Alien Romulus: capital (in)humano

A la memoria de Da Vinci,
que siempre estaba conmigo cuando escribía

Alien$

El universo de Alien, surgido de la mano del maestro Ridley Scott en 1979, lleva ya su buen tiempo recorriendo vericuetos que no le hacen justicia a la obra original. En este sentido, tiendo a considerar que Aliens (James Cameron, 1986) ha sido la principal responsable de apartar a la historia del horror cósmico para encasillarla en el género de acción.

Cuenta la leyenda que, durante la presentación de su idea para una secuela, James Cameron escribió en una pizarra la palabra Alien. Luego sumó una s al final para demostrar cómo arrastraría ese universo desde lo misterioso hacia lo estridente: Aliens. Los ejecutivos de la desaparecida 20th Century Fox no parecieron muy impresionados. Entonces Cameron jugó su carta final: tachó con una línea vertical la s para convertirla en un signo sumamente redituable: Alien$. Con este giro, el organismo perfecto perdió su condición ominosa para convertirse en un mero objeto de disección para científicos o de ejercicio de tiro para marines.

Hubo que esperar a que Ridley Scott regresara para encauzar la historia con Prometheus (2012) y Covenant (2017), reseñadas ambas para la 24 Cuadros por el Kapellmeister Mariano Castaño. Si bien es cierto que el desarrollo narrativo de estos filmes exhibe numerosos puntos flojos, las películas destacan no solo gracias al buen arte del director, sino también por los planteos filosóficos que proponen en torno a lo humano y lo no humano.

No más marines ni depredadores

Alien Romulus —dirigida por el uruguayo Fede Álvarez y estrenada en cines argentinos en agosto de 2024— procura regresar a las bases. Desde lo estético, la historia recupera la tecnología retrofuturista de los transbordadores interplanetarios con monitores de fósforo y los synthetics de Weyland-Yutani —primos hermanos de los replicants producidos por Tyrell— que actualizan su sistema operativo mediante microbandejas de CD. En lo narrativo, el relato combina la claustrofobia que desprenden los pasillos de una estación científica abandonada con la adrenalina que derraman las ametralladoras capaces de acribillar enjambres de xenomorfos.

Con respecto a lo actoral, la película se sostiene sobre la excelente interpretación de David Jonsson y Cailee Spaeny —quien viene de lucirse en esa película profética llamada Civil War (Alex Garland, 2024)—. Cailee Spaeny interpreta a Rain Carradine, joven nacida en Jackson, colonia minera en el espacio exterior bajo el control de Weiland-Yutani. David Jonsson a su vez da vida a Andy, un synthetic defectuoso al que Rain cuida como si fuera su hermano. Andy y Rain buscan iniciar una vida mejor en Yvaga, un asentamiento lejano, mucho más feliz y luminoso que Jackson. Sin embargo, Weiland-Yutani los obliga a cumplir con una cuota excesiva de trabajo que los mantiene cautivos. En ese momento, sus amigos Tyler (Archie Renaux), Kay (Isabela Merced), Bjorn (Spike Fearn) y Navarro (Aileen Wu) los contactan para proponerles un plan de escape. Los amigos han detectado la señal de lo que parece un enorme carguero de Weiland-Yutani que ha penetrado la órbita de Jackson. El plan consiste en visitar la nave abandonada a fin de reciclar las piezas que necesitan para trasladarse hasta Yvaga. Las cosas, por supuesto, no serán tan sencillas. Cuando los miembros del grupo arriben a la nave, descubrirán que aquello que ha arrasado con la tripulación del transbordador también intentará eliminarlos a ellos.

