis nos envía treinta años al futuro y de esta forma nos enteramos de que ya es un adulto que trabaja de barman. Leo es mudo y está de novio con Naadirah (Seyneb Saleh), una excéntrica camarera de pelo azul que parece tener un pasado turbio y algunos muertitos en el placard. Un día Naadirah desaparece y Leo se transforma en el héroe que debe rastrearla y salvarla de los malos.

Hablando de los malos, Paul Rudd en su papel de Cactus, el villano y antagonista, es de lo mejor de la película, un personaje bien compuesto, mejor interpretado, pero sobre todo creíble y carismático, a pesar de tratarse de un maldito desquiciado. Y siguiendo con los villanos hay un trío de personajes que se intuyen, como mínimo, desperdiciados: en una secuencia dentro de un bar aparecen tres pandilleros mezcla de yakuzas y neonazis, con la boca pintada con una especie de barbijo negro y los ojos por completo blancos que lo que hacen es… nada. Estéticamente son increíbles y uno como espectador espera que hagan algo espectacular, o cuanto menos algo un poco más sugestivo que solo mirar de forma intimidante –y freak, con esos ojos lechosos–, y más cuando un personaje amenaza con soltarles la correa porque son muy peligrosos. ¿Cuál es el chiste de amagar con esos tres personajes que a priori resultan atractivos para finalmente dejar todo en la nada?

Tenemos entonces a un joven amish practicante –hay una escena que por lo torpe resulta graciosa: el mozo de un restaurante se da cuenta de que Leo es un amish ortodoxo solo porque elige sentarse de espaldas al televisor– que se desenvuelve en un mundo futurista rodeado de tecnología, pero a causa de su religión no usa celulares y reniega de lo tecno en general. Así contado resulta sugestivo, por los problemas y los inconvenientes a los que uno imagina que podría someterse al personaje principal y a quienes lo rodean.

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Pero no. Nada de esto le representa un verdadero problema al protagonista, apenas si le provoca algunas peripecias y breves retrasos. Resulta que la tecnología no es tan imprescindible como nos la querían vender y, por ejemplo, Leo, un amish ortodoxo y mudo, puede vivir de lo más tranquilo prescindiendo de ella. Trabaja, tiene casa, novia, un hobby –tallar madera– no parece faltarle nada.

Su mutismo tampoco es un obstáculo insalvable. Es más, el hecho de que la tecnología sea táctil le facilita bastante las cosas. Solo en dos oportunidades el no poder hablar se trasforma en un impedimento para comunicarse por medio de la tecnología, pero ambas se intuyen forzadas –en un mundo de pantallas táctiles y tecnología digital, de repente algunas máquinas le piden que utilice la voz, por expreso pedido del guionista, imaginamos– y las soluciona de manera relativamente fácil.

Pensándolo bien, todo hubiese sido mucho más difícil para el amish mudo en la Inglaterra de los años 80. En Mute, Leo busca a su amada con la ayuda de computadoras, tablets, smartphones, pantallas táctiles de todo tipo. En los 80 solo hubiese podido recurrir a la guía telefónica y al teléfono de línea, y ahí sí se le hubiese complicado de verdad, y tal vez la película de Duncan Jones –la que él en realidad quería hacer– hubiese sido mucho más interesante que esta historia de ciencia ficción netflixificada.

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Otro detalle en la construcción del personaje que al inicio del relato parece revestir importancia es su orientación religiosa y cultural. Si bien es cierto que Leo pierde la voz para siempre a causa de la fe de su madre, durante el resto de la película su religión es solo un adorno más.

¿En qué momento el hecho de ser amish entra en conflicto con el entorno, con otros personajes o consigo mismo? En ninguno, porque el héroe en cuestión reniega de la tecnología pero apenas Naadirah desaparece recurre a ella para buscarla, sin mucho remordimiento que digamos. No hay verdadero conflicto, no hay grandes problemas, más bien parece que solo sirve como excusa para intentar dotar de profundidad a un personaje frío y poco carismático.

Y con todos estos problemas el tercer acto no podía ser más que decepcionante, con un anticlímax larguísimo, innecesario, un final que te hace perder el interés apenas el personaje más interesante de la película –Cactus, por supuesto– deja de aparecer en pantalla.

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Uno espera que si enfrentan al protagonista contra todo un hatajo de maleantes armados hasta los dientes solo con un gran palo tallado, al menos las peleas sean violentas, o crueles, o como mínimo bien coreografiadas. Nada de esto pasa, por supuesto. Y para colmo, la pelea con el más poronga de los matones se da fuera de cuadro, lo que hace que todo sea aún más decepcionante.

Habíamos depositado bastante fe en Jones, por lo demostrado en Moon (2009) y Source Code (2011), porque es un director joven y con buenas ideas y porque lleva en las venas la sangre de un artista inconmensurable. Lamentablemente, Mute, a pesar de su estética impecable y ese arte cyberpunk que nos hace agua la boca con sus luces de neón, se suma a las decepciones “originales de Netflix” de los últimos meses, junto con Bright (David Ayer) y The Cloverfield Paradox (Julius Onah).