Good Omens: Belcebú tiene un demonio reservado para mí.
Neil Gaiman, co-autor de la novela, guionista y showrunner de Good Omens, es uno de los autores más importantes de los últimos 30 años. Nótese que a esta frase usualmente se le agrega “de fantasía”. No entiendo por qué. Cuando el autor no es de policiales, ciencia ficción o fantasía, es universal y no pertenece a ningún nicho. Pasa lo mismo cuando el autor supera el umbral y se convierte en “universal” como Ray Bradbury o George Orwell.
Pero, disquisiciones aparte, les decía que Gaiman es un crack. Su carrera como guionista de cómics es extensa, pero siempre se citará su obra magna del género, que fue The Sandman, editada desde 1989 hasta 1996 y considerada unánimemente como un clásico. Un pináculo.
En 1990, escribió junto a Terry Practchett su primera novela y nuestro asunto del día: Good Omens. Pratchett es un asunto curioso para el lector argentino; hasta finales de los setenta tuvimos una industria editorial poderosa, que incluso llegó a exportar los libros a Iberoamérica. Las grandes editoriales trabajaban desde aquí. La colección Minotauro, de la mano de Francisco Porrúa, sin ir más lejos, nació en Buenos Aires, y divulgó a los grandes autores de ciencia ficción y muchos de fantasía. Luego, todo cambió, y fue peor. En el año 2011, me canso de decirlo, no se podía conseguir en Buenos Aires Canción de Hielo y Fuego I, titulada Juego de Tronos.
Terry Pratchett publicó El color de la magia, primera novela de su saga de fantasía Discworld en 1983. Fue el autor inglés más vendido de la década del noventa con, atención, 85 millones de ejemplares vendidos en 37 idiomas. La saga Discworld abarca 41 libros, y es un hito por derecho propio. Dudo que encuentren más de un libro de Pratchett por estos lares.
¿Por qué es importante todo esto? Porque Good Omens es una novela conocida en todo el mundo. Eran dos gigantes cuando se juntaron a escribirla, y ha estado en planes de adaptarla desde hace años. Fue incluso uno de los tantos proyectos fallidos de Terry Gilliam.
Gaiman y Practhett comparten cierto tono, que se emparenta con el de Douglas Adams, autor de The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy: grandes temas, metafísicos inclusive, en entornos genéricos como son la fantasía y la ciencia ficción, atravesados por el humor absurdo, que no poco le deben al legendario grupo Monty Python.
Y es así que llegamos a la miniserie en sí, llevada adelante por Neil Gaiman, como último pedido del fallecido Pratchett, con elenco de lujo, presupuesto modesto, premisa grandilocuente y música de Queen, como chiste sin explicar, a todo trapo.
El Armagedon se acerca. El hijo del Satanás ha nacido y la guerra prometida entre todos los ángeles del cielo y los demonios del infierno, se aproxima a alta velocidad. La humanidad es prescindible en este conflicto, si no fuera porque entre nosotros caminan hace 6000 años Aziraphale (Michael Sheen), un atildado, bon vivant y pulcro angelito, Guardián de la Puerta del Este del Viejo Jardín del Edén y Crowley (David Tennant), un demonio que en épocas remotas fue la serpiente que tentó a Eva con una manzana del árbol prohibido. Ambos representan respectivamente al cielo y al infierno en este mundo. Y se han encariñado con él.
La serie sucede en el presente, con múltiples flashbacks a los diversos encuentros que han tenido durante la historia Aziraphale y Crowley. Lo que da inicio a todo es la llegada del Anticristo, el hijo de Satanás, a la Tierra. El plan infernal para desatar el Armagedon es calcado de La profecía (Richard Donner, 1976). El Anticristo debe ser criado como el hijo del embajador de Estados Unidos en Inglaterra. Pero las monjas satánicas de la Orden Charlatana de San Beryl confunden los bebés y el vástago de la oscuridad termina en una sencilla familia de la campiña inglesa. Es llamado convenientemente Adan, y tiene tres amigos, con los cuales conforma su pandilla.
Aziraphale y Crowley, confabulando contra el “Plan Divino”, se proponen evitar a toda costa la guerra y mantener en pie a la Tierra y a la humanidad. La pasan demasiado bien acá. Creyendo que Warlock, el hijo del embajador, es el Anticristo, se plantean influir en su crianza, para que no se le ocurra destruir todo. Cuando llega la fecha señalada en la que se presentará el Sabueso del Infierno para proteger a su amo, y el pichicho hace mutis por el foro, se dan cuenta de su error, y pronto, su posición relativamente relajada en la Tierra se ve comprometida por la vigilancia del arcángel Gabriel (Jon Hamm) y el Duque del Infierno Hastur (Ned Dennehy), que no le guardan simpatía a sus subalternos.
Para enmendar el error, Crowley y Aziraphale se valen del Ejército de Cazadores de Brujas, compuesto por Shadwell (un genial Michael McKean) y Newton Pulsifer (Jack Whitehall), y terminarán recibiendo la asistencia de la bruja Anathema Device (Adria Arjona) y de la médium Madame Tracy (Miranda Richardson).