Si consideramos todos estos aspectos, Alien Romulus supera con lo justo a sus predecesoras. No innova: se limita a reciclar de manera correcta lo que supieron sembrar las dos primeras y las dos últimas. A pesar de eso, la película de Fede Álvarez incurre en algunas incoherencias: el hecho de que, por ejemplo, los muchachos sean capaces de impedir con una mano el abrazo de los facehuggers despierta menos tensión que descreimiento. No obstante, en términos generales, Alien Romulus devuelve al universo del xenomorfo buena parte de su antiguo tono de amenaza. Recordemos que el lema original de la historia rezaba: en el espacio nadie puede oír tus gritos. El horror que se vivía en la primera película era el de lo humano enfrentado a la inmensidad de lo desconocido. Sin embargo, todo lo que vino después de la obra de Ridley Scott solo se trató de ganarle al monstruo con marines y depredadores.

En este sentido, a Aliens y su patota de jarheads interestelares ni siquiera hace falta que los consideremos como modelo: está más que claro que a Cameron le encanta chuparles las medias a los milicos yanquis. Si les queda alguna duda, échenle un ojo a esa épica de la invasión y el saqueo que son sus dos Avatar.

Blanqueando un pasado gore

Pero también hay otro gran tema que Alien Romulus recupera: la explotación que las empresas ejercen sobre sus empleados.

Salvo Ash (que más bien era un carnero), los tripulantes del Nostromo eran laburantes. Hablaban como camioneros y puteaban por las comisiones que les pagaba la empresa a cambio de su laburo. Así también eran los pasillos del Nostromo. De la impoluta blancura y sofisticación del Discovery 1 de Kubrick, pasamos al Nostromo de Ridley Scott donde nos internamos por corredores engrasados, húmedos, plagados de cables y cañerías; donde los tubos fluorescentes, a falta de recambio, pierden su intensidad, parpadean, se tornan mortecinos; donde las máquinas, a pesar de ser avanzadas, son antiguas y demandan reparación continua. He aquí al desnudo el espacio de trabajo. Da la impresión de un ambiente venido a menos. Sin embargo, esa suciedad y ese descuido son los signos de algo que no siempre se percibe a primera vista: la faena del laburante y, sobre todo, el desdén del patrón.

Esta faena y este desdén, patentes en el Nostromo, están también de regreso en Alien Romulus. Me animo a afirmar que este retorno no ha sido consciente, sino más bien accidental. Puedo señalar dos razones. La primera, más simple, es que esto no es más que la consecuencia no prevista de efectuar una copia al carbónico de los personajes de la primera. La segunda, más exhaustiva, implica considerar el cinismo que, durante estos últimos cuarenta años, el capital ha desplegado para blanquear su pasado gore contándolo como si se tratara de una fábula para niños.

Vamos a los hechos. Jackson es una colonia minera en el espacio remoto donde los obreros, en teoría, deben cumplir una cuota de trabajo traducida en años. Una vez cumplida esa cuota, a los trabajadores se les permite dejar la colonia. Sin embargo, la cuestión no es tan sencilla. En primer lugar, tal como le ocurre a Rain, la compañía decide modificar a su antojo y sin previo aviso el valor de esa cuota. En segundo lugar, la posibilidad de abandonar la colonia requeriría disponer de un transbordador preparado para viajes interestelares, una tripulación mínima y, sobre todo, la posesión de cápsulas de hipersueño que permitirían atravesar las distancias que en el espacio se miden en años. Por supuesto, ningún pobre laburante como Rain podría pagar todo eso ni siquiera si acumulara los sueldos de toda una vida.

Alien Romulus nos cuenta esto con una naturalidad que resulta perversa. No solo porque repite sin sonrojarse las condiciones de vida de los trabajadores de las minas durante los años de la primera revolución industrial en el siglo XVIII, sino porque expone también las condiciones de explotación que ocurren hoy, en pleno siglo XXI. Todo esto, por supuesto, disimulado bajo un inocuo manto de ciencia ficción en mundos futuros remotos.

