La muerte no existe y el amor tampoco: negar para afirmar
“¿Sos feliz?”, una pregunta muy simple y a la vez imposible de responder. ¿Qué es la felicidad?, ¿supone un estado permanente? Tiendo a pensar que no, que en general vivimos una vida que oscila entre momentos felices y tristes y que el promedio de esa oscilación es la respuesta a la pregunta y que por eso ser feliz o no serlo varía constantemente. De alguna manera percibo que la segunda película de Fernando Salem (Como funcionan casi todas las cosas, 2015), basada en la novela Agosto de Romina Paula, presenta una idea similar.
“¿Sos feliz?”, le preguntan a Emilia (Antonella Saldicco), la protagonista del film, y ella no sabe qué responder. También ella se lo pregunta a varios personajes con los que se reencuentra cuando vuelve a su pueblo natal en la Patagonia para inhumar los restos de su mejor amiga fallecida. A todos les cuesta responder.
Hay una suerte de introspección cinematográfica que va más allá de lo discursivo en el planteo de la película. Salem parece querer entrar todo el tiempo en los personajes, en sus emociones, y que el espectador pueda saber efectivamente si son o no son felices. Ahí está la mayor virtud pero también, a mi modesta forma de ver, el principal defecto de la película.
Es virtuosa la cercanía porque nos encariñamos con los personajes y sentimos con ellos, pero bajo esa intención, cuando no es muy medida la intervención, muchas veces se lo fuerza al espectador a querer compartir esa intimidad y se pierde la posibilidad de darle otro despliegue visual al escenario donde transcurre la historia. Que esto pase en la Patagonia, que sea árido, que sea hostil no es casual. Los personajes que están allí parecen estar cumpliendo una suerte de penitencia. Emilia, en cambio, va a ese lugar de castigo pero para poder salir, quizá buscar un mejor trabajo, quizá dejar una relación que puede resultar amorosa donde ya no queda amor. La película, al abusar de los planos cortos, pierde el espacio y su riqueza visual y narrativa.
Por un lado, están los padres de Andrea (Justina Bustos), Jorge (Osmar Nuñez) y Úrsula (Susana Pampín), quienes parecen culparse y reprocharse la muerte de su hija. Ambos se imponen un castigo, la reclusión en ese hogar en donde afloran todo el tiempo los recuerdos de su hija que no está y el letargo de una vida posible que ya no lo es. Luego está el padre de Emilia (Fabián Arenillas), quien se impone por comodidad el alejamiento de todo aquello que le puede traer dolor, formó una nueva familia que Emilia no conoce y se ha alejado de Jorge y Úrsula, quienes criaron a su hija cuando él como padre soltero debía trabajar. Finalmente está Julián (Agustín Sullivan), el novio de la adolescencia de Emilia que volvió al pueblo y terminó formando una familia por accidente; él también se impone ese castigo, quizá por la culpa de no haber seguido a Emilia o por haber sufrido su abandono.
En este sentido el film de Salem gana cuando nos permite estar cerca de estos personajes, ver qué les pasa y cómo interactúan entre sí, pero pierde cuando busca forzar esa cercanía con el exceso de los planos cortos y la ambientación sonora. La falta de acción o peripecia en la película lo obliga a eso, está claro, pero muchas veces no funciona y le quita importancia al escenario donde transcurre el relato que queda un poco desdibujado.
La construcción de los personajes es sutil y completa. Alcanza pequeños gestos y detalles para darnos una idea que quiénes son estas personas y cómo caracterizarlos, y eso es notable. Luego hay ciertas cuestiones de tono e interpretación que entran en el código de la novela y su autora. Es claro que Saldicco compone su personaje en clave a una Romina Paula joven, pronuncia sus diálogos como si fuera ella, gesticula como ella y tiene esa misma impunidad en la expresión tan notoria de la actriz y autora del texto original (es más, en muchos diálogos de los personajes los mohínes literarios de Romina se filtran). En la única escena que ambas comparten en la película el asunto se vuelve casi meta. Por supuesto, esto no es bueno ni malo, es solo una particularidad en el registro y en cierta manera de definir la expresión de la protagonista que puede no resultar atractiva para todos los espectadores.
Más allá de esto, La muerte no existe y el amor tampoco es una bella película, emotiva, graciosa cuando debe serlo y con secuencias memorables como cuando Emilia va a comer con la nueva familia de su padre. Salem niega para afirmar, la muerte existe y el amor también. Vale la pena verla, preguntarse a uno y a los demás si es feliz y, sobre todo, escuchar la hermosa música que compuso Santiago Motorizado.