Al mismo tiempo, los preparativos para el Armagedon conllevan la cabalgata de los cuatro jinetes del Apocalipsis, Guerra (Mireille Enos), Hambre (Yusuf Gatewood), Contaminación (Lourdes Faberes) y Muerte (la voz de Brian Cox). Todos son citados mediante una encomienda de Fedex, tercerizada por las legiones celestiales para la ocasión. El simpático cartero (Simon Merrels), entrega los atributos a cada uno de los jinetes.
Y sin embargo, y frente a toda la amplitud de la trama que puede imaginarse con la posibilidad del Fin del Mundo, ángeles y demonios, la voz de Dios (Frances McDormand) y hasta la de Metatron (Derek Jacobi), lo más importante es la relación entre Crowley y Aziraphale. Parte amistad, parte romance sin consumar, su vínculo tiene el punto más alto de la miniserie entera, en la presentación del capítulo 3, que se extiende por media hora, mostrando sus encuentros durante la historia del mundo.
El tema central de la miniserie es la negación ante los destinos predeterminados. El demonio y el ángel no deben relacionarse, pero lo hacen, a tal punto que, para pasarla bien, se turnan en sus trabajos y ambos realizan milagros o tentaciones, la tarea del otro, para ahorrarse un viaje o trabajar menos. No deben amar a la humanidad ni disfrutar de placeres terrenales, y sin embargo, ahí están, comiendo crepes en París durante la Revolución francesa. Asimismo, el Anticristo niño, Adan, se niega a aceptar a su padre mitológico (no puedo poner biológico sin que sea un oxímoron). Pulsifer ama a una bruja, en vez de cazarla. Shadwell, por su parte, convive con una médium. Ninguno hace lo que debería hacer. Son terrenales, tentables, glotones: humanos.
Los verdaderos antagonistas son los que interpretan el plan inefable de Dios, sin chistar. Así, el CEO del cielo, el arcángel Gabriel, cumple el papel del ejecutivo de la corporación que hace lo que piensa que su jefe quiere, pero en realidad, no entiende ni sabe qué está haciendo. El duque Hastur, una pestilencia andando y Belcebú, Príncipe del Infierno, también bailan al son de una tonada que no escuchan.
La serie es un sándwich. Cuatro primeros capítulos brillantes que se coronan cuando Crowley se abre paso por el “Anillo de Fuego” que rodea la ciudad de Londres al son de I’m In Love With My Car, de Queen. Luego tenemos el clímax, paradójicamente anticlimática. Dura un capítulo y medio, y es de lo peor de la miniserie. Esta resolución floja, abre paso a un epílogo infinitamente mejor, una resolución a la altura de las expectativas.
La constante utilización de la música de Queen, que suena en el Bentley de Crowley, no está explicada en la miniserie, y es un guiño a los lectores de la novela. Pista: no es un homenaje, ya que Gaiman no es precisamente un fan.
Está dirigida en sus seis capítulos por Douglas Mackinnon, un veterano de la TV inglesa, que cuenta en sus créditos con cientos de capítulos; se destacan su trabajo en Sherlock (The Abominable Bride), Doctor Who (ocho episodios de las épocas de Russel Davis y Steven Moffat) y varias más, incluyendo Line of Duty, Outlander, Dirk Gently y Knightfall. Mackinnon es un experto en hacer rendir un presupuesto limitado. Esto no es HBO ni Game of Thrones ni pretende serlo. Se nota el cuidado en el arte y en la puesta, usualmente austera, pero utilitaria.
Párrafo aparte para David Tennant, que disfruta cada momento de su demonio. Desde mentir a sus superiores, castigar a sus plantas o pasar el rato con Aziraphale, Crowley es otro acierto del actor escocés, que erigió una carrera notable por saber exactamente en qué papel se va a destacar. Desde el recordado décimo Doctor Who –uno de los favoritos de la historia–, pasando por Kilgrave, el hombre Púrpura, tal vez sea el mejor villano que haya dado el universo Marvel, hasta su torturado policía en Broadchurch, que coprotagonizó con la enorme Olivia Colman: Tennant está siempre bien.
Michael Sheen, que juega a Aziraphale en un tono menor, convierte al ángel en un personaje adorable, y a pesar del coprotagonismo manifiesto, sirve para gran lucimiento de su partenaire. Michael Sheen es un gran actor, con una carrera increíble, que incluye películas como The Queen (Stephen Frears, 2006), Frost Vs Nixon (Ron Howard, 2008), las sagas Crespúsculo y Underworld, series como Roma (HBO), Masters of Sex y The Good Fight. Good Omens es otro hito en una carrera brillante.
Junto con Chernobyl, Good Omens reaviva en este 2019 una forma de producción ilustre: la miniserie. Neil Gaiman, que se embrolló llevando a la pantalla American Gods, su otra novela pero en formato de serie, debería considerar esta manera limitada, casi pequeña, que no augura un gran fandom, pero que resulta la mejor forma de hacer justicia a una novela, y sobre todo, permite tentar a grandes talentos a participar en ella.