Laburantes perfectos

En otro momento de la película encontramos una variación sugestiva del tema del organismo perfecto. El synthetic Rook revela que los científicos de la estación espacial investigaban al xenomorfo no para producir soldados sino más bien laburantes perfectos, capaces de soportar condiciones de trabajo precarias y peligrosas. De hecho, esta es una cuestión que ya he desarrollado en otro artículo que escribí para la 24 Cuadros —titulado Retrofuturo del trabajo— y que deja en evidencia el sueño húmedo de nuestro capitalismo senil y retardado: la producción de un trabajador feliz de su sujeción y que, por ende, esté dispuesto a tolerar las peores condiciones.

“La cura no será completa hasta que nuestros pobres, ocupados en las manufacturas, se contenten con trabajar seis días por la misma suma que ganan ahora en cuatro”. Esta es una frase que cualquier ejecutivo de Weiland-Yutani podría haber soltado sin sentir remordimientos. Sin embargo, es la cita de un texto sobre economía (An Essay on Trade and Commerce) publicado en el Reino Unido en 1770, en donde se justifica en términos económicos la ultraexplotación de los laburantes. Nada nuevo bajo el sol: el capital siempre ha sido retrofuturista. “Mi único deber es velar por los intereses de la compañía”, advierte en tal sentido el synthetic Rook. Esta directiva es una prueba irrefutable de que los economistas desde siempre han sido synthetics al servicio del capital.

Pero volvamos al Romulus. Tomando en cuenta lo anterior, la gran pregunta que surge es la siguiente: si Weiland-Yutani puede producir de manera masiva synthetics capaces de razonar y de ejecutar tareas mucho más pesadas y arriesgadas que cualquier humano, ¿por qué no emplea esta herramienta en reemplazo de los laburantes? Pues porque no es la máquina, sino el ser humano, el que genera plusvalor. “El capital es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa”. A la manera de los mejores escritores góticos, Marx demuestra con estas palabras que no son las máquinas, ni las IA, ni los synthetics de lo que el capital se nutre. Las máquinas, las IA, los synthetics son solo herramientas, piezas mecánicas que transforman materia en producto. El esfuerzo vivo del laburante es lo único que agrega ese plus de valor del que el capital se apropia y se nutre. Así, el capital revela su condición de parásito, cuya única fuente de subsistencia es la fuerza viva del laburante.

Por consiguiente, el planteo del synthetic Rook no es errado. Lo que Weiland-Yutani ansía —así como cualquier otro organismo vampírico multinacional o multiplanetario— es crear un laburante perfecto: en otras palabras, un trabajador preparado para tolerar con alegría y libertad (mucha libertad) la ultraexplotación que el capital le demanda para prolongar al infinito su existencia mortífera, parasitaria, no humana.

Capital (in)humano

“El ser humano nunca estuvo preparado para colonizar el espacio”, anuncia con desprecio el synthetic Rook. Esta frase entraña el eterno lamento del capital senil y retardado: a pesar de todos los excesos, todos los sacrificios, todas las persecuciones y todas las desgracias que la historia documenta, para el capital la humanidad nunca ha estado a la altura de la explotación que este necesita para hinchar su panza de garrapata.

La aparición de este personaje diseñado por computadora, que además echa a boca de jarro semejante reprobación, constituye para mí la prueba más ostensible del cinismo subyacente en Alien Romulus. Rook es una réplica —o un replicante— de Ash, el oficial científico del Nostromo. Como tal, es una copia elaborada con CGI de la cara de Ian Holm, actor fallecido en 2020. Una copia que, por cierto, está más cerca del valle inquietante que de la supuesta verosimilitud que hace años los blockbusters vienen prometiendo en el terreno de la animación pero que nunca consiguen.

El resultado de esta escena es tan grotesco que, en vez de representar un homenaje, constituye la prueba misma de aquello que Rook lamenta. Así, a la manera de un espectro, la cara digitalizada de Ian Holm vuelve de la muerte no para asustarnos, sino para que nos contemplemos en el simulacro de su mirada como en un espejo lleno de glitches: en los tiempos del capitalismo senil y retardado no somos ya seres humanos sino mero capital humano, un consumible como cualquier otro, materia prima para producir mercancía y engordar al capital incluso después de muertos. Ya nadie habrá de descansar en paz.